Mierda. Carla Pravisani

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Mierda - Carla Pravisani Sulayom

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si croaran desde el cielo advirtiendo una lluvia. Eduardo se arranca los pelos de la barbilla, mientras revisa la encuesta que colocó a Herty en situación de desventaja. Llevan largo rato en silencio pensando en la campaña política que deben presentarle al MRS. A Victoria le duele la cabeza y tiene sueño, eso la pone de pésimo humor. Siente la tensión, las venas inflamadas del cuello y los músculos abarrotados de los hombros, lo que más quisiera es irse a dormir y olvidarse de las estadísticas.

      —Acá puede haber algo –dice él apuntando el gráfico–, algún dato que nos sirva.

      Eduardo busca señales ocultas en los números, los blandos, los indecisos, los volátiles… votos yendo de un lado al otro como una bandada de pájaros invisibles. Ella piensa exactamente lo contrario: los encuestadores tienen al mundo agarrado de los huevos. Si no hubiera circulado en la tarde la encuesta de Cid Gallup, no estarían a estas horas en esas, pero en el MRS todos entraron en pánico: el candidato, el comité de campaña, los que financian el partido, todos.

      —Son las dos de la mañana –se queja Victoria–. Estoy agotada, sigamos mañana…

      —No, mañana tenemos que presentar, amor. A huevo tenemos que sacarlo hoy. ¡Relajate un poco! Ya pronto se nos va a ocurrir algo –le dice Eduardo y carga los vasos de whisky. Luego enumera la lista de consagraciones que seguirá si logran colocar a Herty en la presidencia: el antes y el después de sus vidas como asesores en el mapa de la política internacional. Levanta el vaso y propone un brindis por LA HISTORIA en mayúsculas. En ese momento una mosca se le posa en medio de la nariz; él la espanta de un manotón que bota el trago.

      —¡Mierda! –dice con la clarividencia que da el alcohol.

      Y esa es la palabra eureka que les ilumina la noche como un rayo de tormenta.

      3

      Falta casi un año para el día de las elecciones, sin embargo el espíritu electoral ya inunda la ciudad. Los cables de luz parecen el tendedero donde cada partido cuelga su ropa. Managua entera ha sido tomada por el vandalismo político. Todos los postes son rojos, rosados o azules, al igual que los botes de basura, las paredes, los techos de las casas, las piedras. Kilómetros de tela roja caen de los semáforos con el número de casilla del partido liberal. Eduardo mira el paisaje como presenciando un desastre ecológico.

      —No tenemos casi nada de presencia territorial, ¿ves? El MRS debería invertir más en símbolos externos. Solo así puede competir con la inversión del Frente que tapizó el país con la cara de Daniel.

      Victoria mira despectiva una valla de el Frente que parece una tarjeta de amor de un preadolescente: ridículos corazones sobre un fondo rosado chillón con un mensaje de amante arrepentido: “En reconciliación somos paz”

      —Es un desastre –dice ella– se ve que no saben un carajo de publicidad.

      —¿Tenés hambre? –cambia de tema Eduardo.

      —Un poco.

      Eduardo desvía al On The Run carretera a Masaya. A cada rato se detienen a comprar cualquier tontería. Se ha constituido en una pequeña rutina que les permite gradualmente asentar la idea de que este será su hogar por algún tiempo.

      En el mostrador se exhiben pollos fritos casi paleontológicos. La vendedora los atiende con su habitual indiferencia. Victoria piensa en lo mucho que ya sabe sobre la intimidad de esta mujer a pesar de lo poco que la conoce: sabe que es salvadoreña y que tiene una hija de quince embarazada pero el padre de la criatura no piensa hacerse cargo. Toda la conversación la escuchó de casualidad cuando hablaba con la otra dependienta y le pedía consejo.

      —Vamos allá –le indica Eduardo y señala una mesa con vista a la gasolinera.

