Mierda. Carla Pravisani

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Mierda - Carla Pravisani Sulayom

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Llamalo y le decís que te haga tu mosca, contale que es para mí, así te hace precio.

      Hertylandia es el único parque con toboganes de agua de toda Nicaragua. Herty lo creó inspirado en Disney. Según su lógica, si Disney hizo Disneylandia, Herty podía hacer Hertylandia.

      Esa misma tarde van en busca del tal Osman.

      —Me parece una pérdida de tiempo esto –dice Victoria durante el viaje–. ¿Qué clase de muñeco va a hacer ese tipo?

      —Se lo hubieras dicho a Herty –responde Eduardo harto.

      —¿Y vos para qué le aceptaste la tarjeta?

      Eduardo enciende la radio y cambia de tema, habla de un bar que conoció hace poco donde hacen un ceviche extraordinario. Recorren las periferias un poco a ciegas. En Nicaragua las direcciones son como las pistas de un tesoro: se llega de referencia en referencia, de punto a punto, más que una dirección es una intriga. Frenan frente a una carnicería. Un perro, como una culebra, duerme con la cabeza apoyada sobre las costillas; sobre el hocico le zumban las moscas. Eduardo baja la ventanilla y pregunta por Osman a un niño que juega fútbol con una bolsa en media calle. Afuera huele a basura, a caca, a agua servida. El niño señala el laterío al final de la cuadra y le indica que es la casa sin puerta. El techo se sostiene con unas piedras. Eduardo aplaude, se asoma una mujer. Él le indica que buscan a don Osman Castro. La mujer los deja pasar y desaparece tras una sábana que oficia de mampara. Adentro el lugar es extenso, un galpón con piso de tierra donde se ubica una carroza de una Blancanieves rodeada de cuatro enanos y un Mickey con una oreja más grande que la otra. Por una rendija se filtra un rayo de luz que ilumina el polvo y se extiende como una cuerda imaginaria. Un pájaro hizo su nido justo detrás del fluorescente. Al rato vuelve la mujer junto a un hombre despeinado y con el torso desnudo y musculoso al que han despertado de una siesta eterna. Las venas se le marcan en la piel como las raíces de un árbol milenario. El hombre se acerca desconfiado.

      —¿Qué fue? –dice con aliento a guaro.

      —¿Don Osman? –pregunta Eduardo con la prudencia que inspira un animal salvaje.

      El tipo asiente. Un bebé como de un año se asoma entre la tela y camina llorando hasta las piernas de la mujer que lo alza y le huele el pañal. Eduardo saca del bolsillo la gastada tarjeta.

      —Herty nos dio su nombre y nos dijo que usted hace muñecos.

      Al parecer el nombre de “Herty” le hace bajar la guardia, pues inmediatamente cambia de pose y su voz se torna pasiva y obediente.

      —Ah, no, ese era mi papá, pero se murió hace como un mes con lo del guarón –dice restregándose los ojos.

      —Ah, qué pena.

      —Pero dígale al señor alcalde, que lo que necesite… yo tengo un taller de carros –señala hacia la calle–, pero ahorita está cerrado. Si lo ocupan pueden venir mañana.

      —Ah, bueno, muchas gracias –le dice Eduardo.

      —Para servirle.

      Se dan la mano y se despiden con cierto alivio de que don Osman ya no esté localizable. Durante el camino de regreso, Eduardo vuelve a la idea inicial de producirla como dios manda y hacer algo relevante, o al menos, decente. Victoria lo convence de que con ese presupuesto en Costa Rica pueden lograr un producto de la misma calidad que en Los Ángeles.

      6

      Eduardo no sabe por dónde entró el pájaro que da vueltas enloquecido en esa jaula en la que se ha convertido la habitación. Choca una y otra vez contra el vidrio. Le abre de par en par la ventana para que recupere su libertad. La llovizna y la brisa le recuerdan que está en San José; se siente afortunado por ese clima fresco, otoñal, que lo ayuda a recobrar la energía perdida; en Managua la cabeza le funciona distinto, tanto calor le adormece la voluntad, lo abomba.

