La nave A-122. Julio Carreras

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La nave A-122 - Julio Carreras

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las que había participado, las largas noches de angustia en aquellos campos sembrados de desolación, el frío y la penuria en las trincheras? ¡De nada! Arrastrarse por los peores rincones del tablero de juego para después volver a la casilla de salida.

      París había caído, el cobarde de Petain había firmado un armisticio con el Tercer Reich, De Gaulle había huido a Gran Bretaña y los alemanes avanzaban rápidamente tras romper la Línea Maginot. La guerra estaba resultando un completo desastre y aquello eran malas noticias. Para Francia y para él.

      Si hubiera que definir a Max en pocas palabras bastaría con elegir tres. Pragmático, sin principios. Combatir en la guerra era una simple derivada de su forma de ser. No tenía aires de grandeza, ni tampoco era un gran patriota. Nunca lo había pretendido y, a pesar de que sus amigos y familiares habían visto en su decisión de enrolarse en el ejército un acto cargado de honor y valentía, sus objetivos eran bien diferentes. Desde que tenía uso de razón sabía que no quería ser como su padre, un modesto zapatero afincado en Brest. Le avergonzaba su humildad y cómo denostaba el apellido de sus antepasados: los Rouget. A diferencia de sus hermanos mayores, dos paletos cuya máxima ambición era heredar el infructífero negocio de su progenitor, él aspiraba a mucho más: a ser rico, influyente, a llevar de nuevo el apellido de su familia al lugar donde le correspondía. Y qué mejor ocasión para huir de su destino que una guerra. Las guerras vuelven poderosos a los inteligentes y desgraciados a los necios. Él siempre había sido avispado y estaba seguro de que en medio del revuelo encontraría la manera de prosperar rápidamente.

      A pesar de lo dramático de la contienda, para Max los últimos meses habían servido para ganar confianza en su plan. No se atrevía a decir que se trataba de una señal divina, desde luego, pero las dos veces que había salvado la vida de milagro reforzaban la firme creencia de que su sino estaba lejos de las suelas de cuero, cordones y remaches. Lejos de su familia.

      La primera fue en la batalla del río Mosa, en Sedán, por donde los tanques alemanes tenían que pasar tras atravesar las boscosas colinas de las Ardenas. Él y otros cuatro compañeros esperaban escondidos en el linde de un espeso bosque de robles. A pesar de estar en primavera, el día era frío y la incesante llovizna agravaba la desagradable sensación térmica. Max llevaba días con tremendos retorcijones por haber bebido agua estancada en un abrevadero y, aunque las órdenes eran que debían permanecer juntos en todo momento, se las apañó para convencer al cabo Gaillard de que era mejor que le dejasen separarse del grupo durante unos minutos. Apenas había andado veinte metros cuando dio con un hoyo de dimensiones considerables, resultado de la explosión de un mortero. La tierra, aún humeante por el impacto, desprendía un agradable calorcillo, así que se metió allí dentro para tratar de aliviar su quejumbroso estómago. El acogedor agujero hizo que se demorara más de lo normal en su faena y gracias a ello se libró de estar en el preciso lugar donde un misil alemán acabó con la vida de sus compañeros. Evitó dar muchos detalles a sus superiores sobre el incidente y la suerte, además de la vida, le valió para ocupar el puesto de Gaillard.

      La segunda fue unos días más tarde en Sivry. Aquello era un infierno, guerra en estado puro. La división Panzer de Rommel avanzaba como una apisonadora hacia la frontera franco-belga, repleta de búnkers, nidos de ametralladoras y barricadas para frenar a los carros de combate. El estruendo de las bombas no cesaba y el humo y resplandor de los innumerables fuegos cercanos eran una reproducción perfecta del infierno. Era difícil sacar la cabeza de las trincheras sin oír silbar las balas anunciando la muerte. En medio de aquel caos una voz sobresalía, la del capitán, que no dejaba de chillar: «Tenemos que salir de aquí cagando leches». Max no estaba por jugarse el tipo, pero quedarse agazapado era la peor opción, así que se incorporó y salió corriendo junto al resto de hombres de su pelotón. Cuando abandonaron su parapeto, los proyectiles alemanes se cebaron con ellos y varios de sus compañeros cayeron heridos antes incluso de haber comenzado a correr, pero la suerte, de nuevo, fue su aliada. En medio de la carrera hacia la muerte, un cuervo que surgió de la nada se interpuso entre él y la bala que llevaba su nombre. El desventurado pájaro no pudo frenarla, pero la desvió lo suficiente para que esta pasara a escasos milímetros de su casco. Seguramente aquel fue el único cuervo al que se le ocurrió aterrizar en un campo de batalla durante la Segunda Guerra Mundial, pero fue lo suficientemente oportuno para salvarle de nuevo la vida.

