Enlazados. Rosanna Samarra Martí

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Enlazados - Rosanna Samarra Martí

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y salió con una sonrisa. En ningún momento pensó en la idea de alquilar un piso o apartamento, pero lo de una habitación, para empezar, podría ser mejor que un hotel.

      —New Generation Hostel Urban Brera, esto está cerca de aquí, y por lo que sitúa el mapa, tengo que dirigirme dirección norte. Pues allí voy —pronunció en voz alta.

      Anduvo un poco perdida, observándolo todo. Necesitaba un punto de referencia por si se pasaba de largo. Al momento vio una estación de metro, Turati, y a los dos minutos se plantó frente a un edificio. «¡Un convento! Yo no me meto ni loca, no vaya a ser que me conviertan en monja de clausura». El cerebro se alarmó a lo que habían advertido sus ojos. Tal vez, la idea de dar la vuelta al edificio la convenciera. Comprobó ella misma que solo un ala del convento estaba habilitada para habitaciones, lo que se suponía que daba lugar al hostel. Estuvo un rato fisgando por los alrededores y verificó el movimiento de entradas y salidas de muchos jóvenes.

      El suelo era blanco y negro, las paredes estaban decoradas con vinilos paisajistas; en la recepción había un amplio sofá en el que cabían más de quince personas. Se percibía un ambiente moderno y juvenil. La chica que la recibió rondaba los veintidós años, más o menos. Lo más probable debía ser que fuese estudiante y necesitaba costear los estudios. Sabía perfectamente cómo funcionaba todo, le resolvió las preguntas y dudas que tenía y le mostró el edificio. Quedaba una habitación libre de dos camas, situada en el primer piso. Le gustó, era amplia con una pared de ladrillos, el suelo gris y comunicaba con un cuarto de baño abierto: las baldosas eran blancas y negras, brillantes; todo estaba reluciente. La cocina era compartida por todos los huéspedes, ubicada al fondo de la entrada, pero no le importó porque podría comprar la comida y evitar tanto restaurante. Reduciría gasto y se plantearía buscar algún trabajo.

      Le arreglaron el precio para un mínimo de dos meses pero, aun así, tendría que encontrar con qué pagarlo, ya que no pensaba volver a su antigua vida, todavía se quedaría un tiempo, lo necesario.

      Estaba emocionada: acababa de descubrir un nuevo sitio para alojarse un par de meses y no estaba muy apartado del barrio Brera ni del centro. Con el metro eran dos paradas hasta la catedral, y caminando eran pocos minutos hasta la cafetería de Claudia.

      Nada más salir, a un chico se le habían caído los libros y los folios que contenía. Quedaron desperdigados por el suelo. No dudó ni un momento y se agachó para ayudarlo a reunir todas las hojas. El joven la miró y le dedicó una enorme sonrisa de agradecimiento.

      —No hay de qué. —Sonrió Ana, sin darse cuenta que no hablaba español.

      —¿Eres española? ¡Qué ilusión! Hacía tiempo que no escuchaba mi idioma materno —el chico rebozó alegría.

      —Pues sí, ¡menuda sorpresa! —También se alegró—. ¿Te hospedas aquí? —preguntó señalando el edificio—, acabo de registrarme y en unos días me instalaré.

      —Espero que podamos coincidir algún día y me cuentas las novedades de España. —Se dirigió hacia dentro rodeando los libros con sus brazos—. Ha sido un placer conocerte.

      Pronunció antes de cerrar la puerta.

      Cada día pasaba por delante de un teatro que tenía a la esquina del hotel, pero nunca encontraba el momento de entrar. Estaba situado en el bajo de un edificio y la puerta era en forma de arco, y las letras Piccolo Teatro ocupaban la parte superior siguiendo el aspecto curvado. Se dirigió decidida a la taquilla y compró una entrada. Sabía que todo no lo entendería, pero le hacía ilusión presenciar una función en otro idioma, aunque tampoco había visto ninguna en español.

