Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero
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De las oficinas de INCOLDA se trasladaron a una casa vieja en el Palo, entre la Playa y Maracaibo, donde funcionaron por dos años; luego, al sector de la Aguacatala (sede actual). Cada semestre ingresaba un grupo de treinta a cuarenta estudiantes.
Para la fundación y primeros años se contó con el apoyo económico y logístico de la Agency for International Development (AID) de los Estados Unidos –programa bandera del presidente Kennedy para contrarrestar el avance del comunismo en América Latina– con lo cual la Escuela se perfiló desde su inicio como la punta de lanza de la oligarquía contra la izquierda. Bernard Hargadon, un egresado del Drexel Institute, dictó la primera clase, que fue de contabilidad. A partir de 1963 y por los cuatro años siguientes estuvo presente “la misión” de Syracuse University, N.Y., auspiciada también por la AID, con profesores del más alto nivel del programa MBA de esa universidad. La clase empresarial colombiana esperaba resultados milagrosos.
Se privilegiaba lo práctico e inmediato, evitando especulaciones y teorías. En algún momento y con el ánimo de enfatizar aún más los aspectos prácticos, las directivas aprovecharon a los profesores de Syracuse para crear un “Instituto Tecnológico” anexo a la Escuela, que ofreció programas de tres años. Fue dirigido por Bernardo Upegui, convocó cierto número de estudiantes, pero duró poco y fue refundido con la Escuela. Tal fue el origen de la sigla EAFIT: Escuela de Administración y Finanzas e Instituto Tecnológico.
El capitalismo y la libre empresa no eran cuestionados. El socialismo y el comunismo quedaban condenados y silenciados de antemano. Y para mantener tal asimetría, el programa evitaba cuidadosamente materias como literatura, filosofía, historia, arte, sociología y antropología. El vacío intelectual lo sentiste desde los primeros días. Estabas acostumbrado a leer y discutir sobre cualquier asunto, sin cortapisas, y el alimento que ofrecían era insuficiente. Algo se hablaba de Adam Smith y de Paul Samuelson, pero nunca mencionaron a Engels ni a Marx. Tuviste que esperar años para conocer a estos dos últimos, lo que sucedió, paradójicamente, en una universidad norteamericana.
Existía otro factor: la falta de cohesión del cuerpo estudiantil protegía a la Escuela –por lo menos en esa primera etapa– contra la formación de comités, asambleas y grupos de estudio distintos a los promovidos por la dirección. El sistema de prácticas mantenía a buen número de jóvenes fuera de las instalaciones. Apenas empezaba a fraguarse una inquietud, un tema, una protesta, ya estaba terminando el semestre y los estudiantes se dispersaban. Los que habían estado por fuera llegaban con preocupaciones diferentes. Por eso la Escuela, como si existiera en otro planeta, quedaba, en la práctica, al margen de los conflictos que afectaban al sistema educativo. Tal fue la institución que conociste hasta tu graduación en 1966.
El modelo parecía tan bien logrado que fue reproducido en otras ciudades. Así surgieron por lo menos una decena de programas de administración copiados de la Escuela (EAN, Los Andes y Externado en Bogotá; Universidad del Norte en Barranquilla; ICESI y la Universidad del Valle en Cali, y otras más). Celosos por tal proliferación, los primeros egresados crearon la Asociación Colombiana de Administradores de Negocios (ACAN), con sede en Medellín y capítulos en otras ciudades, con el objeto de reglamentar la profesión y garantizar que los nuevos programas tuvieran un mínimo de calidad. (José Alonso González fue su presidente en un período y tú lo acompañaste como vicepresidente) Un asunto que ocupó muchas horas de discusión fue el título. Algunos atacaban el de “Administrador de Negocios”, que sonaba demasiado a “Business Administration” (tal como se denomina en Estados Unidos) y preferían “Administrador de Empresas”, que les parecía más auténtico. (Hasta hoy perduran ambas denominaciones). Además, ¿qué validez tenía? La Escuela no era universidad (lo logró años después, durante el gobierno del presidente Pastrana Borrero). Por eso, mientras se llevaron a cabo las gestiones ante el ICFES, los egresados tuvieron que contentarse con una certificación emitida por Syracuse University. Para muchos tal certificación tenía más valor que el diploma de cualquier universidad colombiana.
