Tiembla, memoria. Catalina Murillo

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Tiembla, memoria - Catalina Murillo Sulayom

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–Cata emocionada.

      —¡Samuel, Samuel! –al unísono, es ya un grito de guerra.

      —Joder –rezonga Piroulette y se dispone a volver a la fiesta. Pero el par de muñecones de seguridad le cierran las puertas del reino en las narices. Piroulette intenta explicarles quién es él. El director de la película, resume. Pero, ¡oh, sancta simplicitas!, los dos monigotes echan a reír, creyendo, con razón, que Piroulette les toma por tontos.

      Piroulette, altivo, viene a pedirnos que atestigüemos a su favor. ¡Samuel!, le grito en la cara. Piroulette me mira con más desprecio del que yo jamás sentí por él, y se larga.

      Patiño y Botellas también echan a andar, en dirección contraria. Cuando pasan frente a un cajero automático Botellas ve el cielo abierto, saca un fajo de billetes, detiene un taxi, empuja dentro a su amiga y exclama como siempre soñó:

      —Taxi, ¡a Segovia!

      Y el taxista obedece sin decir ni mu, que es una de las cosas que más me gusta de Europa, que los taxistas están a favor de la trama. Patiño no quiere ir a Segovia, pero no puede hablar, se lo impide un ataque de hipo. De todas formas, puesto que este taxista está dispuesto a tomarme en serio, a los trescientos metros soy yo quien le pide que nos deje en esa esquina, le pago lo que le debo más una propina daliniana y nos bajamos por propia voluntad. Como dos damas.

      Dos damas otra vez por las callejuelas de la madrugada. Tengo ganas de que pase algo. Algo. No sé qué tiene esta endemoniada ciudad. Qué acelerón llevo en el pecho. Ay, dios, tú que vives y reinas por los siglos de los siglos, dinos cómo. Dinos si algún día. Pero si no ahora, cuándo.

      —Voglio un homme! Voglio un homme! Ayúdame, Patiño, hazme un estribo con las manos, voy a subir a esa farola a gritar en italiano.

      Patiño me hace caso y mientras me encaramo en ella, me pregunta:

      —Oye, Cata, ¿por qué siempre escribes dios con minúscula?

      —Porque en el caso probable de que no exista, sería idólatra que yo…

      No hay tiempo para explicaciones. Un auto se ha detenido frente a nosotras. Dentro van cinco machos en ciernes, cinco veinteañeros no de familia buena sino de buena familia (¡los factores, los factores!), con sus cutis sanos, sus cabellos brillantes, sus dientes ordenados y completos; chicos que nunca han conocido el hambre, ni la guerra, ni el exilio; chicos que no tienen huellas de sufrimiento; no tienen huellas en general, es lo primero que resalta en ellos, lo que reflejan sus ojos jóvenes: su envoltorio aún ajeno a la garra de la muerte. Van escuchando la música que escuchan sus homólogos del mundo entero. Se contorsionan un poco, fuman, el motor ronronea ante el aquí llamado paso de cebra. Uno de ellos, el copiloto, saca su carita de medio hombre medio niño por la ventana y nos suelta: “¿Qué pasa, chochos?”

      Cata quiere zarandearlos e inquirirles: ¿Por qué no nos dicen “hola, guapas, queréis venir con nosotros a ver el amanecer en Cádiz”? Habríamos ido, ¿que no? Nos habríamos sentado en sus regazos, les habríamos contado chistes todo el trayecto y les habríamos enseñado cositas. Yo me habría entregado con gusto a ustedes cinco. Los habría invitado a un hotel con jacuzzi, sin pedirles nada a cambio, salvo un poco de ternura y sus diez tetillas sin mácula.

      Patiño, enfadada como rara vez la he visto, le dice al chico que qué maneras son esas y le da una patada a la puerta del copiloto, que devuelve un sonido de lata hueca.

