La nave A-122. Julio Carreras
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Según le informaron, las llaves de los coches de la nave A-122 estaban generalmente guardadas en un armarito metálico, el mismo al que había hecho referencia Moyá en su aturullada explicación. Lo que resultaba ciertamente llamativo es que, a pesar de que el armario había sido hallado abierto, señal de que los ladrones habían tenido acceso a ellas, siguieran allí después del robo. ¿Habían tenido los ladrones la molestia de devolver todas las llaves a su correspondiente casillero? Sería una idiotez por su parte, una inútil pérdida de tiempo. Desde luego era algo extraño, no era un modus operandi muy habitual y solo encontraba una explicación posible: que los ladrones hubieran hecho copia de las llaves con antelación, algo que no era baladí y llevaba su tiempo, una nueva pista que apuntaba a la implicación de alguien de dentro.
Los empleados de la nave, que no perdían ripio de las pesquisas de los agentes, cada vez eran más conscientes de que las principales sospechas recaían sobre ellos y se debatían, cada uno en su fuero interno, entre el recelo hacia sus compañeros y la confianza en que los agentes estuvieran equivocados.
El inspector volvió a tomar una serie de notas en su mustia libreta sin dejar de observar constantemente a su alrededor con el ceño fruncido. Nadie era capaz de adivinar qué le pasaba por la cabeza pero todos, especialmente los agentes allí presentes, seguían atentamente sus pasos.
—¡Antunes! ¿Qué hay de las primeras declaraciones de los testigos? —dijo señalando a los empleados y vigilantes de seguridad que estaban allí confinados.
El agente, que estaba apoyado sobre el capó de uno de los vehículos, se acercó sin demasiada prisa hasta su jefe.
—Pues fíjese que hemos hablado con la mayoría y todos tienen coartada —respondió con un marcado acento catracho1 del cual no había logrado desprenderse a pesar del tiempo que llevaba en España—. Dicen haber pasado las navidades en familia, tres de ellos incluso fuera de Barcelona.
—Está bien. Dígales a todos que mañana por la mañana les interrogaremos de nuevo. Quiero que todo el mundo esté localizable, ¿entendido? ¡Ah!, y hágame un resumen con el perfil de cada uno.
El día de Nochebuena había sido festivo en casi la totalidad de empresas de la Zona Franca, por lo que no parecía casualidad que el robo se hubiera perpetrado precisamente en aquella fecha. Pero, ¿cómo era posible que los vigilantes de guardia no hubieran visto ni oído nada? ¡Eran sesenta y nueve coches antiguos! Necesitaban revisar los videos grabados por las cámaras de seguridad para comprobar en qué dirección habían salido. Con un poco de suerte también darían con alguna pista sobre quién y cómo se los había llevado. Para robar sesenta y nueve coches se necesitaba mucha gente… tanto si los habían sacado de la nave en camiones de transporte de vehículos, contenedores de carga o, incluso, conduciendo. Mucha gente implicada significaba muchas pistas. En cuanto fueran capaces de identificar a uno de los ladrones, el resto caería como moscas; aquello no fallaba, era un axioma. Por otra parte, estaba el asunto del infiltrado. Todo apuntaba a que habían contado con la ayuda de alguien de dentro, pero era tan obvio que le chirriaba. Allí había gato encerrado y no lo acababa de ver.
Tenía que interrogar a toda aquella gente, revisar las cámaras de seguridad, comprobar llamadas, averiguar cómo habían sacado los automóviles… Pero sobre todo, tenía que encontrar un móvil. ¿Por qué habían robado exactamente aquellos coches?
Le dolía la cabeza, aún le pesaba la resaca de la Nochebuena. Lo mejor sería dejarlo por aquel día y permitir que todas aquellas personas se relajaran durante unas horas. Esa noche indagaría un poco sobre aquel lugar y los que allí trabajaban, y al día siguiente volvería a la carga con energías renovadas.
—Está todo muy «turbio». ¿No le parece extraño? —reflexionó Antunes, que no se había movido de su lado.
—Sí, más extraño que ver a un menor de edad con un mono al hombro recorrer el mundo en busca de la madre que le ha abandonado.
—¿Está pensando en Marco? ¿El de los dibujos?
—Déjalo… ¡Ah!, y dígales a todos que ya pueden irse a casa.
Los trabajadores recibieron la noticia de buena gana. No les faltó tiempo para recoger sus cosas y largarse de allí. Al menos esa noche tendrían algo interesante que contar a sus mujeres, amantes, o anónimos compañeros en una barra de bar.
Poco a poco los ecos de las conversaciones se fueron apagando… y conforme salían los hombres, Matías hizo de tripas corazón y se acercó hacia los Santas.
—Disculpe mis modales de antes, señor Santacreu —se dirigió hacia el más espigado de los dos.
—Soy Santamaría.
—Perdón, le he confundido con su hermano —respondió ante su atónita mirada—. Mañana tendré que entrevistar a toda esta gente. Por favor, asegúrese de que están aquí y dispuestos a colaborar. ¡Ah!, y facilite a mis hombres una lista de todas las personas que tuvieran acceso a esta zona durante el fin de semana.
Sin mediar más palabra, Matías dio media vuelta y se fue por donde había venido.
—¿Es siempre así? —le preguntó León, el único de los trabajadores que aún no había abandonado la nave, a Capdevila.
No —respondió el policía con un suspiro—, hoy parece que está de buen humor.
* * *
Matías Fonseca era un personaje con todas las letras, no daba lugar a medias tintas. Los que le conocían, o le odiaban o le adoraban. Era sumamente inteligente y tenía un sexto sentido para intuir cosas que otros no eran capaces de ver en la escena de un crimen, pero era rudo y ácido en sus comentarios, lo cual muchas veces le perjudicaba. Sus hombres a menudo bromeaban diciendo que era un tipo entrañable, pero solo mientras dormía. Aun así, en el fondo, todos le apreciaban. Cualquier psicoanalista, si alguna vez se hubiera interesado por acercarse a alguno, le hubiera dicho que aquella manera de actuar era una autodefensa para proteger sus inseguridades. Los que sabían menos de psicología simplemente pensaban que era un capullo.
Maniático y metódico, solo había un ambiente donde se sentía totalmente libre, un lugar en el que se transformaba en uno del montón y sus aires de superioridad se desvanecían: allí donde había rock & roll. Y es que Matías era un fanático de este género musical. Se vanagloriaba de haber asistido a más de mil conciertos y haber visto a todos los grandes. Era tal su afición que incluso había establecido buena relación con algunos de los roqueros más prestigiosos del panorama nacional. Incluso las malas lenguas decían que alguna vez había utilizado su estatus para sacar a más de uno de algún apuro.
Aquel día su forma de ser le iba a jugar una mala pasada. A ninguno de los Santas les había caído bien Matías y quizá él había pecado de subestimar su poder en la empresa y fuera de ella. Se había relajado, se había dejado llevar por su ego y aquello le iba a acarrear un problema que no se esperaba, una incómoda piedra en el zapato.
Eran las ocho de la tarde cuando el inspector Fonseca recibió la llamada