Enlazados. Rosanna Samarra Martí

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Enlazados - Rosanna Samarra Martí

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sabía que para vender tenía que ofrecer los mejores servicios, y esto lo tenía. Lo mismo ocurría con el buen trato hacia los compradores y empleados; era encantadora con ellos, por eso su padre la quería en la empresa, porque sabía hacerla funcionar mejor que nadie.

      Se dirigió al paso de control, y mientras que la maleta y los objetos personales ya circulaban por la cinta transportadora, ella imaginó un seguido de escenas y pensó en cómo se organizaría para esta nueva etapa, ya que un mundo nuevo la estaba esperando. Sin darse cuenta, topó con el cartel que indicaba la puerta de su vuelo. Tuvo que caminar unos minutos por aquel enorme pasillo repleto de gente, tiendas y cafeterías ocupadas por los viajeros que aprovechaban el tiempo de espera para tomarse un café.

      «¡Por fin, mi puerta!», pensó alegremente. «¡Y cuánta gente, madre mía, a ver si por ser la última no me dejan pasar! Todavía falta una hora para la salida, tendré que esperar». Se agobió al ver tanta muchedumbre. Consiguió un asiento y se relajó.

      —¿De vacaciones? —preguntó la mujer que estaba sentada a su lado.

      —Bueno, no exactamente —dudó al contestar—; es decir… Voy a pasar unos días a casa de un familiar.

      Rectificó pensando que no tenía por qué darle ninguna explicación, no la conocía en absoluto.

      —¡Qué bien! Ya es algo, unos días ayudan a despejar la mente —dijo convencida.

      Ana le sonrió y disimuló buscando en el bolso cualquier cosa con tal de poder evitar conversar con aquella señora. No estaba de humor ni le apetecía que la cuestionasen sin apenas conocerla.

      «¡Bien, ha llegado el momento de embarcar!». Exclamó en su interior. Se puso en la cola y, como era de las últimas, tardó un poco más en subir en el avión. Buscó el número del asiento que le habían asignado al comprar el billete y al comprobar que era el mismo se alegró, hasta que la vio. Justo al lado le había tocado la misma mujer de antes. «¡No es posible! Otra vez no, ¡qué viaje me espera!», por no pensarlo en voz alta, tuvo que contenerse y disimuló pasándose la mano por el cabello, como si tratase de arreglárselo.

      No tuvo más remedio que sentarse, al fin y al cabo era el que le correspondía y gracias a él podía alejarse. Se conformó cuando examinó que a su lado estaba el pasillo; de alguna forma podría desconectar de la vecina; solo tendría que girar la cabeza y desviar la mirada hacia otro punto.

      —¡Menuda coincidencia, volvemos a sentarnos juntas! —le dijo con tono alegre—. Es un vuelo corto, no llega a las dos horas, pero intentaré no molestarla, a pesar de que siempre estoy sola y nunca tengo con quien hablar. Por eso cuando estoy en compañía parece que haya comido lengua. —Soltó una carcajada—. Es un decir…

      —Sí, lo he oído en alguna ocasión, no se preocupe, la entiendo perfectamente, aunque a mí me pasa exactamente lo contrario a usted; me gusta relajarme cuando viajo —acababa de mentir, porque ella nunca viajaba, pero era una excusa para que no la agobiase.

      —Por cierto, me llamo Celeste. Tranquila, sé que está bastante nerviosa, presiento que las cosas no marchan bien y tal vez desee tener un buen viaje. Hace bien en viajar. El cambio de aires sienta bien; ayuda a olvidar y a ver las cosas con más claridad, pese a que, a veces, es preferible no examinar tanto y descubrir por ti misma lo que más te conviene. Créeme, porque cuando te dejas llevar y luego quieres volver a tu cauce, jamás vuelve a ser lo mismo.

      Ana no daba crédito a lo que estaba escuchando. Parecía que esta mujer lo supiese todo sobre ella, y daba por sentado que todo cambiaría. No pudo disimular, desvió la mirada y se quedó pensando: «Igual es psicóloga, no estaría mal que desahogara mis sentimientos a cambio de un consejo, pero no. No me parece justo ni es el sitio correcto; tampoco he venido a esto».

