Familias fatales. Ben Aaronovitch

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Familias fatales - Ben  Aaronovitch Ríos de Londres

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era muy buen tirador en mis tiempos.

      —¿Y qué tiempos eran esos?

      —En Corea, en el Servicio Nacional —dijo—. Todavía tengo mi revólver militar.

      —Pensaba que para entonces el ejército utilizaba la Browning —dije. Limpiar el arsenal de La Locura el año anterior había resultado todo un aprendizaje sobre armas antipersona del siglo xx y sobre el número de décadas que puedes dejarlas oxidándose antes de que se vuelvan peligrosamente inestables.

      Postmartin sacudió la cabeza.

      —Mi leal Enfield Modelo Dos.

      —Pero no lo has hecho, ¿no? Traértela.

      —Al final no. No logré encontrar la munición de repuesto.

      —Genial.

      —Busqué por todas partes.

      —Qué alivio.

      —Creo que debí de dejármela en alguna parte del cobertizo —dijo Postmartin.

      * * *

      Charing Cross Road fue una vez el corazón de la venta de libros de Londres, y tenía suficiente mala fama como para que la evitaran las cadenas multinacionales en su incesante cruzada por convertir todas las calles, de todas las ciudades, en clones las unas de las otras. Cecil Court era un callejón peatonal que unía Charing Cross con St. Martin’s Lane donde, si ignorabas la cara hamburguesería de un extremo y la franquicia mejicana en el otro, todavía veías cómo debía de haber sido. Aunque, según mi viejo, está mucho más limpio que antes.

      Entre las librerías especializadas y las galerías estaba Colin and Leech, fundada en 1897, cuyo propietario actual era Gavin Headley. Resultó ser un hombre blanco, bajito y corpulento, con la clase de petulante bronceado mediterráneo que proviene de tener una segunda vivienda en algún lugar soleado y bastantes genes mediterráneos como para que tu piel no se ponga naranja. En el interior de la tienda hacía suficiente calor para cultivar granadas y olía a libros nuevos.

      —Nos especializamos en primeras ediciones firmadas —dijo Headley, y me explicó que a los autores se los persuadía de que «firmaran y citaran» sus libros recién publicados—. Escriben una cita de su libro en lo alto de la portadilla —dijo, y entonces sus clientes los comprarían y los dejarían reposar como un buen vino.

      La tienda tenía techos altos, era estrecha y estaba cubierta de libros modernos de tapa dura, colocados en estanterías de madera maciza caramente barnizadas.

      —¿Como una inversión? —pregunté. A mí me parecía un poco arriesgado.

      Headley lo encontró gracioso.

      —No va a volverse rico invirtiendo en libros nuevos de tapa dura —dijo—. Puede que sus hijos sí, pero usted no.

      —¿De dónde sacan sus ingresos?

      —Es una librería —dijo Headley encogiéndose de hombros—, vendemos libros.

      Postmartin tenía razón. El ladrón tendría que haber sido increíblemente estúpido para intentar vender una antigüedad valiosa de verdad en Cecil Court y conseguirlo, sobre todo en Colin and Leech. Headley no se había mostrado impresionado.

      —Para empezar, lo traía envuelto en una bolsa de basura —dijo—. En cuanto lo sacó, pensé: «No me jodas». Quiero decir que puede que yo me especialice en el mercado contemporáneo, pero sé reconocer algo auténtico cuando me lo ponen escandalosamente delante. «¿Cree que es valioso?», me pregunta. ¿Lo es? ¿Cómo podría él ser una persona aceptable y no saberlo? Vale, supongo que quizá lo encontró en el desván de su abuelo, pero ¿es eso posible cuando se encontraba en tan buenas condiciones?

      Estuve de acuerdo en que era un supuesto poco probable y le pregunté cómo se las apañó para alejar el libro del caballero en cuestión.

      —Le dije que quería quedármelo una noche, ¿sabe? Para pedirle a alguien que viniera a valorarlo como es debido.

      —¿Y se lo tragó?

      Headley se encogió de hombros.

      —Le di un recibo y le pedí sus datos de contacto, pero me dijo que acababa de recordar que había aparcado en una línea doble amarilla y que volvería enseguida.

      Y se marchó, dejando el libro tras de sí.

      —Imagino que debió de darse cuenta de que la había cagado —dijo Headley— y le entró el pánico.

      Le pregunté si podía darme una descripción.

      —Puedo hacer algo mejor que eso —dijo, y levantó un USB—. Guardé las imágenes.

      * * *

      El problema con el supuesto estado de vigilancia de las narices es que lleva mucho trabajo intentar localizar los movimientos de alguien utilizando las cámaras, sobre todo si van a pie. Parte de la dificultad es que todas las cámaras pertenecen a diferentes personas por diferentes motivos. La junta municipal de Westminster tiene una red para las infracciones de tráfico, la Asociación de Comerciantes de Oxford Street tiene una red enorme para pillar a los ladrones de las tiendas y a los carteristas, las tiendas pequeñas tienen sus propios sistemas, como los pubs, las discotecas y los autobuses. Cuando paseas por Londres es importante recordar que el Gran Hermano puede estar observándote, o quizás esté haciendo pis, leyendo el periódico o ayudando a desviar el tráfico por un accidente de coche o a lo mejor se le ha olvidado encender ese puñetero trasto.

      En un equipo de investigación de delitos graves como Dios manda hay un detective o un sargento cuyo trabajo es llegar a la escena del crimen, localizar todas las cámaras potenciales, reunir todas las imágenes y después revisar las miles de horas que haya grabados, sean las que sean, buscando algo relevante. Él o ella tienen un equipo de un máximo de seis detectives para que les ayuden con el trabajo; el tonto de mí me tenía a mí mismo, a Toby y la terca determinación de ver cómo se hacía justicia.

      Habían entregado el libro a Patrimonio Histórico a finales de enero y la mayoría de los locales privados solo guardan cuarenta y ocho horas de imágenes, pero yo me las ingenié para sacar algunas de la cámara de tráfico y de un pub que acababa de instalar su sistema y aún no había averiguado cómo se borraban las antiguas. En los viejos tiempos, cuando un gigabyte era mucha memoria, me habrían endilgado una gran bolsa llena de cintas de vídeo, pero ahora todo cabía en el USB que Headley me había dado.

      Contando con una parada para almorzar en Gaby’s pastrami con pepinillos, tardé unas buenas tres horas y no volví a La Locura hasta bien entrada la tarde. Quería meterme directamente en la tecnocueva para comprobar las imágenes, pero Nightingale insistió en que Lesley y yo nos pusiéramos a practicar golpeando una pelota de tenis adelante y atrás a través del patio interior, utilizando únicamente impello. Nightingale afirmaba que había sido un deporte de los días de lluvia cuando iba al colegio y lo llamaba tenis de interior. Lesley y yo, para su gran enojo, lo llamábamos quidditch de bolsillo.

      Las reglas eran sencillas y lo que se esperaría de un grupo de adolescentes encerrados en un ambiente agresivo y exclusivamente masculino. Los jugadores se ponían en cada extremo del patio interior y tenían que quedarse dentro de un círculo de tiza de dos metros de ancho dibujado

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