La nave A-122. Julio Carreras

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La nave A-122 - Julio Carreras

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      —Permítame que me presente, soy el señor Santacreu y este, mi compañero Santamaría, las personas designadas por la empresa para llevar este asunto —dijo un hombre repeinado mientras le tendía la mano—. Si nos permite, le explicaremos la importancia de…

      —Encantado. Si necesito algo les avisaré —respondió Matías sin dejarle terminar la frase.

      —Disculpe, pero…

      —Insisto. Si necesito algo les avisaré. Ahora, por favor, déjenme hacer mi trabajo.

      Los espigados directivos se miraron contrariados y se retiraron hacia la pequeña garita de oficinas situada al lado opuesto de la nave. Aquello no era aceptable, era la gota que colmaba el vaso. Aquel tipo, además de haber tardado un precioso tiempo en acudir a su llamada, era un maleducado. ¡Qué se había creído! Matías no era consciente de ello pero su brusca interrupción, sin saberlo, le iba a crear más problemas de los que podía llegar a imaginarse.

      El inspector Fonseca se frotó la calva con contundencia, como cada vez que algo le irritaba. Le fastidiaba que trataran de ponerle condiciones nada más aterrizar, pero más aún que le interrumpieran. No tenía tiempo que perder si quería tener el control de la situación desde el principio. Nunca se había enfrentado a un robo como aquel y desde el momento en el que le había llamado su jefe, estaba deseoso de tener ese momento de análisis en solitario. «Método: la clave del éxito», se repetía una y otra vez a sí mismo y a todo el que le quería escuchar. Tras unos minutos observando a su alrededor, el inspector Fonseca llegó a una conclusión: el que había perpetrado aquel robo estaba loco. Robar sesenta y nuevo coches suponía dejar, por lo menos, sesenta y nueve pistas. Ahora le faltaba averiguar si era un inconsciente o era un genio. En el primer caso, sería cuestión de horas cerrar el asunto y superar por fin el récord de casos consecutivos resueltos por el laureado inspector Gallart; en el segundo, aquello se podría complicar.

      Era el momento de ponerse manos a la obra y solo tenía una opción, seguir el proceso habitual, como si se tratara de cualquier otro robo de menor envergadura. Abandonó su momento de reflexión, se friccionó la calva de nuevo y volvió a la parte de la nave donde Santacreu y Santamaría discutían algo en voz baja, lanzándole de vez en cuando miradas furtivas.

      —¿Me pueden indicar quién es el responsable de todo esto? —preguntó haciendo un gesto que abarcaba toda la nave.

      — Nosotros —respondieron a una.

      —¿Mecánicos que trabajan con corbatas? No me refiero a ustedes, me refiero en el día a día. ¿Quién me puede dar detalles?

      Los Santas, visiblemente molestos, le señalaron a un hombre que estaba revisando concienzudamente el motor de uno de los coches que no había sido robado. Parecía ser el único con interés por volver al trabajo. Se llamaba León Gabriel y era el encargado de aquella sección.

      Se acercó hasta él.

      —Buenas tardes, ¿León?

      —Sí, soy yo. Usted debe ser el inspector Fonseca, ¿no? —respondió mientras se limpiaba las manos con un trapo rojo que llevaba atado al cinturón.

      —¿Es usted adivino?

      —Más bien observador. Sus hombres dijeron que no le interrumpiéramos, que nada más llegar querría estar solo. No ha sido complicado deducirlo.

      León tenía el pelo desordenado, nariz prominente y una sonrisa agradable. Rondaría los sesenta años y a pesar de su edad, aún se conservaba razonablemente en forma. No sabría decir por qué, pero desde el primer instante aquel hombre le cayó bien y eso, en Matías, era algo que no sucedía a menudo.

      Según le explicó el mecánico jefe habían desaparecido sesenta y nueve coches de los pocos más de ciento veinte que solían ocupar la nave, en su mayoría coches clásicos. Sin embargo, había algo que le había llamado poderosamente la atención. En un robo semejante lo lógico habría sido que los ladrones se llevaran los vehículos más valiosos, las joyas de la corona; sin embargo, algunos de los coches que en teoría podrían tener un mayor valor, como era el caso del papamóvil o el último prototipo de competición de la marca, seguían en su sitio. No parecía que la elección de los coches que habían robado hubiera sido hecha al azar, pero desde su punto de vista era totalmente ilógica.

      Al inspector Fonseca aquello le pareció un dato interesante. Se llevó la mano a la chaqueta y del bolsillo interior sacó una pequeña libreta con tapas grises, su eterno cuaderno de bitácora. Tomó unas notas sobre los aspectos de la investigación a los que tendría que volver más tarde. Todo apuntaba a que podría tratarse de un robo por encargo, seguramente por algún coleccionista.

      —¿Recuerda si alguien se ha interesado con anterioridad por los coches robados?

      — No sé, no le podría decir. Alguna vez hemos recibido preguntas por algún modelo en particular… pero son muchos los que han desaparecido.

      —Entiendo… Necesitaremos que nos proporcione una lista de todos ellos. ¡Ah!, y por favor, incluya cualquier detalle que piense que pueda aportarnos alguna pista adicional.

      —Sí, esta misma tarde la tendrá. Ya me la ha pedido el agente Coll.

      Matías dirigió una mirada de aprobación hacia Miquel Coll, un tipo alto de piel pálida y mejillas enrojecidas. El más joven y al mismo tiempo, el más trabajador de sus hombres. Quizá pecara de ser demasiado formal y riguroso, pero en cuanto superara su miedo a cometer errores, sin duda sería uno de los mejores.

      —Necesitamos establecer un patrón entre los coches robados. Nosotros nos estrujaremos el seso, pero hágame un favor, León, dele una vuelta usted también. Es quien mejor los conoce.

      —Puede ser cualquier cosa… el mismo tipo de motor, años de fabricación… —añadió el joven agente tratando de facilitar la tarea.

      —Pero sea también imaginativo en esto —le interrumpió Matías—. No sé… su valor, si son únicos, incluso que todos ellos hayan sido coches del año, hayan pertenecido a famosos o hayan salido en películas. En estos casos, el robo puede ser por encargo de un coleccionista y puede responder a caprichos de lo más extravagantes.

      Pese a su primera intuición, no se podrían centrar tan solo en el móvil del coleccionista. Tendrían que empezar a buscar los coches y al mismo tiempo contemplar diferentes posibilidades. Las ideas se le agolpaban en la cabeza e iban pasando a través de sus notas desordenadas, con letra de doctor, a la pequeña libreta gris. Por la noche, con tranquilidad, ya tendría tiempo de ordenarlas para repartir luego instrucciones a sus hombres.

      Hacer desaparecer tal cantidad de coches de un recinto cerrado y sin que nadie se diera cuenta parecía más un truco de magia que un robo, así que su siguiente paso fue centrarse en el modo en el que habían sacado los vehículos de la nave.

      —Capdevila, ¿qué tenemos de la alarma?

      —Inhibida —respondió sin dar más explicación un fornido agente con pelo canoso y ojos grandes, al que todos llamaban Wiggum por su parecido con el popular jefe de policía de Los Simpson.

      El equipo que dirigía el inspector Matías Fonseca estaba compuesto por cinco agentes aparte de él mismo. A Miquel Coll, normalmente le acompañaba Maikel Antunes, un hondureño bajito y robusto, moreno de piel y con una densa mata de pelo rizado. A la pareja la llamaban los «Jacksons», en honor al rey del pop y haciendo referencia

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