La nave A-122. Julio Carreras

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La nave A-122 - Julio Carreras

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Capdevila, conocido como Wiggum, y Sonia Moyá, una atractiva mujer rubia de pelo corto y cara redondeada, se encargaban normalmente de los asuntos relacionados con la seguridad. A más de uno le hubiera gustado echarle los tejos a la agente, pero todos apreciaban mucho a su marido y más aún a sus hijos, dos mellizos rubios de cuatro años que causaban sensación cada vez que se dejaban caer por la comisaría. Aun así, su belleza le había supuesto algún apuro en el trabajo; como la vez en la que un compañero (del que nunca pudo averiguar su identidad) estuvo varios meses enviándole flores y bombones al trabajo, o incluso la vez en la que un detenido le echó los trastos mientras ella le esposaba.

      Por último estaba Felipe Rodríguez, el mejor amigo de Matías, su mano derecha y en esos momentos una de sus principales preocupaciones. Hacía pocas semanas que le habían detectado un tumor maligno y para la consternación de todo su equipo, sus amigos en el cuerpo, se encontraba de baja luchando por resolver el caso más importante de su vida. Matías se había negado a reemplazarlo, ni siquiera quería oír hablar de aquella posibilidad. Así que ellos cinco serían los encargados de resolver el caso de robo de coches más extraordinario de todos los tiempos, el robo en la nave A-122.

      —Inhibida… —repitió Matías.

      Dado lo parco en palabras que había sido su compañero, la agente Moyá, bastante más locuaz, algunas veces demasiado para su gusto, comenzó a explicar la situación que se habían encontrado al llegar allí.

      La nave contaba con dos puertas: una metálica abatible, amplia y robusta, que daba a la calle principal por la que se accedía al recinto, y una más pequeña, la de servicio, que daba a un pequeño callejón lateral. Esta última era por la que había entrado Marina cuando descubrió el robo. Ninguna de las dos parecía haber sido forzada. La puerta grande, la única por la cual los ladrones podrían haber sacado los vehículos, contaba con un sistema de apertura que cumplía sobradamente con los parámetros de seguridad recomendados; por lo tanto, todo indicaba que habían utilizado una copia de la llave para salir. Solo había cinco copias registradas, todas controladas por gente de confianza. El problema radicaba en que una de ellas se guardaba habitualmente en un armario metálico dentro de la propia nave… y aquello era como escribir el pin del teléfono móvil en su parte trasera: cualquiera que conociera la existencia de esa llave podría haber realizado una copia fácilmente. La puerta pequeña era harina de otro costal… Una puerta compacta, sí, pero con una seguridad fácil de burlar.

      —Es decir. Si alguien hubiera hecho una copia de la llave de la puerta grande, podría haber entrado por ahí, a no ser que nadie la hubiera hecho y se hubiera utilizado una de las llaves existentes, o alguien hubiera entrado por otro sitio, por ejemplo por la pequeña puerta lateral y hubiera descubierto el casillero metálico. En ese caso…

      —Pufff... ¡Cállese, Moyá!, que se enreda más que dos pulpos haciendo judo. Que los Jacksons se encarguen de eso... Hagan una lista de las personas que tienen acceso a las llaves. Las tendremos que interrogar. Averigüen si la llave de la puerta principal se puede copiar fácilmente, cuánto tiempo llevaría, dónde se puede hacer un duplicado y si alguien sospecha que alguna de ellas pueda haberse despistado por un tiempo.

      —¿Y la alarma?

      La joven agente no se tomó a mal el despecho de su jefe. Ella también acostumbraba a lanzarle «joyitas» cuando tenía la menor ocasión. Era su niña mimada, la única que se podía conceder la licencia de soltarle alguna que otra barbaridad y ya le había demostrado en más de una ocasión que, aunque las palabras le perdían y se distraía fácilmente, era testaruda y tenía una sagacidad envidiable. Además, él la necesitaba para controlar a Wiggum. Matías no se fiaba del todo de este último; era un genio en lo suyo, un maestro de la informática y la seguridad, pero solo se aplicaba en las tareas que le gustaban y era un completo desastre en lo demás. Sonia Moyá y Pere Capdevila se complementaban a la perfección. El uno sin el otro serían una pesadilla para cualquier inspector, pero los dos juntos, con sus defectos y sus virtudes, funcionaban como un reloj suizo.

