Mierda. Carla Pravisani

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Mierda - Carla Pravisani Sulayom

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tercermundista.

      El sitio aún está en obras. De día se despiertan con el ruido de los obreros levantando los dos apartamentos que todavía faltan por construir. Una vez que los trabajadores se van, la noche enmudece y los cubre una tibia vida de provincia. Se encienden los regadores y los grillos; Victoria saca las Toñas de la refri y ambos se sientan en la entrada de la casa a ver a Gregorio jugar con el agua.

      La prioridad para escoger ese condominio fue la seguridad. Un miedo quizás un poco desproporcionado los llenó de incertidumbres antes del viaje: en el contrato con el partido pusieron una cláusula de qué hacer en caso de que estallara una guerra civil y debieran salir fugados en helicóptero hacia Costa Rica. Y en el ámbito personal les interesaba resguardar la seguridad del niño lo máximo posible. El dueño les aseguró que allí había guarda las veinticuatro horas. No mintió: ahí estaba Joselo subiendo y bajando una cuerdita que fungía de barrera en la entrada. Costaba creer que alguien resistiera tanto tiempo despierto. De día, Joselo cortaba el pasto, podaba, plantaba, traía y llevaba cosas, arreglaba lo que se rompía; por la noche, era el guarda. Pasaba doce horas levantándose a bajar o a subir el cable de la entrada. Solo a veces lo veían dormir un rato en una hamaca. Por lo demás, la parsimonia del barrio rápidamente les bajó la paranoia. En el sitio había más riesgo de morir de aburrimiento que de un tiro.

      Eduardo toca la bocina. Joselo se levanta y tumba sin querer una radio desvencijada a los pies de su silla, Giselle desciende y gira sobre su eje para meterse en el departamento, es flaca y alta, y camina contorneándose como una modelo. No parece darse cuenta de que los obreros la miran como lobos.

      En el apartamento Victoria le enseña a Giselle los espacios y le describe la rutina del niño: sus comidas, cómo asearlo, la siesta, sus películas de Plaza Sésamo, la hora del sueño; saca de un baúl todos los juguetes y le indica el nombre de cada peluche, luego le muestra cuál será su habitación. Giselle guarda las dos mudas de ropa bajo la mesita de luz y coloca encima su equipo de audio.

      —¿Te gusta oír música?

      —Sí.

      —¿Y vas a bailar?

      —Sí.

      Victoria abre un cajón y saca el celular que le ha comprado para estar siempre comunicadas. Eso es lo primero de la tarde que realmente le despierta el interés y le saca una sonrisa.

      —¡Es un Nokia! –dice feliz y lo enciende. Le prueba varios sonidos hasta que se decide por el de un gallo.

      Victoria le ofrece un café. Meter a una desconocida en su casa le incomoda. Necesita romper el hielo, lograr un mínimo de intimidad.

      —¿Tenés hijos?

      —Sí, uno –dice chupándose de nuevo el mechón de pelo.

      —¿Cómo se llama?

      —Ángel como mi mamá Ángela.

      —Lindo nombre. ¿Y qué edad tiene?

      —Siete.

      —¿Y con quién vive?

      —Lo cuida mi mamá porque dice que yo no le tengo paciencia.

      —¿Por qué te dice eso? –pregunta Victoria preocupada.

      —Porque a veces le pego con la chancleta cuando jode mucho.

      Inmediatamente Victoria le enseña el método que usan con Gregorio para castigarlo y que sacaron de todopapas.com: Lo sientan en una sillita a que piense, a que reflexione y lo dejan ahí tres minutos. Nada de castigos físicos.

      —¿Entendiste?

      Giselle asiente.

      Gregorio se sube a su regazo para participar de la conversación. Victoria lo alza y se lo entrega a la niñera. Él estira los bracitos y se aferra nuevamente al cuello de ella con desespero. Giselle lo separa, lo mece con brusquedad. Gregorio grita, quiere a su madre.

      —Ya se va a acostumbrar el chelito –dice Giselle.

      Ningún niño puede querer a alguien desde el primer día, se autoconvence Victoria. Hay que darles tiempo, que se conozcan, que compartan. Por eso se le ocurre que es una buena idea dejarlos solos un momento en el patio. Les abre la puerta y los invita a pasear por el jardín

      —Vaya, mi amor... vaya con Giselle…

      Giselle lo agarra de la cintura y lo arrastra hacia afuera. Gregorio llora y grita “Ma-mmaaaaaaaaa”.

      —Vaya, vaya un ratito, bebé –le insiste–. Yo estoy acá, de acá los veo…

      Giselle lo alza y se lo lleva. Afuera lo deja en el piso. Gregorio vuelve corriendo y comienza a patear la puerta. Arranca un llanto histérico, desesperado, de animal en matadero.

      —Vaya, vaya, mi amor –le dice ella sofocada por la situación. Piensa en cómo será la dinámica cuando tenga que irse a trabajar todo el día a la casa de campaña.

      —¡Chele, venga para acá! –le ordena Giselle y saca la chancleta.

      Las lágrimas se transforman en un desgarro. ¿La teoría de los tres minutos? Victoria decide salir a controlar la situación.

      —No, no, no, nada de castigos físicos, Giselle, ya hablamos de eso.

      Gregorio al ver a su madre le abraza la pierna. Victoria se sienta en un cantero y lo alza, le acaricia la espalda y le da un beso en la mejilla húmeda. Giselle aprovecha para seguir inspeccionando el celular. Él, ya más tranquilo, se baja y comienza a andar por el jardín.

      —¿Por qué te fuiste del otro trabajo? –le pregunta ella.

      —Usted me ofreció más plata.

      Esa sinceridad paradójicamente tranquiliza a Victoria. Para ella no hay nada peor que la mentira, que el engaño. Lo importante es siempre decir las cosas de frente. No soporta a las empleadas mentirosas. Gregorio abre el grifo y comienza a jugar con el agua. Victoria se acerca a cerrarla, pero Giselle se lo impide.

      —Déjelo que juegue… es agua. Nada le va a pasar.

      —¿Y si se agarra algún virus? Me dijeron que el agua no es muy potable que digamos…

      —Que agarre defensas… si usted no lo deja que juegue y se haga fuerte, después le va a salir cochón…

      —¿Qué es “cochón”?

      —¿Cómo le dicen ustedes a los hombres que les gustan los hombres?

      —Playos.

      —Eso. Acá se le dice “cochón”. Yo tengo un hermano que es así, desviado. Lo llevaron a la iglesia para ver si se le pasaba pero no, sigue igual, peor le fue a mi mamá porque se le puso rebelde y ahora llega todas las noches con hombres distintos; y eso sí que la enturca porque se van a tener sexo al fondo –cuenta Giselle y le agarra a Victoria la cabeza y le empieza a acariciar el pelo para hacerle una trenza.

      Victoria se relaja, se deja manipular por las manos que le estiran con suavidad el pelo y poco a poco se entrega a esos masajes que la peinan mientras le cuenta sobre

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