Mierda. Carla Pravisani

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Mierda - Carla Pravisani Sulayom

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no cuenta el cuento! Estuvo como cuatro días en terapia intensiva en el Calderón porque cuando cayó se pegó la cabeza. Por dicha ya está mucho mejor, solo tiene un problema en el habla que le ha costado recuperar y se le dislocó un brazo, así que lo tiene que tener inmovilizado.

      —¿Y ya está trabajando de nuevo, don Roli?

      —Es imposible que se quede en la casa, se deprime. ¡Usted sabe como es él! No para de hacer cosas…

      Don Roli sonríe y hace un esfuerzo sobrehumano por saludar pero se traba. Eduardo entonces comienza a hablar extremadamente lento y en voz alta.

      —¡Qué-di-cha-que-ya-está-bien-don-Ro-li!

      —Él lo oye perfectamente bien –le aclara con calidez Darling–, solo el habla es lo que se le afectó.

      Eduardo asiente nervioso. Nunca ha sabido muy bien cómo comportarse ante las personas con alguna discapacidad, intenta ser inclusivo pero termina siendo cínico.

      —Si gusta lo prueba para ver cómo está la batería. A veces si se deja un tiempo sin uso, se baja…

      Darling le da las llaves. Eduardo arranca. El motor hace un ruido seco y enciende.

      —¡Este carro es una maravilla de la naturaleza! –dice Eduardo al ver que todavía responde–. Muchas gracias por todo.

      —De nada, ahí nos cuenta cómo les va. Ojalá ganemos…

      Eduardo se despide y enrumba a Heredia por las calles paralelas para evitar las presas, pero un accidente lo obliga a retomar la principal; el camino le resulta familiar y de pronto recuerda: sus ojos exploran el paisaje y las imágenes aparecen, oye de nuevo el ladrido que regresa como una maldición, ese ladrido que lo guía hacia el infierno de sí mismo, la noche en la que abandonó a Malinche a medio camino. Todavía no se explica cómo fue capaz de semejante crueldad. El refugio no le pareció una buena idea, probablemente la durmieran si no lograba ser adoptada. Pero esa es solo una justificación para su mente, en el fondo sabe que lo que lo llevó a tomar semejante decisión fue su comodidad, las ganas de resolver rápido y no tener que comerse de nuevo el tránsito al día siguiente. Estaba seguro de que el lugar cerraría antes de su llegada y de nuevo tendría que llevar la perra a la casa y de nuevo vendría todo el dramón: el ritual de llanto y despedida de Victoria y de Gregorio; la búsqueda de alternativas, la idea desquiciada de llevarse a la perra a vivir con ellos a Nicaragua. Todas las opciones le parecían un enredo. Soltarla fue apostar por el mejor de los augurios. Malinche se detuvo a sus pies, le movió la cola y luego lo miró con los ojos cargados de bondad hasta que supo que aquello era una despedida. Entonces se filtró el miedo y su mirada se volvió de agua. La perra quiso trepar desesperada al auto, pero él le cerró la puerta y la perra siguió al jeep con ese aullido mortuorio y desesperado, hasta que la presa se deshizo y él pudo finalmente acelerar y dejar de verla. Pero ahora sabe que nunca dejará de escucharla.

      Eduardo se detiene en el mismo sitio. El sol lo anima a pensar que quizás alguien de buen corazón la haya adoptado, quizás salga de alguna esquina y lo vea y se acerque a lamerle la mano, a darle su perdón. Baja las ventanillas y se queda quieto, inmóvil. Afuera el viento roza un pastizal que suena como un millón de granos cayendo lentamente en una bandeja de plata.