      Se abren de inmediato todas las puertas del auto. Los cinco salen y dan portazos como en las películas de hombres. Me emociona ese sonido, me predispone: machos, machos, machos. Chas, chas, chas, chas. Cuatro portazos. Cinco hombrecitos. Que nos rodean. El que venía conduciendo se acerca demasiado a Patiño cuando dice: “Volved a tocar el coche y os parto la cara”.

      Al fin. Un clímax para una noche que empieza a hacerse larga. Recuerdo la exaltación que sentí cuando levanté mi bota y le di una soberana patada al auto, y como quien espera un chorro de agua caliente en la cara, cerré los ojos.

      Pero el golpe tampoco llegó. Los machos en ciernes nos insultaron a gritos, pero no nos pusieron ni un dedo encima. Volvieron a sus puestos en el auto, chas, chas, chas, chas y se largaron. Eran buenos chicos, como creo haber dicho. Buenos y jóvenes.

      Todavía les faltaban veinte años

       para aprender

       cómo se hiere de verdad

       a una mujer.

      Santificarás el sábado. A la una de la tarde despierta Cata Botellas y cuando sale de su habitación se encuentra a Patiño espatarrada en la alfombra entre filósofos alemanes. Durante las horas que otros desperdician durmiendo, ha estado leyendo un capítulo de uno y de otro. Los analiza, los compara, sin interesarse demasiado en lo que dicen. Su intriga es otra.

      —¿Cómo hacen los hombres para creer tanto en sí mismos? –suspira y cierra los libros como quien pliega un acordeón–. ¿Cómo le dan tanta importancia a lo que se les pasa por la cabeza?

      —La suficiente para sentarse a escribirlo –repongo a la defensiva.

      —Supongo que esa es la forma en que se puede escribir un libro de pe a pa. Será un asunto de vanidad. Y será que carezco de ella.

      —O que la padeces en la peor de sus vertientes.

      —Pode ser –dice en gallego, y sacudiéndose la modorra se pone de pie de un salto y se apresta a hacer café y balance de su primera noche de contactos.

      Dice que ella no sirve para eso de contactar y punto, que el hecho de que se dé por vencida es señal de crecimiento espiritual, que sepa que…

      —La única forma conocida de sabiduría entre la juventud occidental es la resignación.

      Yo objeto:

      —Tu nombre permanece en la memoria de Piroulette, es evidente. Eres su musa o una de sus musas y lo seguirás siendo, sin duda. Tu rechazo no hará más que acrecentar la devoción que te profesa. Su peliculucha de ayer revela qué espera él de una mujer y… Boh –me interrumpo–. Mejor cuéntame qué fue exactamente lo que pasó anoche en el pub. Por qué te sacaron en andas…

      El caso es que mientras Cata Botellas conquistaba al hombre de su vida y de su novia, Piroulette le preguntaba a Patiño qué opinión le merecía lo que había visto. Patiño fue moderada y le dijo: “Es una película prescindible”. Piroulette, que ha estudiado, se enfrascó en la discusión acerca del criterio de prescindencia en el arte; Patiño, que había bebido, topó con el límite de las palabras y le lanzó a Piroulette su argumento a la cabeza, en forma de vaso. Dos monos de seguridad se lanzaron sobre ella, con poca disposición de dialogar, como Patiño aún propuso. Samuel (esa estructura de carne rociada de irisaciones doradas) se lanzó en su defensa y fue expulsado antes que ella. Ya en la calle, Samuel (esa estructura de carne…) le dijo a Patiño: “Despídeme de tu amiga”.

      —¿Eso te dijo?, ¿estás segura, qué palabras usó, no dijo nada más?

      —No.

      Nunca te tuve y nunca te tendré. Solo media hora, no más, con la ayuda misericordiosa del alcohol…

      —Patiño, ¡qué gran lección has dado anoche! Has seguido a rajatabla todas las pautas para hacer contactos. Primera y principal:

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