Mierda. Carla Pravisani

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Mierda - Carla Pravisani Sulayom

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que decirle a Joselo que aisle un poco el ruido –dice Victoria.

      Eduardo le contesta prácticamente dormido. La tela de las cortinas se tambalea con el viento. A ella le entran ganas de hacer el amor. Siente un deseo que la perturba, seguro fue la radio, los programas correctivos de Giselle. Busca a Eduardo pero este se aferra a su almohada. Todo su cuerpo es un gran bulto que la ignora, una montaña fronteriza.

      Giselle por fin decide silenciar la noche y las voces se apagan. Solo queda el viento, las bolas de aire tibio que peinan las palmeras enanas del jardín y chocan contra la ventana. Ya no hay música ni ruido más allá del motorcito del ventilador que gira sincopado. Victoria se masturba mientras imagina que baila con un antiguo profesor. No sabe por qué justo él que no tuvo ningún rol protagónico en su vida, pero es el primero que se le aparece en sus fantasías. Ahí está este tipo del que prácticamente no recuerda ni el rostro, pero recuerda someramente las clases de baile de su adolescencia, el día en que él la sacó a bailar para demostrarle a los demás cómo se hacían los pasos (¿de salsa? ¿vals?, tampoco recuerda); solo el movimiento: los giros seguros a los que ella se acoplaba dejándose guiar. Ese día descubrió una de las ventajas de la sumisión: la fuerza de lo oculto. Tanto que le costaba a su mente seguir los pasos de un hombre. Las primeras clases se resistía con todo su feminismo. Quería tomar el mando y forcejeaba con su compañero de pieza, había más que un problema de baile, un problema de poder, ella debía derrocar el machismo de la danza, dejar bien claro que el hombre debía seguirla a ella, que el baile debía cambiar sus estatutos por el bien de la igualdad de género. Hasta que el macho alfa de su profesor la tomó de la cintura y la pegó contra su cuerpo y la hizo retroceder una y otra vez sobre todos sus avances.

      Gregorio la despierta a los gritos y con ganas de jugar. Victoria mira por la ventana: el cielo todavía flamea sus estrellas. ¡Son las cinco de la mañana! Ella apenas ha dormido un par de horas. Es evidente que el cambio de país le desajustó los horarios a su hijo. ¿Qué hacer? ¿Intentar dormirlo con formol? Piensa en despertar a Giselle pero aún no son ni las siete de la mañana y no puede abusarse en un país acostumbrado al abuso del personal doméstico. Por momentos le entra una especie de altanería y se siente una representante del código de trabajo de su país, alguien que respeta los horarios laborales porque vino aquí no a ser buena sino justa. Así que malhumorada se levanta a preparar el desayuno y se putea a sí misma por su propia corrección moral, bien que le gustaría despertar a Giselle, en el fondo siente el fuego de su Pedrarias emergiendo poco a poco, ¿para qué cumplir leyes que no existen? ¿Quién está mirando? Nadie. Coloca agua sobre la hornalla y espera a que hierva. Gregorio se acerca con el oso de peluche y lo pone sobre sus piernas. El cuerpo flácido del muñeco espera a que le inyecten vida, pero ella lo ignora; no anda con espíritu titiritero. Gregorio, al ver a Pepín todavía inerte y con los ojos mirando al techo, se larga a llorar y agarra al oso y lo revolea por el aire como le gustaría hacerlo con ella.

      —¡Gregorio, calmate! ¿Querés?

      Eduardo se levanta de la cama indignado, alza al niño y se lo lleva al patio. Hay en su actitud un gran dedo que la señala. Ella se queda inmóvil viéndolos jugar con una bola de Elmo. Llevan menos de una semana en Managua y, contrario al entusiasmo antes del viaje, ya se siente agobiada. La falta de sueño la está trastornando. Lo nota en esos repentinos cambios de ánimo. ¿O será la actitud estoica de Eduardo lo que realmente le molesta? Esa sensación de que siempre sabe lo que hace, de que tiene un norte tan claro en su vida. Por otro lado, ¿cómo le va a constestar así a su hijo? Es una desalmada. A veces la maternidad no es tal y como la pintan en los anuncios de pañales, a veces es un balde imposible de acarrear. Pensar en ello la hace sentir mal consigo misma, decepcionada de su poca tolerancia, de su cansancio y de su egoísmo. Haría cualquier cosa para apagar el incendio que se le enciende en el pecho cuando piensa de esa forma.

