Enlazados. Rosanna Samarra Martí

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Enlazados - Rosanna Samarra Martí

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vivido. Se conmovió y sus ojos brillaron como si alguna lágrima fuera a derramarse, e intentó contenerse. Cogió asiento, apoyó la espalda en el respaldo y echó la cabeza hacia atrás unos segundos. Recuperó la compostura y se acordó de que necesitaba ir al baño. Olvidó cuándo fue por última vez, así que salió disparada con la maleta, esquivando todo lo que se interponía en su paso sin apartar la vista de la señal que le indicaba la dirección. «¡Oh, qué alivio! Un poco más y me lo hago encima», pensó cuando se estaba lavando las manos. Levantó la vista y su imagen se reflejó en el espejo. Le provocó una exclamación: «¡Dios mío, qué pinta tengo! ¡Qué ojeras! ¡Vaya pelos!». Menos mal que no había nadie junto a ella porque se aterrorizó. Enseguida se lavó la cara y extrajo de su bolso un pequeño neceser que contenía lo mínimo para un retoque: un corrector de ojeras que solía utilizar con frecuencia; un toque de rímel que avivó el color miel de los ojos y, para acabar, realzó los pómulos con una suave brocha impregnada de un tono rosado. Se peinó la melena castaña hacia un costado para recogérselo en una coleta usando una goma negra que solía llevar encima porque, con tantas horas de trabajo, acababa siempre recogiéndoselo. Pensó que un poco de brillo de labios le daría más frescura, y después de haber logrado arreglarse, se sintió de maravilla; tiró del equipaje y salió del aseo.

       En el momento que giró la esquina, disminuyó el paso. No era preciso correr, pensaba en la próxima opción para llegar al centro de la ciudad, e imaginaba cómo sería la capital. Estaba ansiosa por descubrirla y enseguida se acordó de los jóvenes del avión: se sentía como ellos, con ganas de saborear este viaje. Paró para leer la información que tenía al lado, donde detallaba todas las salidas hacia Milán. El aeropuerto de Malpensa estaba muy bien comunicado con la ciudad milanesa. La frecuencia de los trenes era cada veinte y cuarenta minutos, y el trayecto duraba sobre una hora. Por otro lado, también estaba la opción del autobús, pero optó por el tren. Compró el billete al chico de la taquilla y subió en el que estaba a punto de partir.

      Se estaba llenando, pero aún quedaban algunos asientos vacíos. Guardó la maleta en el portaequipajes y pudo acomodarse junto a la ventana. Curioseó a la gente que iba embarcando y a la que tenía al alrededor. No se había dado cuenta de que en el mismo vagón, en unos asientos más atrás, estaba Celeste, que enseguida la reconoció y alzó el brazo para saludarla. En cambio, Ana no se fijó.

      El tren se puso en marcha y poco a poco fue dejando la estación hasta alcanzar mayor velocidad. Apoyó la cabeza contra la ventanilla y contempló lo que iba alcanzando la vista tras el cristal.

       En el reloj marcaban las ocho de la tarde; entre unas y otras cosas había transcurrido seis horas de viaje, desde que llegó al aeropuerto de Barcelona hasta donde estaba. Claro, vagabundeó durante tanto tiempo pensando sin saber a dónde se dirigía que las saetas del reloj avanzaron sin avisar. No le preocupaba, era verano, un trece de agosto y un día interminable por las largas horas de claridad. El sol seguía deslumbrando, no obstante, faltaba poco para llegar a la estación central y tendría tiempo de sobra para encontrar cualquier sitio donde cenar.

      Alguien la interrumpió de sus pensamientos cuando le pidió sentarse a su lado.

      —Hola, Ana, como he visto que está libre este asiento y yo también estoy sola, he pensado que podríamos hacernos compañía —dijo con voz tímida—, incluso te he saludado.

      —Pues no la he visto, lo siento. Con tanta gente desconocida… Puede sentarse, ningún problema. ¿Se ha perdido en el aeropuerto? —le preguntó con ironía. Se alegró de que se sentara a su lado, pero no sabía por qué—. Es que ya no la he visto al desembarcar.