Pero la condición de oasis de paz no le iba a durar para siempre. La confrontación ideológica y la lucha armada finalmente la afectaron. Quizás la denominación de “universidad” fue el detonante. Al avanzar la década de 1970 se organizaron jornadas y asambleas y unos profesores instigaron a los trabajadores y empleados para crear un sindicato. El Consejo Directivo, compuesto por los presidentes de las más importantes empresas de la ciudad, actuaron de la manera más contundente (en concordancia con el objeto inicial) expulsando a buen número de profesores, empleados y trabajadores y amenazando con el cierre definitivo. Hubo deterioro académico, cancelación de cursos, descontento y represión. Los pleitos laborales instaurados por los expulsados duraron años, lo que implicó enormes erogaciones. Pasaría mucho tiempo antes de que se cicatrizaran las heridas.
Pero regresemos a los inicios y detengámonos en los protagonistas. Bernard Hargadon fue la estrella; un tipo de treinta y cuatro años, alto, delgado, enérgico, entusiasta y simpático, que desde el primer día supo ganarse la atención y el cariño. Enseñaba contabilidad. Armando Múnera, de la primera promoción, le sirvió de traductor, pero, dado el lento avance de las clases, pronto prescindió del traductor e intentó expresarse en español; un español incipiente, lleno de palabras en inglés, y les solicitaba a los alumnos que lo iluminaran con el término que necesitaba para completar la idea. Es decir, mientras él aprendía el idioma con ustedes, ustedes aprendían contabilidad y algo de inglés con él. Realizó el milagro de convertir esa técnica sosa, mecánica, generalmente aburrida, en una materia interesante, mejor dicho, apasionante. (De aquellas jornadas surgió el libro Principios de contabilidad, que por décadas fue el texto obligado sobre la materia en Colombia) Además, este curso fundacional le señaló a la institución un camino que luego supo afianzar con otros magníficos profesores –como Héctor Ochoa– para hacer de la contabilidad un instrumento administrativo y financiero de la mayor utilidad. En ti determinó en buena medida tu desempeño como administrador. Aunque dejaste de practicarla profesionalmente, es un área en la que te sientes cómodo, porque conlleva una organización mental que es útil en todos los aspectos de la vida.
Los profesores de Syracuse fueron Allen Dikerman, Virgil Cover, Herbert Wachsmann, William Phips, Andrew Barta, Karl Vogt y otro de apellido Hauk, cuyo nombre hemos olvidado. Enseñaban relaciones humanas, procesos industriales, finanzas, distribución y marketing (aún no se usaba la palabra “mercadeo”) y, al igual que Hargadon, no sabían español y las clases las dictaban en inglés. (Los textos también eran en inglés) Bernardo Pérez, Bernardo Upequi y Álvaro Estrada, entre otros, les sirvieron de traductores. Una de las primeras iniciativas fue el sistema de casos. Recién había sido introducido en la escuela de negocios de Harvard y ya cundía como una novedad por las demás escuelas en ese país. La misión de Syracuse pretendió trasplantarlo a Colombia. Para tal efecto trajeron ejemplares de un grueso texto que los estudiantes debían adquirir. Allí estaban los famosos casos. Se trataba de historias de treinta o cuarenta páginas sobre problemas de empresas reales o ficticias con información sobre finanzas, personal, ventas y demás aspectos. El estudiante debía establecer el conflicto central, seleccionar los datos pertinentes, sugerir soluciones, las formas de llevarlas a cabo y las posibles consecuencias. El método pretende estimular la imaginación, razonamiento, análisis crítico e iniciativa. Pero los estudiantes de la Escuela no estaban preparados para esta técnica maravillosa, porque los casos se referían a empresas norteamericanas. Al ser leídos por provincianos de este país subdesarrollado, es decir, fuera del contexto cultural en el que fueron construidos, parecían ciencia ficción. Estaban redactados en inglés y la sola lectura demandaba un esfuerzo demasiado arduo. Además, la educación primaria y de bachillerato que recibiste y recibieron los de tu generación consistía, como hemos visto, en memorizar y repetir verdades