Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero
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No vamos a hablar de todos aquellos profesores. De Phips me ocuparé más adelante y de Barta diré que había recorrido muchos países, que era un verdadero sabio y la figura más sobresaliente del grupo. Logró notoriedad en su país durante los oscuros años de los cincuenta por desarrollar y difundir un pensamiento de libre empresa independiente y a veces contrario al macartismo. Ahora era un viejito jubilado que recibía a los estudiantes de la Escuela en su residencia en el edificio Claret (en Sucre con Maracaibo) y les daba té con galletas (que adquiría en el Astor). Sus pláticas destilaban humanismo y respeto dentro de la concepción de los negocios. Si los gerentes comprendieran y resolvieran aspectos esenciales de la vida de los trabajadores, el comunismo no iba a prosperar en ninguna sociedad. Su carácter sosegado, su paciencia, su tino para enseñar el difícil arte de mantener la paz, la concordia, la justicia y la productividad dentro de esas estructuras competitivas y despiadadas que son las empresas, procurando siempre que los individuos, tanto jefes como subalternos, entreguen lo mejor de su capacidad creativa, fueron verdaderas enseñanzas de vida que no has olvidado.
Los profesores colombianos se hacían cargo de materias como matemáticas, estadística, economía, banca central y algo de derecho comercial y laboral. De Alberto Ruíz tienes un recuerdo especial: logró interesarlos genuinamente por las teorías del desarrollo económico, que divulgaba a partir de las obras de Simon Kuznets, Jan Tinbergen y Walt Whitman Rostow, y con frecuencia los acompañaba en las mesas de café o en el club. Estimulado por generosos vasos de ron, pasaba con facilidad del desarrollo económico a la utopía y elaboraba una deliciosa ficción sobre un planeta feliz que denominaba “Castalia”. Fue uno de los pocos que permitió en clase la especulación teórica y la apertura hacia diversos horizontes ideológicos.
Al comienzo no llegaron mujeres. La primera ingresó a la tercera promoción: Alicia Mendoza. Era la única en un estudiantado de más de cien hombres y debió soportar el comportamiento machista de los colegas. Dos factores adicionales para comprender el ambiente que se vivía en aquellos primeros años fueron la edad y la procedencia geográfica. Jairo Mosquera y tú fueron los más jóvenes (venían directamente del bachillerato). Los demás les llevaban dos, tres y hasta quince años. Habían iniciado otras carreras y algunos, ya casados, trabajaban para sostener a las familias. Así, las clases, conversaciones de cafetería y demás eventos revestían una seriedad mayor de la que usualmente se respira en las universidades. En cuanto a la procedencia geográfica, muchos eran antioqueños, pero había costeños, bogotanos, caleños y “pingos”.
Algunos tuvieron actuaciones y destinos curiosos. Uno de los candidatos conservadores a la campaña presidencial de 1962 era Alfredo Cock Arango. Tu compañero Jorge Leyva, novio de una de las hijas del candidato, mandó imprimir y pegar carteles con la leyenda “Jorge Leyva invita a votar por Alfredo Cock Arango”. El principal rival del candidato se llamaba de igual forma, Jorge Leyva. Indignado, le exigió públicamente al joven y desconocido estudiante que retirara los carteles, y para esto se valió de los medios de comunicación. El joven estudiante respondió por los mismos medios que no los retiraba porque tal era su nombre de pila; que era libre para apoyar a su suegro; que en Colombia había libertad para ejercer la democracia; y que si el político se sentía afectado por el homónimo, bien podía usar su segundo apellido para diferenciarse. (Aquellas elecciones fueron ganadas por Guillermo León Valencia.)
Un compañero se casó con una reconocida artista de televisión. Tuvo dos hijas, también artistas. A todas les sirvió de manager. Hace poco te lo encontraste, había cambiado de nombre, se hizo consejero del corazón, mentalista, predicador de Ecosofía y organiza clubes de enamorados. Otro, que antes de estudiar administración había sido jesuita, recibió a finales de los noventa una revelación del Arcángel Serafín y fundó una secta para comunicarse con extraterrestres y otras especies a través de médiums. Tuvo gran acogida porque muchos creían que el mundo se iba a acabar con el cambio de milenio. Dos de los más queridos murieron trágicamente en época temprana. Guillermo Lopera, quien se había radicado en Venezuela, fue asesinado por sicarios cuando visitaba a unos parientes en Medellín. Helmut Kurk trabajaba con su padre, Theodoro Kurk, poseedor de la agencia de bolsa más prestigiosa de la ciudad. Ambos fueron ametrallados en su oficina en una de las primeras acciones del narcotráfico.
LOS AÑOS SESENTA. En la casa de la calle Argentina ocupabas un cuarto en el primer piso –que te ofrecía independencia por ser el más cercano al portón–. Allí deben resonar todavía las voces de la muchacha de servicio en la cocina, de tu mamá por los corredores, de tus hermanos cuando ocasionalmente se peleaban, de tus hermanas en sus momentos de solaz y alegría. Resuenan, en especial, las de tu padre, enérgicas, cuando llegabas oloroso a cerveza a altas horas de la noche. En una ocasión, fue el 22 de noviembre de 1963, lo encontraste especialmente excitado. Al verlo, pensaste que iba a venirse con una andanada de reproches por el género disipado de vida que llevabas. En cambio, dijo: “mataron a Kennedy”. No supiste qué contestar y te dormiste con imágenes de guerra: algo grave iba a pasar.
Seguías tocando la guitarra y ya interpretabas arreglos del profesor Polanek y piezas de Tárraga, Bach y Albéniz. Había días que madrugabas para tocar una hora en el rincón más apartado de la casa antes de salir para la Escuela. En la tarde estudiabas en casa o en las casas de compañeros, y a las siete estabas listo para visitar a la novia de turno. Luego te dabas una pasadita por el Metropol y el Miami hasta las once para tomarte unas cervezas, jugar una partida de billar o conversar con los nadaístas.
Oscar vivía en la esquina de El Palo con Argentina, a una cuadra de tu casa. Era de tu edad y estudiaba medicina. El padre le facilitó una habitación en el primer piso, con salida independiente, y allí lo visitabas cuando venías del Metropol, a la media noche. Te maravillabas de su disciplina y constancia. Mientras tú perdías el tiempo en los cafetines, él se empeñaba a fondo en sus estudios. Ese año cursaba el segundo de carrera y le dedicaba grandes esfuerzos al Compendio de anatomía, de Testut. Uno de sus hermanos estudiaba ingeniería en la Universidad de Antioquia y se vinculó con un grupo subversivo. Su militancia era secreta. Un día recibió el encargo de asesinar a una persona. Dada su posición social y contactos familiares tenía acceso a la víctima. La orden fue simple: “mata a fulano. Aquí está el revólver. Tienes dos semanas para hacerlo. Si no lo logras, tú serás el muerto”. No fue capaz de ejecutar la orden y prefirió dispararse un tiro en la sien que no lo mató, lo dejó ciego.
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