      —No, hija, no. Estuve esperando el tren en el andén equivocado, suerte de un chico muy guapo, un guardia que no paraba de andar arriba abajo, me vio tanto tiempo en el mismo sitio que decidió preguntar, y menos mal que me apresuré para subir en este tren porque estaba a punto de arrancar. Y ¡mira por dónde, te encontré a ti!

      —Sabe, Celeste, no he sido del todo sincera con usted. Mentí en lo de visitar a un familiar. No estoy aquí por esto. Tengo problemas conmigo misma y he decidido cambiar de aires unos días, sola.

       De una forma súbita se lo soltó. Percibió que esta mujer era una buena persona, aun sin saber nada sobre ella.

      —Lo sé. No hace falta que lo digas, desde el primer momento en que te vi, lo supe. Mira, dicen que la cara es el reflejo del alma, y por mucho que intentamos disimularlo, se percibe. —Se giró haca ella y cariñosamente le tomó las manos—. ¿Problemas con el amor, cielo? —preguntó con delicada voz.

      Ana sintió que sus ojos amenazaban con derramar una gran cantidad de lágrimas y, esta vez, no pudo contenerse. Se dejó llevar y desahogó sus sentimientos.

      —He sido yo, él no me ha dejado, aunque hace tiempo que la relación estaba rota. Nada me hace feliz —afirmó entre lloros y suspiros—. ¿Qué puedo hacer, Celeste? —preguntó desesperada—. ¡No sé por qué le cuento todo esto, lo siento!

      Se sintió mal, pero ella, en estos momentos, le transmitió confianza y tranquilidad.

      —Cariño, estas cosas, a veces, pasan. El estado de ánimo de las personas, los sentimientos de cada uno, los motivos… Todos tenemos etapas en la vida y, sin quererlo, pasamos por distintas fases, sea para bien o para mal. Algunas por suerte, otras por el tema económico, la falta de trabajo, por amor, procreación, pérdidas familiares, y un sinfín. Ahora te ha tocada a ti: necesitas una renovación. —Fijó la mirada en ella a la vez que le sostenía las manos.

      —¿Cómo sabe todas estas cosas? Parecen ciertas. —Sonrió.

      —Verás, he vivido muchas experiencias, algunas buenas y otras no tanto, por eso me gusta ayudar a las personas que lo necesitan y tienen buen corazón, como tú, Ana. No permitas que nadie te haga daño. Presiento que tendrás suerte, algo bueno te sucederá y no querrás marcharte de Italia. Solo debes hacerle caso a tu corazón, él sabrá lo que debes hacer, así que escúchalo. —La seguía mirando, le soltó las manos y, suavemente, le acarició la cabeza mientras, con la otra mano, le señalaba el corazón—. Y ahora, creo que ha finalizado nuestro trayecto.

      —¡Buff, qué corto se ha hecho el viaje, y yo dándole la lata! Pero agradezco sus palabras, han sido reconfortantes. —Se emocionó y le dio un abrazo—. Es un tesoro, supongo que ya lo sabrá —afirmó convencida con media sonrisa—. Vamos a cenar alguna cosa que me muero de hambre; yo la invito.

      Estaba contenta y se dieron prisa en bajar del tren.

      No cesaron de sonreír mientras cruzaron el andén arrastrando las maletas. No se percataban de lo maravillosa que era la estación central, era todo un monumento.

      —¡Madre mía! Hay mucha similitud con el lugar de donde provengo: Barcelona, eso me recuerda a la estación de Francia —aclaró sin apartar la vista de su alrededor mientras iban dejando atrás las vías de tren—. ¿Has visto Celeste qué techos? Son impresionantes.

      —Yo también conozco Barcelona y todas las estaciones. —La miró sonriendo—. Estoy de acuerdo contigo, tiene un gran parecido.

      Caminaron a la vez que intentaban acapararlo todo con la vista. Los ojos iban al vuelo, contemplaban los llamativos techos abovedados y a la vez sus enormes cúpulas de acero y cristal que daban cobijo a las veinticuatro plataformas en las que tenía lugar un continuo ir y venir de trenes que llevan hasta algunas de las principales capitales europeas, además de otras ciudades de Italia.

      No eran las únicas ensimismadas. Por todas partes había grupos de turistas visitándola y alucinando a cada paso que daban. Ana se quedó parada enfrente de los

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