Enlazados. Rosanna Samarra Martí

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Enlazados - Rosanna Samarra Martí

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      —Tranquilo, no pasa nada. Español mejor. —Esbozó una sonrisa y se alivió al comprobar que el chico hablaba la misma lengua, porque no entendía el italiano—. Tomaré un capuchino y un brioche, gracias. —Sonrió—. Este sitio es muy bonito.

      —Gracias, señora. A mi madre le gustan mucho las plantas, ya ve, dice que así se siente más cerca del campo. Yo lo encuentro un poco cutre, pero… ¡qué le vamos a hacer! Ella es la que manda —explicó divertido.

      El desayuno estaba delicioso y pidió que le trajeran otro brioche. Entre bocado y sorbo de capuchino, desplegó el mapa para señalar lo que tenía previsto visitar durante el día, claro, lo haría sin prisas y disfrutando a cada paso lo que le ofreciera esta maravillosa ciudad. Con el estómago lleno y preparado para recorrer quilómetros, se acercó a la barra y pagó. El camarero le deseó un buen día con una enorme sonrisa y ella, feliz, se despidió.

      Anduvo por las calles de Brera fijándose en las indicaciones de muchas cosas por visitar, pero lo dejaría para otro día porque lo tenía cerca. Así que siguió andando hasta llegar a la calle Montenapoleone, el barrio de la moda, el corazón del Milán elegante, que también lo formaban la calle Manzoni, la calle Sant’Andrea y la Della Spiga. Las cuatro eran ocupadas por las tiendas de los diseñadores de moda más famosos del mundo: Dolce & Gabanna, Giorgio Armani… «Miedo me da asomarme al escaparate por si me cobran por mirar, vete a saber…; estos precios son incalculables para mí», sonó en su mente.

      Por esta zona también se indicaban palacios y museos para visitar. Desde la cafetería hasta las tiendas de moda había visto muchos letreros de monumentos, jardines, plazas, galerías, entre otros. Milán tenía mucho que ver, y ella todo el tiempo para visitarla sin pasar desapercibido ningún rincón de la maravillosa ciudad.

      Le llevó un buen rato pasear por esas calles y curioseando a las personas que entraban y salían de las tiendas de alta costura. Mujeres muy sofisticadas llevaban bolsas de dichas marcas, llegando a la conclusión de que eran las esposas de maridos adinerados, jefes de prestigiosas empresas, cuyas mujeres se permitían caprichos lujosos. Continuó la marcha a la vez que se giró para observar a una de esas señoras, con tanta mala suerte que, al darse la vuelta, chocó con una chica.

      —¡Joder! ¿No sabe mirar? ¡Me lo ha tirado todo! —exclamó en italiano, furiosa.

      —Lo siento, yo… estaba distraída —titubeó nerviosa. Era una chica muy guapa, parecía modelo: alta, cintura delgada; ojos grandes y labios carnosos; una gran melena morena… cumplía con el canon de belleza.

      —¿Española? Disculpe, siento haberle gritado, llevo trajes para un desfile y me he puesto nerviosa al verlos por el suelo —dijo más calmada, chapurreando el español para hacerse entender.

      —No pasa nada, creo que yo en tu lugar hubiera reaccionado igual. Perdona por el desastre. Te ayudo a recogerlo.

      —Muchas gracias, señora. Tenga, para que acepte mis disculpas —Ana lo cogió e intentó descifrar lo que había escrito—. Es una invitación para el desfile de mañana por la noche que se celebrará en la pinacoteca de Brera. Desfilaré por primera vez, para una marca de alta costura. Estoy muy contenta y nerviosa… ¡Venga a verlo! Si le apetece, claro. —No dejaba de mover las piernas, como si tuviese un tic nervioso y hablaba sin contener la respiración; todo seguido—. A propósito, me llamo Paola.

      —Encantada, mi nombre es Ana. Intentaré ir. Gracias por el detalle. —Se despidieron y continuaron con su ruta.