      Aún faltan unas horas para la reunión convocada en la casa de campaña. Eduardo saca de la mochila El síndrome Pedrarias. Esta vez sí le comparte lo que está leyendo: Pedrarias Dávila fue un tirano que llegó a Nicaragua como gobernador en 1527 ya anciano, pero eso no le quitó ni la energía, ni las ganas, para masacrar a miles de indígenas. Tanto que lo llamaron “Furor Domini”, la ira de Dios. Cada año organizaba su propio funeral en recuerdo del día en el que fue enterrado vivo por error, después de resucitar de un ataque de catalepsia en pleno velorio. El síndrome Pedrarias postula que en todo nicaragüense se esconde un nicaragua y un Pedrarias, es decir, un indígena y un tirano.

      —¿Sabés qué podríamos hacer? –dice y apoya el libro sobre la mesa–. Sería buena idea que, para el lanzamiento de la campaña, organizáramos un funeral simbólico con la idea de metaforizar el entierro del pasado.

      —Se te adelantaron con la idea –le responde Victoria y le señala la portada del periódico El Nuevo Diario que también es pedraresca: una masiva muerte por guarón alterado. La foto de la tragedia muestra una fila de ataúdes. Alguien para sacarle más rendimiento al litro de aguardiente le metió metanol. Esto provocó una intoxicación masiva que dejó a 52 bajo tierra y a otros 500 ciegos o con los riñones a la miseria. La mortandad ocurrida en León llevó a decretar tres días de duelo.

      —¡No lo puedo creer! –dice Eduardo–. ¡Qué matanza!

      Al final de la cuesta una antigua construcción colonial se ha convertido en la casa de campaña empapelada de banderines y afiches de la que entra y sale gente. Eduardo estaciona a la par de un gran muro de ladrillo pintado de naranja. A lo largo y ancho de la entrada una versión gigante de Lewites los recibe vestido como un vaquero texano. En el jardín, bajo los árboles de mango, los choferes se resguardan del sol. Adentro hace un calor demencial, la luz del fluorescente es capaz de arrancarle una confesión a cualquiera. A Eduardo el sudor le empieza a brotar como si en todo el cuerpo se le hubiera activado un sistema de riego: la camisa se le pegotea a los pelos del pecho y el agua le corre por la nariz hasta la barba. La gente, en cambio, parece acostumbrada al bochorno. Se cruza alegre y bien dispuesta. Aquello es una marea naranja: camisetas, gorras y pañuelos. Los ojos azules del afiche de Herty lo observan todo. En el baño, incluso detrás de la puerta, Herty Lewites sonríe levantando el pulgar.

      Cerca del lavatorio quedan varios rollos de posters por repartir. Cualquier sitio de esa antigua casa señorial se ha transformado en un depósito. A la par de un inodoro con ribetes dorados hay industriales bolsas con camisetas, cada una con su rótulo de destino: “Chinandega”, “Carazo”, “Chontales”, “Masatepe”. Bolsas con banderines y más bolsas con pulseras. En medio del salón y a la par de una chimenea hogareña, la secretaria ocupa un escritorio con dos torres de papel. Apenas los ve llegar se levanta ilusionada, los conduce hasta la sala de reuniones y golpea la puerta para informar que los asesores ya están aquí. Ella quiere saber cómo les fue con las ideas para la campaña, Eduardo le sonríe seductor y levanta una ceja. Una de sus mejores estrategias para calentar los ánimos es generar intriga. La antigua habitación todavía conserva el empapelado beige con elegantes lirios blancos donde un mapa de Nicaragua se somete a una intensa acupuntura según la ubicación de las bases del partido. El gerente de campaña les hace señas de que ingresen.

      —Pasen, estamos todavía con la delegación Masaya –informa.

      Eduardo cierra las persianas, abre la portátil, instala el proyector y apaga la luz. El tubo sigue vibrando. El gerente de campaña enciende y apaga el interruptor varias veces hasta que deja de sonar. El lugar queda en penumbras. Eduardo se mueve entre las sombras con la agilidad de un gato, siempre intuye cómo debe plantear una reunión para que los vientos sean favorables. Sin ir más lejos ya se colocó en la cabecera de la mesa, del lado opuesto al que seguramente ubicarán a Herty. Pega los cables, enfoca la pantalla, el nombre de la consultora aparece con extrema claridad: Rojas&Sanchez

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