      El mascarero vive en una vieja casa de adobe en las montañas de Santo Domingo. Adentro las luces están apagadas. Por las pequeñas ventanas irregulares se atisba un día soleado y diáfano que contrasta con la húmeda oscuridad que los rodea. Don Tencio le indica que lo siga mientras cruzan desordenadas habitaciones de muebles apilados. Eduardo conoció a Don Tencio como amigo de tandas de su padre, cuando tenía una mueblería y una vida en orden, antes de que lo arrastrara la gran correntada de sus vicios. Su padre y él se encontraban a menudo en la cantina para filosofar de la vida. Don Tencio supo ser, en algún momento, un gran lector.

      —¿Qué pasó con su biblioteca, don Tencio? –le pregunta Eduardo que lo recordaba como un hombre adicto al conocimiento y a la lectura.

      —La tengo acá –se toca la sien–. Ya la vista se me cansa y la verdad me aburrí de tanta palabrería inútil así que la doné a la escuelita del barrio. Que lean los niños…. ¿Los viejos para qué? Ya no aprendimos. Ahora vivo el día y punto. Me da más placer salir a ver los pájaros que perder tiempo leyendo lo que alguien pensó y no hizo. A estas alturas a Marx, a Kant, a Spinoza, me los paso a todos por la hendija.

      Semejante respuesta parece salir de la boca de su padre, Eduardo siente de nuevo ese sentimiento que lo humilla y lo desplaza a los viajes en auto sentado en el asiento del acompañante, esos momentos en los que su padre se sentía ¿inspirado? y comenzaba sus largas habladas de cómo había que hacer para acabar con la desigualdad, con la oligarquía, con la injusticia, y Eduardo veía por la ventana el paisaje y el caldo de la incomprensión se cocía para siempre adentro suyo. Eduardo era el recipiente donde su padre vertía todas esas estrategias listas para darle una lección al mundo, santas teorías de las que él, a partir de un punto, empezó a sospechar. Quizás de niño sentía el impulso de imitarlo, de tener ideas propias y elaborar un plan de implementación a escala global. La desconfianza lo embargó a partir de su cumpleaños número trece cuando lo vio llegar sin bañarse y con aliento a guaro a pedirle plata prestada, a quitarle lo colones que le había regalado su abuela para comprarse una compu.

      —¿Y vos hasta cuándo te quedás en Nicaragua?

      —Hasta que termine la campaña.

      —¿Con el Frente era que estabas?

      —No, se dividieron, estamos con el otro candidato.

      —Tu tata colaboró mucho con los sandinistas durante la revolución… siempre fue un hombre muy solidario, arriesgó su vida para llevar medicinas y meterlas por la frontera.

      Esa faceta de su padre lo conmueve y lo confunde por partes iguales. Pero a pesar de los años la rabia aún persiste; a veces quisiera disolverla y reconstruir la imagen de su padre nuevamente, volverlo de nuevo un idealista, un Che Guevara, pero no, ya ahora lo tiene un poco más claro o más oscuro: su amor al prójimo siempre tuvo algo de máscara.

      —¿Y ahora cómo está tu tata?

      —Bien, se regresó a vivir a su provincia –dice Eduardo indiferente–. Nunca se adaptó acá.

      —¿Hace cuánto?

      —Hace muchos años. Siempre dijo que quería morir en su tierra y desde que falleció mi mamá levantó campamento y se regresó a la Argentina.

      En la esquina se topan con unos muñecos de barro. Eduardo tantea la nariz de águila y el cuerno del Diablo. Para llegar al taller suben unas gradas hasta un segundo piso donde don Tencio construye las escenografías y los personajes que le encargan para las mascaradas. En un rincón del cuarto, sobre una mesa, hay varias manos talladas en madera que parecieran esculpidas por Rodin.

      —¿Y eso don Tencio?

      —Mi hobby.

      —¿Y no las piensa exponer en algún lado?

      —¿Para qué? El arte es para uno, para vivir el proceso, no me interesa la exposición.

      —No sé, a veces es lindo compartir con los demás lo que uno hace. Esas esculturas de madera están espectaculares.

      —Es cierto, quizás me haya vuelto un poco egoísta, a mí me gusta tallar para mí. Es mi pequeño refugio antiaéreo,

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