      Pensó en que si todas las personas reaccionarían de la misma manera: enfado primero y amabilidad después. Nunca se había encontrado antes con estos detalles, lo más apropiado era chillar y marcharse.

      Se plantó frente al majestuoso monumento del Duomo, la catedral más grande de Italia y una de las más grandes del mundo. Se sintió diminuta delante de aquel enorme edificio gótico. La impactó tanto que no dudó en comprar una entrada para visitarlo, ya que quería averiguar que maravillas guardaba su interior.

      Quedó perpleja tras la visita; estaba construida con mucho mármol, grandes arcos, altísimas columnas y decorada con bellísimas estatuas. Tras recorrerla durante más de una hora y media, necesitó tomarse un pequeño descanso.

      La plaza del Duomo era muy turística, igual que el barrio Brera, estaba rebosante de bares y restaurantes y, precisamente allí, tomó un ligero refrigerio en el primero que vio una mesa libre. Degustó un panzerotti: una empanada rellena de tomate y mozzarella; la más famosa de la ciudad, y la acompañó con una copa de vino tinto.

      Una vez repuesta, reanudó la visita. Tomó una de las calles que daban a la plaza hasta llegar a la galería Vittorio Emanuele; un centro muy elegante, cubierto de una bóveda acristalada reforzado con hierro. Las tiendas eran tan distinguidas como la misma fascinante construcción. Le había sentado tan bien pasear por este lugar que, sin darse cuenta, la tarde ya había caído. Estaba oscureciendo y decidió volver al hotel. Tanto paseo la había dejado agotada.

      Segundo día

      5

      Otro día despuntaba en el horizonte. Era pleno verano, sol radiante y el calor volvía a ser el protagonista. Tan solo eran las ocho de la mañana, pero ya estaba duchada y vestida. Se propuso salir pronto a desayunar para poder planificar la nueva jornada.

      Consideró que tocaba descubrir una nueva cafetería. La localizó por una de las calles de su barrio: pequeña y de ambiente familiar; le gustó. Le causó una agradable sensación con tan solo cruzar el umbral. Los clientes solían rondar entre los veinticinco y cuarenta años, ni más ni menos.

      Fue de las primeras en llegar y tuvo oportunidad de elegir mesa. Le echó ojo a la situada justo a la esquina, cerca de la ventana. Le gustaba estar cerca del cristal para observar al exterior.

      —Disculpa, eres Ana, ¿verdad? —preguntó la chica que acababa de entrar dirigiéndose hacia ella—. Soy Paola. Nos conocimos ayer con un tropiezo, ¿te acuerdas?

      Esbozó una sonrisa mientras se lo recordaba.

      —¡Sí! Vaya, qué torpe fui. —Ladeó la cabeza llevándose la mano en la frente—. ¿Qué tal estás, Paola? —Enseguida la reconoció.

      —Muy bien. Dentro de media hora tengo ensayo para el desfile de esta noche. Estás invitada, acuérdate, y ¡no faltes! Voy a desayunar, si no, me desmayaré. —Se dio la vuelta y fue a pedir un zumo y una tostada con jamón. Regresó para sentarse con ella, no le importó su compañía.

      En un momento, la camarera se acercó para tomar nota. Era una mujer de unos cincuenta y siete años, guapa, simpática y dinámica. Paola la conocía y no dudó en presentársela.

      —Soy Claudia. Bienvenida a Milán. ¿Qué te trae por aquí? —preguntó con acento italiano e intercalando alguna palabra en español. Con los años, había conocido turistas de diferentes nacionalidades y algo había aprendido, y más siendo la dueña de una cafetería—. Paola es como si fuese mi segunda hija, íntima amiga de Daniela, y desde jovencita que habita por aquí —Le entró nostalgia de ver cómo se hacían mayores—. Ahí llega.

      La llamó para que se acercara a ellas. No era tan bella como su madre, pero tenía unos ojos oscuros que contrastaba con su melena rubia y resultaba atractiva. Tenía mal aspecto o no estaba de humor.

      —Esta es Ana, ha venido de vacaciones y ayer coincidió con Paola —le explicó mientras

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