      La ventana que da a una calle ciega mitiga un poco el ruido de la avenida. El tránsito que tanto suele criticar, hoy le resulta entrañable. Su clima, sus sonidos, su tierra. Se siente extraño al estar en un hotel y no en la comodidad de su casa, pero a su vez esto le permite una mirada extranjera, desapegada. Piensa con cierto grado de ironía en comprar una botella de agua y salir a recorrer museos como hacen los gringos cuando visitan Costa Rica, andar de turista en vez de ir hasta Heredia a supervisar la mosca. Ojalá quede tal y como se la imagina, el tiempo es poco y Herty los tiene sentenciados. Eduardo se sienta en uno de los microsillones y, en el televisor apagado, ve la figura de su sombra. Reflexiona con calma en las ideas de campaña. En la mosca y su significado. Las ideas grandes y conmovedoras –leyó en algún lado– constan de un cuerpo como el de los hombres: compacto y caduco, y de un alma inmortal que constituye su ser. Eso es la mosca. Una materialización, la proyección de un alma, el instinto de transmutar un país en metáfora, en símbolo. Si tan solo lograra traducir un tema, un problema, a una representación, a una imagen que perdure, se daría por satisfecho.

      Decide, antes de subir a las montañas de Heredia, recuperar el viejo jeep y regresar en auto a Managua. Está harto de utilizar el auto que les presta el partido, a él le gusta movilizarse en el suyo. Cruza barrio Amón y se dirige a Guadalupe; la ciudad le parece más limpia y ordenada, los Llama del Bosque iluminan las calles de un color naranja encendido. Siempre se sintió un huésped en su propio país pero hoy –quizás por la mañana fresca, por el colibrí que lo despertó, por las calles llenas de flores– cree que este sin dudas es su hogar. Deduce que esa condición de desarraigo constante y completamente crítico al sentido de pertenencia es producto de ser hijo de exiliados argentinos que nunca terminaron de adoptar esta tierra como propia y, de alguna manera, él tampoco logró sentirse a gusto, tanta nostalgia ajena le contaminó la vista y el alma. Eso lo lleva casi siempre a discutir con Victoria que está convencida de que Costa Rica es el mejor país del mundo. Hay algo en esa idea infantil de entender la patria que él combate, esa fórmula sencilla y efectiva lleva oculta una arrogancia implícita. En cambio, su vínculo tan fragmentado como difuso le permite la distancia necesaria para diagnosticar los males, para ver las fallas del engranaje social que lo rodea. La mirada patriótica está atrofiada de benevolencias que suavizan la autocrítica. Sin embargo, ¡cuánto amor se decanta a veces en esa miopía! En el fondo quisiera también construir así su paraíso: cubierto de velos. En nada suma su crítica voraz a todos los sistemas. En eso Victoria le lleva cierta ventaja, dejarse arremeter por una pasión aunque sea ridícula e injustificada es pasión al fin y al cabo.

      Llega al taller de don Roli y lo recibe Darling, su ayudante, una nica que vive en San José hace décadas y que ofreció cuidarle el auto cuando se enteró de la misión política que desempeñarían por sus tierras. Ella es de Masaya, pero se vino de niña con la guerra, y luego se casó. Eduardo cree que don Roli es el esposo por la forma cariñosa en la que se hablan y se miran pero nunca se atrevió a preguntar. En el fondo tampoco le importa la marcada diferencia de edad. Don Roli está debajo de un auto. Solo se le ven las piernas. Darling lo acompaña hasta su jeep encapotado.

      —¿Y qué tal les está yendo con la campaña?

      —Muy bien, muy bien– miente Eduardo. Tampoco les va mal pero no tiene ganas de entrar en explicaciones detalladas.

      —¡Qué bueno! Esto se lo pusimos para que no se salpique cuando usamos el soplete –dice y le quita la lona.

      Don Roli sale de abajo de un Suzuki y Eduardo nota que tiene un brazo inmovilizado con un cabestrillo.

      —¿Qué le pasó?

      Darling es la que responde.

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