Tiembla, memoria. Catalina Murillo

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Tiembla, memoria - Catalina Murillo Sulayom

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tranquila –le digo–. Si te pregunta, dile: es la película que cualquier mujer sueña que le dedique un hombre.

      Mi amiga me mira como debió de mirar Julio a Bruto, en aquella célebre ocasión. Patiño es incorruptible. Ese rasgo suyo es el que más me irrita y por el que más la admiro.

      —¿Tú querías que te explicara cómo se hace contactos? Lección número uno, de los labios de Voltaire: “La palabra le ha sido dada al hombre para ocultar su pensamiento”.

      —Rayos.

      La tomo del brazo, y mientras la alecciono, nos voy encaminando hacia la fiesta:

      —Bueno, existe otra posibilidad: enséñale a Piroulette todas tus heridas. Humíllate más de lo que él pensó que podría humillarte.

      Y sin que yo pueda hacer nada, veo cómo Cata Botellas desnuda ante los ojos censuradores de Patiño uno de sus más resguardados secretos:

      —Mi táctica es no tener orgullo. Esa es la estrategia de mi dignidad.

      Camino del bar, constatando que el mundo no es como en la película, vamos recuperando la fe. Hombres A y B se nos acercan, nos saludan y echan a andar con nosotras o más exactamente, tras nosotras. A y B son parte de la gran familia del cine español, familia que está pariendo hijos idiotas por culpa de la endogamia. B hizo algunas aportaciones al guion de Piroulette, de las que ahora reniega. A o B le pregunta a ese par de chicas qué les ha parecido la película.

      —¿Qué clase de pregunta es esa? –responde jesuítica Patiño.

      En cambio, Cata, cuyo vicio mayor es hablar y hablar a ver si así capta ella misma lo que quiere decir, comparte con ellos su misteriosa epifanía. Les cuenta cómo, mirando la película, terminó mirando el rodaje, y cómo esta visión arrojó una luz despiadada sobre la banalidad de los Piroulettes del mundo, pues no vayan ustedes a creer que solo hay uno.

      Pero hombres A y B, aunque hicieran la pregunta, tienen nulo interés en la respuesta. Nos siguen, aquí van, detrás de nosotras, como escoltándonos, pero nos miran apenas y cuando hablan de “cosas serias” se miran entre ellos.

      —Nos temen y nos desean, y por esa mezcla maligna, nos desprecian. ¿Qué les ha debido pasar? ¿Por qué son así, amiga?

      —¡Por qué por qué por qué! –se parodia Patiño a sí misma y elude responderme.

      A y B andan por los cuarenta. Son la camada de futuros cineastas. Son o se les presume cultos y sensibles. En sus manos jóvenes pero ya maduras está el futuro del cine español, y así nos va. Tengo ganas de abofetear a hombres A y B para hacerlos reaccionar. Tengo ganas de zarandearlos y decirles: “¡Sean valientes! Nosotras nos estamos atreviendo a ser mujeres. ¡Atrévanse ahora ustedes a ser hombres!”

      Pero no puedo. No estoy tan libre de pecado como para molerlos a pedradas, que es lo que desearía. Entonces me propongo ponerles la cosa que tienen entre las piernas, dura. Es extraño, pero me lo propongo en un gesto de venganza.

      Aprovechando que a A y a B no les interesa lo que sale de nuestra boca, comparto con Patiño mis reflexiones sin bajar siquiera la voz:

      —Eso sería darles lo que se merecen. Ponérsela dura y dejarlos así, obviamente. Tomad y bebed: sean esclavos ustedes mismos de aquello a lo que no nos pudieron esclavizar. A ver qué hacen con sus espadas ardientes, por hablar como la monjita. Tendrán que esforzarse para que nosotras, la camada de mujeres que suplantará a sus madres, los recibamos ahí mismo por donde salieron.

      —¿Por qué mejor no se las cortas?

      —Qué dices, cortarle el pene a un hombre es algo que una mujer hace solo por amor. ¿Sabes qué creo, Patiño?, y lo creo con amargura: que dentro de doscientos años habrá muchas mujeres agresoras; mujeres que asaltarán a los hombres en los portales, cuando regresen solos y cansados a casa; mujeres con puñales, con pistolas, con gas pimienta y mostaza, que atemorizarán a los hombres que caminen solos por la madrugada, que los ahorcarán con sus corbatas, que los degollarán en playas solitarias o al final de una agradable cena, cuando regresaban juntos al hotel. Aparecerán hombres desnudos y mutilados en las cunetas, hombres quemados vivos, ultrajados, descuartizados; lo mismo que ahora, pero a la inversa.

      —¿Qué dice esta? –pregunta A o B.

      —No lo sé. Dile que no tengo ni idea de lo que digo, Patiño, pero que ese es el método de mi discurso. Disparo al aire, que en algún ojo pondré una bala. Soy contradictoria, pero es que en la contradicción está la vida; en la síntesis, empieza la putrefacción. Sé que soy insoportable a veces.

      —Eres insoportable a secas –corrige Patiño­. Tenemos que regar esto –dice indicando con gesto grandilocuente la puerta, pues a todo esto los cuatro están ya frente a Las mariconerías de Goya, la discoteca en que se celebrarán las luces y sombras de Piroulette.

      —Diles que es una advertencia, que he oído decir que las mujeres (ese gremio en el que me niego a militar) están hartas de pagar tan caro ser su confuso objeto de deseo.

      —¿Para qué, Cata? ¿Qué esperas de ellos?

      —Patiño, diles a estos dos que Catalina M. Botellas anda siempre buscando amor. Díselo.

      (Susurros.)

      —Pero Cata, ¿no ves que son dos floridos olmos?

      —Díselo de todas formas.

      —Catalina, basta. Ellos no entenderían esa frase ni, aunque la dijera un personaje de novela.

      —Pero no puede ser… ¡Ellos son artistas!

      —Esos son los peores.

      —No me resigno.

      —Parece mentira, tú. Las camareras son las únicas que siguen creyéndoles el cuento.

      —¡Las camareras…!

      —He ahí una clave en tu laberinto. Cuando las camareras tomen las cámaras, redimirán al cine español.

      —Pero… ¿entonces? (Un hilo de voz.) ¿Qué queda para nosotras?

      —Llanto y crujir de dientes.

      Dicho esto, Patiño se reajusta el nudo de su corbata, se quita el sombrero y empuja la pesada puerta. El estruendo de dentro sale como agua a la calle.

      —Adelante, perrillos– les dice Patiño a A y B, dedicándoles una reverencia de mosquetero.

      Ustedes como hombres estarán pensando que qué buena bofetada se merece Patiño. Pero A y B la miran embobados. Y es que, como quizás ya ha adivinado el azuzado lector, Patiño es soberbiamente bella. Es alta, con una piel diáfana y tersa recubriendo su cuerpo de ánfora sutil y cualquiera, a pesar de sus ropajes, adivina sus dos pródigas glándulas mamarias. Encima, cuanto más se empeña en vestirse de hombre o de chicuelo, más resaltan sus rasgos de niña puta, esa su boquita sempiternamente roja y entreabierta, como si algo acabara de entrar y salir de ella.

      Un portero negro recibe nuestras cuatro invitaciones y se apresura a terminar de abrir la puerta del recinto. Se han puesto de moda los porteros negros, será que infunden más respeto. Pasan A y B, pasa Patiño y pasa Cata quien, antes de entrar, y

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