Familias fatales. Ben Aaronovitch
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Mierda, no veía la matrícula. Incluso cuando arrancó, el Mondeo se encontraba en un ángulo demasiado oblicuo y la imagen tenía una calidad tan baja que no pude identificar el número. Lo rebobiné y lo reproduje un par de veces, pero el vídeo no se veía más nítido. Tendría que persuadir a la junta municipal de Westminster para que me entregara algunas de las imágenes de sus cámaras de tráfico y así ver si podía pillar al Mondeo cuando giraba hacia Charing Cross Road.
Y no iba a conseguirlas pasadas las seis porque otro problema que tiene la llamada vigilancia del Estado es que solo trabaja hasta las cinco.
Me tomé otra Red Stripe y me fui a la cama.
Después del desayuno y de mi paseo obligado con Toby, volví a la tecnocueva y seguí buscando un plano claro de la matrícula del coche del ladrón de libros. Estaba a punto de respirar hondo y de disponerme a atravesar las cenagosas entrañas de la burocrática interfaz de la junta municipal de Westminster cuando, de repente, se me ocurrió que había pasado por alto una opción más fácil. Puse las imágenes de St. Martin’s Lane y rebobiné para ver cómo el Mondeo aparcaba al principio. A mi ladrón de libros no se le daba muy bien estacionar y la segunda vez que hizo maniobras conseguí una buena visión de la matrícula.
Tras una sola consulta a la Plataforma Integrada de Información ya tenía su nombre: Patrick Mulkern. Su cara coincidía con la de la cámara de vigilancia y su ficha policial, con el perfil de un ladrón de cajas fuertes profesional. Uno bueno y cuidadoso, además, a juzgar por la falta de condenas durante la segunda mitad de su carrera. Un montón de cargos, como el de «persona de interés» para el caso y varios arrestos, pero ninguna condena. Según las notas de inteligencia adjuntas, Mulkern era un especialista contratado por individuos o grupos para abrir cualquier caja fuerte problemática con la que pudieran encontrarse en su trabajo. Hasta tenía un negocio legal de cerrajería, con dirección en Bromley, como apunté, lo que hacía que detenerle por «ir equipado» fuera algo complicado, porque utilizaba las mismas herramientas para los dos trabajos. Las notas también sugerían que acababa de «jubilarse» de los robos de cajas fuertes, pero no de la cerrajería.
La dirección de su última casa conocida se correspondía tanto con la de su carné de conducir como con la de su negocio, así que decidí ir a darle un tirón de orejas.
Capítulo 5
El cerrajero
Estaba lloviendo otra vez y tardé casi tanto en cruzar el río en coche y bajar a Bromley, el municipio de Londres, como lo que me había llevado conducir hasta Brighton el mes anterior. Pasé una buena parte del tiempo sorteando el tráfico de Elephant and Castle y reptando por Old Kent Road.
Cuando llegas al sur de Grove Park, los restos victorianos de la ciudad se reducen y te encuentras en la tierra de las construcciones bajas de estilo Tudor de imitación que protagonizaron la última gran expansión urbana de Londres. A la gente como a mi padre o a mí no nos gusta pensar que los sitios como Bromley forman parte de Londres, pero los municipios periféricos son igual que los cuñados: te gusten o no, tienes que aguantarlos.
La dirección de Patrick Mulkern era un híbrido extraño. Parecía que el constructor se hubiera cansado de construir casas adosadas de imitación al estilo Tudor y hubiera juntado dos a presión para crear una pequeña hilera de cuatro casas. Como ocurría con la mayoría de las viviendas de esa calle, su generoso jardín delantero se había asfaltado para conseguir más aparcamiento y un mayor riesgo de inundaciones.
Un Ford Mondeo blanco roto estaba aparcado fuera, reluciente bajo la lluvia. Comprobé la matrícula, coincidía con la de las imágenes de las cámaras. No solo era un Serie 2, sino que también tenía el débil motor Zetec 1.6. Fuera cual fuera el salario de los delincuentes, no cabía duda de que Mulkern no se lo gastaba en coches.
Me quedé sentado en el exterior con el motor apagado durante cinco minutos y observé la casa. Era un día sombrío, pero no se apreciaba ninguna luz visible a través de las ventanas y nadie tiraba de los visillos para mirarme. Salí del coche y caminé lo más rápido que pude para refugiarme en el porche. En algún momento, la casa había adquirido una capa gruesa de mezquinos guijarros de pedernal que casi me arrancaron la piel de la palma cuando apoyé la mano sobre ella.
Llamé al timbre y esperé.
A través de los cristales esmerilados que había a cada lado de la puerta vi un despliegue de machas blancas y marrones en el suelo del recibidor: el correo sin abrir. De dos o quizás tres días, a juzgar por la cantidad. Llamé y mantuve el dedo en el timbre mucho más tiempo del que se consideraba cortés, pero aun así no hubo respuesta.
Pensé en volver al coche y esperar. Tenía mis difíciles Geórgicas de Virgilio para entretenerme y una bolsa reabastecida para las tareas de vigilancia que estaba bastante seguro de que no contenía ninguna de las espeluznantes sorpresas culinarias de Molly, pero, según me apartaba, rocé con los dedos la cerradura y sentí algo.
Una vez, Nightingale me describió los vestigia como la imagen persistente que queda en tus ojos tras mirar una luz brillante. Lo que la cerradura me transmitió fue como el efecto resultante del flash de una cámara. Y en su interior había algo duro y punzante y peligroso, como el suavizador de una navaja de afeitar sobre una piedra de afilar.
Nightingale, en virtud de su amplia experiencia, asegura que es capaz de identificar al conjurador de un hechizo por su signare (en cristiano, eso es su firma). Pensaba que me estaba tomando el pelo, pero desde hacía poco tiempo había empezado a creer que yo mismo podía sentirlo. Y la signare que se desprendía de la puerta me llevó de golpe a la azotea del Soho y a un cabrón con acento pijo, sin rostro y con un entusiasta interés no académico en la sociopatía criminal.
Comprobé las ventanas del salón, no había nadie allí. Con aspecto fantasmal a través de los visillos, se dibujaba la silueta de los muebles, pasados de moda pero bien conservados, y de la televisión, que tendría unos veinte años de antigüedad.
Puesto que no se había denunciado realmente el robo del libro, no iba a conseguir una orden de registro. Si entraba ilegalmente, tendría que confiar en la vieja Sección 17.1.e. de la Ley de Pruebas Criminales y Policiales (1984), que claramente establece que un agente puede entrar a un sitio para salvar «la vida y la integridad física» de alguien, lo que ni siquiera requiere que oigas algo sospechoso. Esto se debe a que ni siquiera el miembro más extremo del liberalismo quiere que la policía se quede titubeando al otro lado de la puerta mientras le están estrangulando dentro.
¿Y si entraba a la fuerza y el Sin-rostro seguía dentro?
No tengo tanta práctica como Nightingale, pero estaba seguro casi al cien por cien de que los vestigia de la cerradura llevaban allí depositados menos de veinticuatro horas y de que hacía tiempo que el hombre Sin-rostro se había marchado.
Seguro casi al cien por cien.
Solo había sobrevivido a nuestro último encuentro porque él me había subestimado y los refuerzos habían aparecido justo a tiempo. No pensaba que fuera a menospreciarme de nuevo y la caballería estaba ahora mismo en la otra orilla del río.
Tampoco