      5

      Herty los recibe en albornoz con cara de dormido. Lleva puesta una camiseta con su cara impresa: el Herty de la foto parece más alegre de verlos que el verdadero.

      —¿En qué los puedo ayudar? –pregunta de mala gana.

      Eduardo le explica el motivo de la visita: la plata asignada para la producción del comercial no alcanza para encargar la construcción de la mosca a un estudio en Los Ángeles especializado en robots computarizados y que los movimientos del insecto se programen a la distancia. Herty se agarra la cabeza.

      —Pero ustedes qué piensan, muchacho… ¿que esto es Hollywú? No, no, no…

      Su presagio de malhumor se materializa. Los temas de platas lo sacan de quicio. Está ansioso. Quiere salir al aire ya, rápido, como sea: con el comercial de la mierda o con un video casero que le filme algún pariente, no le importa. El Frente Sandinista taqueó los medios y la imagen de Ortega se le aparece a uno hasta en las nubes. Basta poner el canal cuatro para encontrárselo en cualquier momento del día declamando como un cura en una misa perenne. Lo grave no son sus discursos que no se entienden ni medio, sino el caudal de la inversión. Los punteros barriales se venden por un paquete de galletas y hay que hacer algo para frenar la estampida. Eduardo le explica que un producto de calidad puede revertir los números de las encuestas, pero es imposible: los ojos celestes de Herty están a punto de lanzar unos rayos láser capaces de desintegrarlos sobre la alfombra indígena. Eduardo le habla con el tonito modulado de una maestra de primaria.

      —Vea, Heeeerty… la buena publicidad requiere tieeeempo, no puede pretender que…

      —¡Qué tiempo ni que tiempo, hombre! ¡Ya todos salieron con su propaganda! –se levanta del sillón.

      Eduardo insiste.

      —La clase de porquería que ha hecho el Frente no tiene nombre. ¡Son unos comerciales mal producidos sin profesionalismo de ningún tipo!

      —¡Pero están al aire, muchacho! ¡Y me llevan seis puntos de ventaja!

      —Perdóneme, Herty, pero lo que pasa es que lo que nosotros hacemos no se puede comparar con esa porquería que filma el Frente.

      Herty tritura el silencio con la mandíbula. Eduardo enciende la computadora y le muestra una foto que ha bajado de internet: la mosca de David Cronenberg. Hace un zoom a los detalles de aquel robot hasta que la foto se pixela. Lograr esa calidad requiere mucho trabajo. Le muestra la textura del insecto, las patas, las antenas.

      —Yo de esas carajadas no sé nada –lo interrumpe Herty contundente–. Pero o hacen ese bicho en menos tiempo o contrato a otros.

      Eduardo, ofendido, cierra la computadora de un golpe.

      —Vea, Herty, solo porque va a ser Presidente eso no le da derecho a amenazarme… ¡A mí nadie me amenaza! ¡Ni usted ni nadie!

      A Victoria la reacción de Eduardo le parece sorprendentemente confusa: oscila entre la agresividad y el lavado de bolas. Herty mira al jardín como si pensara en otra cosa. Victoria, en cambio, sostiene una sonrisa mansa.

      —Vamos a hacer todo lo posible por acelerar el proceso –susurra ella.

      Herty no le presta la más mínima atención.

      —Nada más que hablar entonces –concluye Eduardo y enfila hacia la salida.

      —Esperate, muchacho. No te vayás –lo frena Herty y desaparece por un pasillo.

      Eduardo vuelve sobre sus pasos, se tumba en el sillón con cara de ofendido. En la cocina la empleada lava los platos y cada tanto levanta la vista para observarlos de reojo. Herty regresa agitando una tarjeta que le entrega a

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