Tiembla, memoria. Catalina Murillo

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Tiembla, memoria - Catalina Murillo Sulayom

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      Tan enorme que entre en ella

      Y le llegue al corazón.

      Tenerse whisky en una y cigarrillo en otra; caras vemos, novelas suponemos; sopesar y ser sopesado, mirar para medirte, resignarse o persignarse… Insufribles fiestas para hacer contactos si Patiño no estuviera aquí. La veo riendo allá al fondo con un grupo de técnicos de anchurosas espaldas y largas melenas. Qué ricos están. Hombres, hombres, hombres, lo repito y se me anega la boca de saliva. Si yo sintiera por un hombre lo que siento por Patiño, a eso le podría llamar amor verdadero. Pero.

      Estoy pensando atravesar la multitud para ir a decírselo: “Patiño, si sintiera por un hombre lo que siento por ti…”, cuando la veo acercarse, jalando, qué causalidad, a un hombre.

      —Catica, este es Samuel. Siempre he pensado que sería ideal para ti.

      Mi tipo sí es, desde luego. Pelo largo atado en una coleta, ojos verdes, barba de tres días, complexión fuerte, arete en una oreja y nariz grande y por mi regla de tres, prometedora. Miro a Samuel a los ojos y siento un chorro caliente en el corazón, algo parecido al nacimiento del amor. Me encomiendo a mi escote y me lanzo al abordaje. Estoy viva del miedo. Le paso una mano por su resplandeciente melena entre rubia y castaña mientras miro a Patiño, con agradecimiento. Ella se marcha y me deja ahí, en medio campo de batalla, frente al hombre de mi vida.

      Pienso un par de gracias y las digo. Samuel sonríe y se queda a mi lado. Victoria, victoria. Todos los hombres deberían tener un nombre que empezara con ese de sensual. Samuel, tienes nombre de cascada de miel, supongamos que le digo. Aunque antes de que se espante, añadiría: “Y deseo sin más postrarme en oración y hacerle las reverencias a tu dulce cascada. Beberme entera la leche de tu vida”. Pero mientras todo esto sucede allá en la república independiente de la imaginación, Samuel la invita a un whisky y el corazón de Cata se ensancha de pavor. Cuando un hombre te invita a una copa, ya ha cometido su bendito primer traspié.

      En la barra, brebaje en mano, se anima Cata y propone brindar por esta, dice, pasándole a Samuel un dedo lánguido a lo largo de la nariz. Brindan. Beben. Cata nota una sombra triste que se le aparca a Samuel en la cara. Y se emociona. Ese juego erótico es el que mejor se le da: sacarle la risa a un macho en la oscuridad de diseño de un antro nocturno. Adora el proceso que convierte a un hombre melancólico en una bestia rugiente entre sus piernas.

      —¿Qué pasa, tienes una pena de amor? ­–le pregunta Cata, echando leña al juego.

      Samuel niega tímidamente con su coleta rubia, los ojos a media asta, en duelo. Cata se inquieta, con qué le irá a salir este, ojalá no sea –se da un buen trago de whisky– con historias de arte o política. Que no le salga con que él es un alma oscura. O un lobo solitario. Ojalá le diga que está triste porque hoy ha muerto su gato. Pero Samuel dice: “Tengo novia”.

      Tiene novia, camaradas. ¿Ahora qué? ¿Qué, con nuestras hormonas, siempre esclavas de nuestras neuronas? (Esto es lo que peor llevo de ser mujer.) Samuel, sofocado, se abre –Cristo redentor– otro botón de su camisa y súbitamente salta, como si hubiera estado ahí preso, un ejército de pelitos dorados. Cata quisiera recogerlos uno a uno con su lengua. Por eso, aunque se desprecie por ello, entra en el juego pedestre de las amantes mártires y va y le pregunta: “¿Estás muy enamorado?”, dándole pie a que suelte la cantaleta de que no, amor nunca hubo, amor es lo que siento por ti, pero soy un caballero y no sé cómo dejar a mi novia sin herirla… Mentira que una vez aceptada, ya para qué. Pero Cata le preguntó ¿estás muy enamorado? y fue cuando Samuel se puso de verdad trágico, cuando bajó la cabeza para decir: Sí.

