La nave A-122. Julio Carreras

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La nave A-122 - Julio Carreras

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misión de parte de los soldados desplazados a la base de Pau era llevar los bombarderos LeO directamente hasta el Protectorado de Marruecos, pero a diferencia del resto de pelotones, los que conformaban el pelotón especial al que pertenecía Max tenían una misión secreta. Antes de volar al país africano, seis de las aeronaves debían de hacer escala en el aeródromo de Bordeaux-Mérignac para recoger una carga muy especial.

      La parada en el aeródromo de la nueva capital de la Francia libre se demoró tres días más. Durante ese tiempo varios camiones, fuertemente custodiados, llegaron de París con la secreta mercancía que tenían que trasladar. Las preguntas sobre el contenido de aquellas cajas de madera, pintadas en verde y herméticamente cerradas para disuadir a los curiosos, se repetían sin cesar y las respuestas brillaban por su ausencia. Una a una fueron repartidas entre las bodegas de las aeronaves, donde eran amarradas con gruesas maromas. El trabajo fue arduo, intenso. Por eso, cuando por fin el último de los cajones fue fijado, Max respiró aliviado. Todo estaba listo para el viaje.

      El plan era hacer los vuelos de manera escalonada, dejando una hora de diferencia entre cada bombardero, para poder dar aviso en el caso de que fueran interceptados. El de René, Max y compañía sería el último en abandonar Francia, así les había tocado en el sorteo.

      Poco antes de salir, el teniente reunió a sus hombres para darles las últimas instrucciones.

      —Señores —reclamó su atención con voz grave—. Quiero advertirles de los peligros que entraña este vuelo.

      Los cinco hombres escuchaban atentamente las palabras de René. El nerviosismo era palpable en el ambiente.

      —No les quiero engañar: nuestra carga es muy valiosa y si ha habido filtraciones sobre la misión que tenemos que llevar a cabo, estén seguros de que tratarán de derribarnos. ¿Lo han entendido?

      —¡Sí, mi teniente! —respondieron todos a una.

      —Quiero que sepan que estoy orgulloso de ustedes —dijo incómodo ante tanta melifluidad—. Y ahora, ha llegado la hora de partir.

      —Gracias, teniente —dijo Rouget—. En nombre de todos.

      — Yo pilotaré el avión y Lastrade será mi copiloto —respondió cortante.

      El sargento se tocó la visera de su inseparable gorra con el número 136 aceptando gustoso la orden. Todos comprendieron que René no tenía o, mejor dicho, no quería añadir más palabras a un discurso que ninguno necesitaba.

      El potente estruendo de los motores anunciaba que el despegue era inminente. Un golpe seco y poco a poco el LeO 451 B4 comenzó elevarse dejando atrás un país azotado por los recientes acontecimientos de la guerra. Los hombres se miraban unos a otros, sin pronunciar palabra, en el silencio cómplice que une a los que son conscientes de su destino. El día era caluroso y la tarde apacible. Una de esas tardes que invitaban a dormir la siesta tumbado sobre la hierba y bajo la sombra de un árbol; uno de esos placeres banales que solo se añoran cuando son imposibles. Poco a poco los pueblos se hacían pequeños, los hombres desaparecían y los prados dejaban lugar a las escarpadas montañas de los Pirineos, aún nevadas en sus cumbres más altas.

      El nerviosismo era palpable en el ambiente. Labrousse fumaba, Destrem tamborileaba los dedos sin cesar y Rouget miraba por la ventana mientras se despedía en silencio de su tierra.

      —Acabamos de cruzar la frontera —anunció Marchessau en cierto momento.

      Una sensación de alivio se extendió por la aeronave. Tras atravesar la cordillera pirenaica se adentrarían en España, que recientemente había declarado su no beligerancia. Ya no tendrían nada que temer hasta su llegada a Marruecos.

      La conversación volvió y los nervios iniciales dieron paso a un cierto optimismo, pero este duró poco. De pronto, el avión sufrió una fuerte sacudida.

      —¡¿Qué sucede?! —exclamó Max alarmado.

      —Turbulencias —respondió el teniente desde la cabina.

      A los pocos segundos otra sacudida, esta vez más fuerte, hizo que el aparato se inclinara hacia la derecha. Las sonrisas desaparecieron y los rostros de los seis militares denotaban claros signos de preocupación.

      —¡Abróchense los cinturones y permanezcan en sus puestos!

      Un ruido extraño en los motores, acompañado de olor a quemado hizo presagiar lo peor.

      —¡Mierda, René! ¡¿Qué diablos está pasando?!

      —¡No lo sé!

      Como si de un potro desbocado se tratara, el avión empezó a tambalearse. Los pilotos de emergencia comenzaron a parpadear y una molesta alarma aullaba anunciando una inminente desgracia.

      —¡Joder, estamos cayendo! —gritó Lastrade.

      —¡Dios mío, las montañas!

      El bombardero, fuera de control, perdía altura en medio del ensordecedor ruido.

      René, tratando de controlar el artefacto, intentó virar hacia la zona más despejada, pero su elección resultó fatal. La violencia de la maniobra tensó las cuerdas que amarraban la pesada carga y estas crujieron de manera angustiosa. En ese instante una de las correas se soltó y una de las compactas cajas de madera se precipitó hacía el fondo del aparato aplastando al bueno de Destrem, que con un desgarrador aullido se despidió de la vida. Fue el golpe de gracia para desequilibrar la aeronave.

      Todos gritaban. Sabían lo que iba a suceder. Resultaba imposible dominar el avión que, se encarrilaba directo hacía una escarpada montaña. El impacto era inminente.

      2 N. de A. El afortunado

      3 N.de A.: salmonete en francés.

      4 Canto de guerra para el ejército del Rhin.

      CAPÍTULO TRES

       UN GRANO EN EL CULO

       27 de diciembre de 2002

      El despacho de Matías Fonseca estaba ubicado en la Jefatura Superior de Policía, un elegante edificio en la vía Laietana. En la tercera planta, al fondo de un interminable pasillo. Una ubicación perfecta, discreta, lejos del ajetreo y molestos visitantes. Al menos así había sido en los últimos años.

      A las nueve menos cuarto de la mañana, quince minutos antes de lo acordado, Laure se presentó allí. Un pequeño cartel de metacrilato junto a la puerta anunciaba con letras granates a su nuevo compañero: «Inspector Fonseca. Brigada Policía Judicial». Quizá pronto tuvieran que cambiarlo por otro con su nombre.

      Y es que desde que Laureano Martínez empezó su carrera en la policía, todo el mundo a su alrededor le vaticinaba una carrera meteórica. Era sagaz y ambicioso, el tipo de persona que siempre da un paso adelante sin detenerse a mirar el hueco que queda atrás. Sus adeptos alababan su capacidad para enfocar los casos, su sexto sentido para centrarse en el sospechoso adecuado y su firmeza para caer sobre él sin piedad, como un zorro que acorrala a un conejo en su madriguera. Sus detractores, que también los tenía, solían achacarle precisamente su falta de escrúpulos al arremeter contra quien él consideraba el culpable sin atender a otras alternativas. Sin embargo, a pesar de su potencial,

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