      Este teatro era diferente al que guardaba en su imagen; no tenía butacas rojas, eran asientos largos y de color blanco. La circunferencia de la sala constaba de largas balconadas a distintos niveles y cada uno albergaba sillas para poder contemplar el escenario.

      El tique que acabó de adquirir era para los asientos blancos, pero no había enumeración y se sentó donde le gustó más.

      —¡Ana! —exclamó Claudia. Ella ocupaba la otra esquina, pero enseguida se aproximó al verla—. ¡Menuda sorpresa! No pensaba encontrarte aquí ni tenía idea de que te gustase el teatro.

      —Vaya, qué coincidencia. Yo tampoco creía encontrar a alguien conocido. Hoy me apetecía entrar. He tenido un buen día. —Sonrió después de haberlo confirmado—. ¿Vienes a menudo por aquí? —preguntó apartando el bolso para que se sentara junto a ella.

      —Suelo venir una vez a la semana. Me distraigo y cambio de ambiente —dijo agitando los hombros—; es un incentivo para mí. ¡Pero bueno, cuenta las buenas noticias! Aún quedan unos minutos para que dé comienzo.

      Empezó resumiéndole la mañana y Claudia se alegró mucho por ella, apenas sin saber el motivo que la trajo a Milán ni por qué estaba alargando la estancia, pero no quiso cotillear en su vida.

      Cambio de hotel: cuatro días después

      7

      Llegó el momento de dejar el hotel para instalarse al hostel que descubrió unos días antes. Le había cogido cariño a la habitación, pero tocaba abandonarla. En ella había llorado y reído e incluso había dedicado momentos en pensar en aquel profundo hombre de la cafetería que tanta sensación le produjo, y que no había vuelto a verlo.

      El traslado fue rápido porque el equipaje tan solo era una maleta. Sin embargo, le costó cerrarla y se acordó del par de camisetas, el pantalón y las deportivas que compró de rebajas en una tienda escondida en la plaza de la catedral, justo cuando vagabundeaba por esas calles desconocidas. Era ropa de verano, tampoco abultaba mucho, pero el calzado era más voluminoso e impedía cerrar con suavidad.

      Como de costumbre, desayunó en el bar de Claudia. Ella y el equipaje se dirigieron a la mesa de siempre, pero esta vez estaba ocupada.

      —¡Hola, Francesca! —Saludó sorprendida de que estuviera allí—. Y tú eres Berta, ¿verdad? —preguntó dudosa.

      —Buenos días, Ana. Hoy es mi día libre y he secuestrado a Berta para que me acompañe —dijo sonriendo y quitándose un mechón rizado que le cubría el ojo derecho—. ¿Te apuntas?

      —Pues… es tentador, pero antes debo ir a mi nuevo alojamiento, me mudo. —Señaló la maleta y se encogió de hombros.

      Se sentó con ellas y les explicó el motivo de la mudanza entre sorbo y sorbo del delicioso capuchino. Les pareció un buen cambio, pero no entendían el abandono de su hogar de origen. Evitaron entrar en detalles desviando la conversación en lo que tenían preparado para el día, claro que antes la acompañarían a dejar el equipaje y luego seguirían con lo suyo. Berta estaba un poco ausente, apenas hacía un año de su divorcio y con la carga de un niño y el trabajo solía agobiarse bastante. Era una de las mejores organizadoras de eventos de Milán, aunque le costó su matrimonio por invertir tantas horas en el trabajo. Pero hoy tocaba desconectar y pasárselo bien.

      —¿Sabes que es una magnífica pintora? Tiene cualidades incomparables —declaró Berta, orgullosa de su amiga—. Tienes que enseñarle tus cuadros, Francesca. —Le ordenó con tono suave.

      —De ahí tu vocación por el arte. Tendrás que mostrármelo —solicitó Ana con admiración.

      —No exageres, no es para tanto, solo soy una aficionada y lo disfruto en mi tiempo libre.

      —De eso

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