      Aquellos dos incidentes no pasaron desapercibidos para sus compañeros, que le habían comenzado a llamar Rouget le chanceux2. Al principio le hizo gracia, incluso se vanagloriaba de ello, pero su habilidad para esquivar la muerte pronto transcendió y en aquella ocasión le costó un disgusto.

      —Enhorabuena, Rouget, se va de este basurero —le informó el capitán de su regimiento.

      El caos reinaba en las oficinas generales del ejército en París. Los alemanes habían derrotado a las fuerzas aliadas en Dunkerque y marchaban imparables hacia la capital francesa. El traslado de la sede del gobierno al sur del país parecía inminente y, salvo que sucediera un milagro en los próximos días, Reynaud aceptaría las condiciones de los nazis para firmar un armisticio. La alargada habitación donde le habían ordenado que se presentara era un resumen perfecto de la situación. Los teléfonos sonaban incesantemente, oficiales y soldados entraban y salían en un constante vaivén, las estanterías estaban medio vacías y montones de papeles se apilaban por todas partes esperando que atareadas secretarias los bajaran en carritos de metal al crematorio.

      —¿Por qué motivo, mi capitán?

      No entendía su decisión. Precisamente ahora que los nazis acechaban la capital, era el momento para estar en París. Si se preparaba una ofensiva para defenderla, su nombre debía figurar en ella y si era abandonada a su suerte, sus conocimientos de alemán, ganados gracias a su tesón y un pequeño y manoseado libro que no recordaba cómo llegó a sus manos, podrían granjearle una oportunidad como enlace con el enemigo.

      —¿Por qué?, ¿por qué?... —rezongó su superior meneando de un lado a otro la cabeza—. ¿Usted se cree que esto es la escuela? ¿Me ve cara de maestra?

      —No, mi capitán.

      —Pues entonces no me pregunte lo que no le sé responder. Quizá le quieran usar como talismán… ¿No dice usted que tiene tanta suerte? Solo sé que su nombre está en la lista. Mañana a primera hora tomará el vuelo 639 a Pau desde Orly. Preséntese en el aeropuerto a las seis en punto y pregunte por el teniente René Marchessau.

      —Perdone que insista, pero no entiendo nada…

      —Bienvenido al ejército, el epicentro de las cosas que no se comprenden. Aquí lo que se suele hacer es obedecer órdenes y usted tiene una. Ahora, ¡lárguese de aquí! Haga el petate, despídase de su novia o vaya al Pigalle a emborracharse.

      —Sí, señor —respondió Max en voz baja, visiblemente amargado.

      Tan solo había dado un par de pasos hacia la salida cuando su superior bramó a sus espaldas.

      —¡No lo olvide! Mañana a las seis en punto.

      Y así es como Max Rouget y su petate, junto a una treintena de soldados, partió el once de junio, tres días antes de la toma de París, a la base de Pau en el sur de Francia. Apenas cruzó palabra con nadie durante el vuelo. Estaba taciturno, lamentándose por los acontecimientos de los días anteriores y por el modo en el que la burocracia, de un plumazo, había echado por tierra sus aspiraciones. Además, para colmo, había ido a parar bajo las órdenes de ese tal René Marchessau, que desde el primer momento le pareció un soberano cretino.

      Nada más aterrizar en la base militar, enclavada en un verde paraje a los pies de un macizo montañoso, el teniente Marchessau reunió a todos los recién llegados en el patio de armas. Allí, al igual que en el resto del país, se palpaba una sensación de nerviosismo generalizado.

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