Enlazados. Rosanna Samarra Martí

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Enlazados - Rosanna Samarra Martí

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nuevas que pasaban por ahí cada día. En cambio, no era la misma sensación con Daniela; su personalidad era versátil y no sabía nunca cuándo estaba de buen humor. No obstante, siempre estaba distante con ella, desde el primer día que las presentaron, y eso la incomodaba.

      —¡Buenos días, Ana! ¿Qué planes tienes para hoy? —formuló Claudia mientras calentaba la leche a todo vapor—. Tendrás que buscar dónde protegerte. El cielo amenaza lluvia, aunque el calor persiste.

      —Pues, la verdad, no había caído, pero ahora que lo comentas, no he tenido ocasión de visitar la pinacoteca de día. Solo la vi la noche del desfile y deseo descubrir las obras de arte que esconde. Pero, antes, un café bien cargado. Lo necesito.

      La mirada se clavó en la cafetera. La noche la mantuvo en vela, y una buena dosis de cafeína le sentaría de perlas.

      Apenas tomó el primer sorbo de café cuando por la puerta entró Daniela y Paola. Vestían de sport, las dos preparadas para salir a correr. El chándal de Paola encajaba perfectamente en su cuerpo, sabía cómo potenciar su lado más sensual y destacar las partes más atractivas, sobre todo con la melena suelta a los cuatro vientos. En cambio, Daniela no era tan resultona, pero no le importaba porque su sueño no era un bonito cuerpo, sino poder trabajar con los mejores modistas y convertirse en diseñadora de alta costura. Es lo que le había contado Claudia, la madre que se desvivía por su hija y quería lo mejor para ella. Se saludaron sin detenerse.

      Esperó su turno para pagar el desayuno y marcharse. Mientras estaba rebuscando en el interior del bolso y divagando por sus pensamientos, tropezó, pero se mantuvo en pie. Elevó la vista despacio, con la duda de si había metido una puntada de pie a alguien. La respiración se le cortó por unos segundos al encontrarse navegando en un profundo e inmenso océano azul.

      —¿Está bien? —preguntó el hombre de los ojos azules. Tenía acento italiano y la mirada seguía conectada a la de ella.

      —Lo siento. No pretendía… —Se ruborizó y notó cómo un escalofrío recorrió su espalda.

      —No se preocupe, estoy bien, o al menos eso es lo que creo… —Se reflejó una sonrisa cautivadora en su rostro sin apartar la vista—. Que tenga un buen día —anunció, echándose atrás para ofrecerle paso.

      —Maurizio, cariño, ¿cómo estás? Hacía días que no te pasabas por aquí —le preguntó Claudia que se alegró al verle—. Qué cara tienes, ¡parece que hayas visto a un fantasma! —exclamó sin enterarse de la escena.

      Tan cariñoso como siempre, Maurizio le dio un fuerte abrazo a su suegra, unos cuantos piropos y una carantoña afectuosa.

      —Acabo de llegar de un viaje de trabajo y antes de ir a Bellagio me he pasado a saludaros. No he tenido tiempo de avisar a Daniela, ha sido muy precipitado —explicó con gestos expresivos—, necesito desconectar unos días, estoy abrumado con tanto proyecto.

      Se tomó un café sin saborearlo. El cerebro lo tenía congestionado, y lo que acababa de pasar con la desconocida lo había turbado. Pensó en la relación que tenía con su novia; no marchaba del todo bien. Se había deteriorado un poco desde que ascendió en el trabajo. De un simple arquitecto pasó a ser jefe del departamento de arquitectura, encargado de gestionar los proyectos que la empresa tenía en diferentes países europeos. Esto suponía viajar mucho, lo cual no satisfacía a su pareja. Ella era caprichosa, le gustaba planear escapadas, salir a cenar por ahí… Pero muchos de los planes los tenía que anular debido a sus constantes ausencias. Al final, acababan discutiendo, enfadados, y la desconfianza crecía. Su temperamento lo desquiciaba.