      El avión ya había despegado y el ambiente estaba tranquilo, algunos pasajeros leían libros y otros estaban con la tablet. Al otro lado del pasillo había un grupo de amigos que comentaban el itinerario del viaje. Debían tener unos veinte años y con ganas de comerse el mundo, empezando por Milán. Entretanto, observaba de un lado a otro, el sueño se iba apoderando de ella y, sin darse cuenta, se quedó dormida. A ratos abría los ojos, y en una de las ocasiones percibió que el aire acondicionado estaba fuerte y le producía un poco de frío. Intentó buscar algo para cubrirse los brazos, pero solo pudo obtener la revista que sobresalía del bolsillo del respaldo del asiento delantero, de esas que todas las compañías aéreas disponen, para que los pasajeros puedan elegir los refrigerios; fue suficiente para suavizar la frescura.

      Celeste observó su gesto y, sin dudarlo, sacó un pañuelo grande de su bolso en tonos rosados y de una textura sedosa para prestárselo, pero tan profundo era el sueño que prefirió echárselo por encima para no desvelarla.

      Ya solo faltaba media hora para llegar al destino, y el descanso le sentó de maravilla, se encontró como nueva. Dedujo que el trapo era de la vecina y quiso agradecérselo, iniciando una conversación al mismo tiempo que se lo devolvía.

      —Muchísimas gracias por el gesto tan afectuoso que ha tenido conmigo. La verdad, tenía frío y no llevaba nada para taparme… —susurró sonriendo.

      —No hay de qué, hija. Lo necesitabas más que yo. En estos aviones el aire sale gélido para congelarte o abrasador para asfixiarte —hablaba y gesticulaba a la vez.

      —Es cierto, en todos los transportes sucede lo mismo. En invierno viajo mucho en tren y es horrible, entre el calor y la mezcla de olores acabo siempre mareada. —Esbozó un suspiro sin dejar de sonreír.

      —Bueno, al menos nos llevan de un sitio a otro. Yo voy a visitar a mi hijo, vive en Milán y hace años que no nos vemos, por lo que he decidido darle una sorpresa.

      —¿Tantos años…? ¿Y si ya no vive allí, qué hará? ¿Por qué no le avisó antes? —indagó extrañada—. Creo que no podría estar tanto tiempo sin ver a mi hijo, aunque no soy madre, pero es lo que afirman todas las que conozco.

      —Es una historia complicada, demasiada larga para explicar y comprender. Intentaré encontrarlo. ¿Y tú, sabe la familia lo de tu visita?

      —Sí, sí, les avisé un par de días antes. —Bajó la mirada lentamente.

      «Cómo podía estar una madre tantos años sin ver a su hijo, algo muy fuerte debió ocurrir… ¿pero, el qué?», se preguntó a sí misma. Intentaba sacar conclusiones, pero era inútil. Tenía curiosidad en saber lo que había pasado, si bien no pretendía ser una grosera insistiendo en el tema si ella no daba pie a lo referido.

      —Entonces, ¿estarás mucho tiempo en Milán? —preguntó Celeste esperando una afirmación.

      —Pues no lo sé… no lo he pensado. Depende de lo que vaya surgiendo. —Sin darse cuenta, respondió algo sin sentido. —¡Ostras, qué he dicho, seré tonta! —balbuceó en voz baja.

      El piloto anunció que en breve aterrizarían, así que no tardarían en desembarcar.

      Llegada a Milán

      3

      Todos los pasajeros apresuraron el paso siguiendo la señal de salida o de recogida de equipaje. Ana desconocía porqué tanta prisa y, sin darse cuenta repetía lo mismo, pero sin orientación. «No sé qué dirección debo tomar, en cuanto salga de estos pasadizos me pararé. Yo no tengo prisa, nadie me espera, así que me lo tomaré con calma», pensó al comprobar que estaba un poco perdida. Después de haber caminado un rato, se encontró entre el bullicio de

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