      Que dios te bendiga, hija mía, este hombre celestial. Te lo devuelvo impoluto. Cómo, cuándo, lo enamoraste. Dime cómo se hace, novia de Samuel, que estás ahora mismo durmiendo en tu cama de algodón mientras yo intento con refinada mayéutica llevarme a tu novio al cafetal, o al huerto, o donde se lleve uno a los hombres en estas latitudes.

      Me termino en dos sorbos mi copa, tomo a Samuel por la barbilla y con la mirada mendigo un beso. Un beso de despedida. Es una urgencia poética. Y a punto está de darme mi limosna, cuando se escucha quebrarse una copa y estallar un alboroto.

      Lo siguiente sucedió muy de prisa, como dicen los escritores de best-sellers. Cata ve un disturbio al otro lado de la discoteca y distingue cómo dos gorilas de seguridad se acercan a Patiño, discuten con ella y terminan levantándola por los aires tomándola por los sobaquillos. Preparándose para la lucha, Cata se gira a pedirle otro whisky al camarero. La cosa tarda porque hay mucha gente y cuando se vuelve (aún sin su whisky, este dato será de extrema importancia dentro de poco) ¿Samuel?, ha desaparecido de su lado. Cata se gira y le dice al camarero que se dé prisa. Ha crecido la alharaca en torno a la copa rota y ahora, entre el teatrillo, Cata ve cómo otros dos matones de seguridad a quien se llevan es a su rubio. Por dios, camarero, que tengo que ir a rescatar a los míos.

      Al fin me dan mi whisky y corro hacia mi amiga, que parece no darse cuenta de estar siendo arrastrada hacia la salida y sigue enfrascada en una discusión con alguien. Ese alguien es –lo prometido es deuda– Piroulette; Piroulette que intercede por ella ante los de seguridad, a pesar de que es por haberle lanzado un vaso a la cabeza que la echan del lugar.

      Me abalanzo hacia los matones y pellizco a uno de ellos, o mejor decir que lo intento, pues es como un muñeco de caucho, el desgraciado. Les sigo lanzando amenazas por un pasadizo oscuro hacia fuera, pero aparece un tercer matón y me dice que no puedo abandonar el bar con el vaso de vidrio. Vuelvo pues por el túnel del tiempo hacia el interior y me topo a Piroulette. Nos miramos como lo que somos: dos extraños que se repelen. No sé por qué me repugna tanto, este tipo, pero es cierto que después de su fiasco de film me cae menos mal. La estocada moral habría sido que aquel figurín con chupachups hubiera parido una obra capaz de tañer nuestras empolvadas cuerdas. No estamos preparadas para que nos rompan así nuestros prejuicios.

      Llego a la barra y pido un vaso de plástico, pero tardan una eternidad en dármelo. Cuando me lo dan, me quedan tres sorbos. Mi whisky se va vaciando mientras yo me voy llenando. De un furor festivo. Ya sin whisky, ni vaso, ni beso, ni nada, logro salir a la calle.

      —¿Y Samuel? ¿Dónde está Samuel?

      Ahí fuera únicamente están Patiño y Piroulette; aquella, en el bordillo de la acera, y este, explicándose con los dos matones de la puerta.

      —Lo has perdido, Catalina. Has perdido al hombre de tu vida… por mi culpa –me dice Patiño, pendular.

      —¿Cómo? ¿Dónde está? –crece en mí la desesperación–. Quiero darle un beso. Únicamente uno en esta vida terrestre. No es tanto. ¡Samuel, Samuel! –empiezo a gritar.

      —¡Silencio, coño! –muñeco guardián uno.

      —¡Samuel!

      —¡Shhh!

      —Joder, qué tías –muñeco guardián dos. Su trabajo es velar por la higiene del sueño de los vecinos.

      —¡Samuel!

      —Oye, de verdad, por favor –Piroulette.

      —Se ha ido, Cata. A Segovia.

      —¡No! –Cata espantada–. Has dicho bien: lo he perdido. He perdido a un hombre por un whisky.

      Nunca te tuve y nunca te tendré. Solo media hora, no más… los primeros versos de Konstantin vienen en mi auxilio. Si yo pudiera escribir semejantes frases, saldría menos de casa, alborotaría menos.

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