      —¡Amore, qué ilusión! No te esperaba, ni me has avisado de que venías…

      Daniela se echó a su cuello cuando lo vio sentado en la cafetería. Se emocionó porque no pensaba que regresaría tan pronto.

      Ana se precipitó en salir por la puerta y poder soltar todo el aire que la comprimía. En tan solo unos segundos avivó un sentimiento que creía inexistente. Aquella mirada la dejó perpleja. Intentó olvidarlo, solo fue un tropiezo con alguien cualquiera. Siguió caminando hasta llegar a la galería.

      La noche del desfile no reparó en el jardín de la entrada y en su construcción. De día, pudo apreciar que el edificio se trataba de un antiguo monasterio, posteriormente convertido en un palacio; una preciosa obra neoclásica. En la entrada estaba la estatua de Napoleón, y todo el perímetro del patio se encontraba rodeado de dos niveles de arcos superpuestos que descansaban sobre dos columnas. Le dio la impresión de una arquitectura abierta y luminosa que la incitaba a adentrarse para ver las joyas de los pintores italianos más famosos. Al pisar la planta baja, observó a un grupo juvenil que albergaba en una pequeña sala y pudo examinar que correspondía a una clase de estudiantes de arte.

      —¡Qué alegría verte por aquí! —exclamó al verla—. Desde la noche de la gala que ya no nos hemos vuelto a ver —le sonrió Francesca rodeándola por los hombros—, y creo que ahora toca visita turística, ¿cierto?

      —¡Sí, así es! Me apetece descubrir lo que esconde este museo, ¿podrás guiarme? —le preguntó esperando que dijera un sí—. Me iría bien, no entiendo mucho sobre arte, bueno, si te soy sincera, no entiendo nada.

      Soltó una risa cuando afirmó que los cuadros no eran lo suyo.

      —Esto es la universidad del arte.

      Señaló Francesca las distintas aulas que tenían a su alcance y le explicó el estado de conservación de la arquitectura, pintura, escultura… que pudo verificarlo en la guía que le mostraba.

       Ascendieron por las escaleras ubicadas en el exterior. Recorrieron las diferentes salas con breves explicaciones sobre cada cuadro. Ana estaba maravillada con todo lo que le describía, se notaba que lo que sentía era pura devoción, y ahora ella había aprendido muchas cosas sobre pintura gracias al entusiasmo de la guía.

      La visita concluyó justo cuando Francesca disponía de un tiempo libre. Le sugirió que fuera con ella a tomar un café y así seguirían hablando.

      —Vaya, ¡está lloviendo! Era de esperar; las noticias lo advirtieron —dijo cogiendo un paraguas para protegerse del agua—. ¡Vamos, arrímate, cabemos las dos!

      Ana se agarró a su brazo y a zancadas esquivaron los charcos que se iban encontrando a su paso. Las cabezas estaban a salvo, pero los pies parecían haberse sumergido en un baño; estaban chorreando. Se miraron y comenzaron a reír sin frenada. Estaban frente al bar, pero temían entrar con las pintas que llevaban.

      —No esperemos más y entremos —ordenó Ana—, o ¿vas a quedarte aquí? —Le miró los pies y siguió riendo.

      Finalmente optaron por entrar y nadie les prestó atención. Pidieron dos cafés y fueron directas al baño. Necesitaban secarse un poco, quitarse la humedad. Tras una agradable conversación de cómo era el día a día en la ciudad milanesa, intercambiaron los números de teléfono para seguir en contacto y quedar en alguna otra ocasión.

      La compañía fue amena, sin embargo, Francesca tenía que regresar al trabajo y la turista reanudó su camino. La lluvia había cesado y el cielo parecía esclarecerse; esto le permitiría hacer planes nuevos. Dobló la esquina y halló una inmobiliaria. El escaparate contenía anuncios de lujosos apartamentos en venta. «¡Qué precios! ¿No habrá nada más asequible para la gente normal?», pensó sin apartar la vista de los números interminables. Se le ocurrió la idea de entrar y preguntar por alquileres. Tuvo que esperar, pero no pretendía sentarse en uno de aquellos

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