      —La alarma tampoco ha saltado. Puede que conocieran la contraseña, pero me inclino más por que hayan utilizado un inhibidor.

      —¿Y qué hay de las cámaras? —dijo señalando al anacrónico equipo alargado que les apuntaba desde lo alto en una esquina de la nave.

      —Imagínese —respondió Wiggum de forma despectiva—, lo han tenido chupado. Solo hay una que vigila el interior de la nave. La han inutilizado con un spray.

      —Una práctica habitual —añadió la agente Moyá sin dirigirse a nadie en concreto, pero conocedora de que así aclaraba la situación a los empleados de la nave, que seguían en silencio las conversaciones sin atreverse a interrumpir.

      —¿Se sabe cuándo fue?

      —Ni idea. No sabemos cuánto tiempo lleva así. La nave está cerrada con lo que la cámara da señal oscura en todo momento —añadió su canoso compañero.

      Aquel era un pequeño pero importante detalle, el tipo de observaciones que Matías valoraba. Quienquiera que fuese el que la había inutilizado sabía que aquella cámara, mientras la nave estaba cerrada, daba una señal negra en los monitores, así que los vigilantes no se darían cuenta nunca de que la habían boicoteado hasta que se descubriera el robo. Otra pista que apuntaba a alguien de dentro.

      —Así que estamos ciegos en el momento del robo… ¿Y qué hay de las cámaras exteriores?

      —No se lo va a creer… —Sonia miró a hurtadillas a Wiggum antes de responder a su jefe—. Ninguno de los vigilantes de seguridad ha visto nada sospechoso.

      Por primera vez desde que llegó, su jefe mostró cierta perplejidad. Todos conocían perfectamente aquella manera de enarcar las cejas.

      —Explíquese…

      —En el centro de operaciones del Consorci se reciben las imágenes de todas las cámaras situadas en los exteriores de la Zona Franca. El recinto es gigante, cerca de seiscientas hectáreas en las que hay registradas más de trescientas empresas. Obviamente las imágenes van saltando cada pocos segundos en un bucle y no se puede ver todo lo que está pasando en cada lugar en todo momento. Tratándose de sesenta y nueve coches las cámaras tuvieron que captar algo, pero no ha sido así. Hemos preguntado a todos y cada uno de los vigilantes que han entrado en turno desde el día de Nochebuena y nadie ha visto nada.

      —¿¡Cómo que nadie ha visto nada!? ¿¡Quiere decir que los vigilantes del Consorci son todos ciegos!? ¿¡Pero qué es esto, la maldita hermandad de Stevie Wonder!?

      Moyá sabía que aquello no iba en serio. La acidez de los comentarios de su superior era de sobra conocida por todos los que habían trabajado con él. Aun así, se sintió incómoda ante la posibilidad de que los trabajadores de la nave le pudieran haber oído.

      —Consígame copia de todas las grabaciones de la Zona Franca desde el día veintitrés hasta hoy. ¡Ah!, y busca también grabaciones de empresas cercanas.

      Como siempre, su jefe iba un paso más allá, pensó para sus adentros. No quería solo ver lo que habían visto los vigilantes del Consorci, quería verlo todo.

      —Capdevila —esta vez se dirigió a Wiggum con voz más conciliadora—. Lo de siempre, la lista de todas las llamadas que se hicieron a través del repetidor de telefonía más cercano, contraste comunicaciones, bla, bla, bla.

      Aquella era una práctica habitual. Tendrían que sacar un listado de todas las llamadas que se habían hecho durante esos días en la zona cubierta por el repetidor más cercano, descartar las realizadas por las personas que tuvieran

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