La nave A-122. Julio Carreras

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La nave A-122 - Julio Carreras

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—comenzó René su discurso, erguido frente a ellos, mirándoles directamente a los ojos.

      Aquello empezaba bien, por fin un poco de información…

      — Y la respuesta a su pregunta es que están aquí en una misión secreta. Y como soldados avispados que son, comprenderán que al ser secreta no se la puedo revelar hasta el último momento.

      Un resoplido de resignación se intuyó en el pelotón.

      —Cada uno de ustedes viene de un regimiento diferente. No se conocen y yo no les conozco a ustedes. Pero créanme, cada uno de nosotros ha sido elegido para formar este pelotón operativo por un motivo específico. Yo mismo he dejado a los hombres de mi batallón para ponerme al frente de esta operación.

      La tropa estaba expectante y todo lo que no fueran las palabras de su superior parecía haber pasado a un segundo plano.

      —Lo único que les puedo decir es que nos dividiremos en pequeños escuadrones de seis hombres cada uno, con un oficial al mando, y que cada grupo será encargado de conducir un bombardero LeO a nuestro destino final. Eso es todo por ahora. ¡Rompan filas!

      Minutos más tarde Max confirmó que, definitivamente, la suerte había dejado de sonreírle, ya que el oficial al mando del escuadrón que le había tocado era el mismo petulante que les había largado el sermón: Marchessau. El resto del equipo lo formaban el teniente Destrem, un hombre larguirucho de nariz afilada; el inspector Gabriel Lastrade, un tipo afable y demasiado honrado para su gusto; el cabo Labrousse, de familia argelina y fumador empedernido; y el adjunto Marchand, un hombre bajito con cara de ratón, natural de La Rochelle.

      Los seis hombres se instalaron en un pequeño barracón de madera, con ventanas pequeñas y luz deficiente, que apenas tenía el espacio justo para albergar las literas y una alargada mesa con bancos a ambos lados. Aquel sería su hogar por tiempo indefinido, el lugar en el que durante largas y tediosas jornadas se dedicaron a esperar que llegaran las ansiadas órdenes.

      Conforme fueron pasando los días, Max se fue sintiendo poco a poco más cómodo entre aquel grupo de hombres, incluso comenzó a tolerar a René, y a pesar de no llegar a confraternizar plenamente hubo un nivel de confianza suficiente para sentirse algo más relajado. Escribían a sus familias, leían o jugaban a las cartas. Marchand hacía trampas en el póker, Labrousse fumaba, René mandaba, Marchand contaba las mismas anécdotas una y otra vez, salían a correr… la rutina normal cuando uno espera algo que no sabe qué es.

      Por fortuna, la situación mejoró los días siguientes. Pese a las malas noticias que cada día les traía el parte de guerra, el buen tiempo y el espléndido paraje en el que se encontraba la base, a los pies de los Pirineos, parecía haber influido en el ánimo del teniente. Una mañana, mientras almorzaban, por primera vez se relajó lo suficiente para contarles algo más sobre la misión. Fue gracias a Max. Bueno, a él precisamente no, a su apellido.

      —¡Carne enlatada! Todos los días lo mismo… —exclamó Marchand con voz chillona.

      —No sé de qué te quejas. Deberías ver la bazofia que nos daban en el frente —respondió Labrousse.

      A Marchand no le hizo gracia el comentario pero sabía que era mejor no discutir, era el único de los seis que no había entrado en combate aún. Nadie sabía por qué a ciencia cierta, pero sin duda alguna la presencia de aquel militar, contable de profesión, en el equipo no parecía casual.

      —Solo digo que un poco de diversidad no vendría mal. Daría mi mano izquierda por un buen plato de pescado.

      —Puedes darle un mordisco a Rouget3 —contestó el argelino.

      Todos los hombres rieron, y antes siquiera de que a Max le diese tiempo a reaccionar, el teniente Marchessau, que había permanecido en silencio, le lanzó a Labrousse un mendrugo de pan a la cara.

      —¡Maldito zoquete! Ten un poco de respeto con el apellido de tu compañero. ¿Acaso no sabes quién era Rouget de Lisle?

      —¡Joder, mi teniente, por poco me saca un ojo! ¿Y yo qué sé quién es ese?

      —El autor del Chant de guerre pour l’armée du Rhin4.

      —¡Maldita sea!… Y ahora es necesario saber música para entrar en el ejército.

      —Rouget, haz el favor de explicárselo.

      Max se sentía orgulloso de su apellido. Por sus venas corría la misma sangre que la del autor del Chant de guerre pour l’armée du Rhin. De primeras, el nombre de la pieza musical no significaba gran cosa para aquel grupo de soldados; sin embargo, todos la habían cantado en más de una ocasión.

      El antepasado de Rouget era un capitán francés sin pena ni gloria. Aficionado a la música, nunca había destacado como compositor, pero en esas derivas que tiene la vida, un día recibió un encargo que le cambiaría la vida. Fue en Estrasburgo, en 1792, justo el día siguiente a la declaración de la guerra entre Francia y Austria. El burgomaestre de la ciudad alsaciana quería componer un himno que sirviese para alentar a las tropas y, por casualidad, se acordó de que su paisano Rouget había compuesto alguna que otra alegre tonadilla. El encargo tan solo le llevó una noche a Rouget y al día siguiente, su cántico sonó por primera vez frente a un selecto grupo de conciudadanos. La canción fue bien recibida, pero tras las primeras semanas cayó en el olvido. No fue hasta meses más tarde, en Marsella, en el otro extremo del país, cuando su himno fue rescatado del olvido para no volver a caer en él jamás. Sucedió en el Club de Amigos de la Constitución. Un joven estudiante de Medicina llamado Mireur, en medio de un banquete, comenzó a entonar una canción firmada por un tal Rouget que no sabía cómo había acabado en sus manos.

      Los primeros acordes pronto cautivaron a todos los presentes y la melodía fue empleada al mes siguiente en la entrada de los batallones marselleses a París. A partir de entonces el canto de Rouget se hizo popular y fue conocido como La marsellesa.

      Cuando acabó su relato, sin que nadie diera la orden, sin ponerse de acuerdo previamente, los seis hombres comenzaron a cantar.

       Allons, enfants de la patrie, Le tour de glorie est arrivé!

      Fue un momento mágico, uno de esos momentos que conectan a los que lo viven. Gracias a ese momento el corazón del teniente se ablandó y su lengua se soltó.

      —¡Así que tenemos entre nosotros a un descendiente del creador de nuestro himno nacional! ¡Qué callado lo tenías! —exclamó Lastrade mientras le cogía por el hombro.

      —Bueno… Es bonito compartir secretos entre camaradas, ¿no? —respondió en un velado mensaje hacia el teniente.

      Destrem, que tenía el mismo rango, aunque al igual que el resto desconocía la misión, echó una mirada a René Marchessau invitándole a hablar.

      —Está bien. Creo que ha llegado el momento de hablaros de la misión. Total, partimos en unas horas…

      * * *

      A media tarde, los hombres de Marchessau, junto al resto de escuadrones, abandonaron la base aérea de Pau en un bombardero Lioré et Olivier de la serie 451 B4; un LeO como se les solía denominar. Uno de los mejores aviones con los que contaba el ejército francés.

      Desde principios de junio, los alemanes habían lanzado una fuerte ofensiva para bombardear los aeródromos de los aliados. Las

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