Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero
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Pero un día llegó un joven diferente. No estaba acompañado por una barra de adláteres, ni venía en el carro de la familia y ni siquiera llegó en motocicleta. Llegó solo y a pie. Tenía un nombre corto y sonoro: John. Era buen conversador, saludaba atentamente y Regina pensó que, por sus apellidos, podía ser bien recibido (su bisabuelo había sido un famoso constructor de puentes). Vivía a poca distancia, en el barrio Prado, en casa de los abuelos. Cecilia lo atendía en la puerta, como era costumbre, ante la vista de todo el mundo. Luego pasó a la sala. Poco a poco, sin embargo, aparecieron rasgos que pusieron a pensar a la novia y a la familia. John descreía de los curas, abandonó el colegio, según dijo, para “hacerse cargo de su propia educación”; era un hábil jugador de ajedrez y ganaba dinero en el Metropol compitiendo con profesionales. Se consideraba a sí mismo un genio, iba a ser escritor y proyectaba una obra filosófica que, según decía, superaría a la de Hegel. Llevaba libros bajo el brazo tomados de la biblioteca del abuelo, que saqueaba sin contemplaciones. Citaba de memoria a Dostoievski, Schopenhauer y Nietzsche, era capaz de hablar horas sobre la falta de sentido de la vida y del universo y con frecuencia concluía que el último refugio del sabio es el suicidio. También estudiaba las 14 lecciones sobre filosofía yogui y ocultismo oriental, de Yogi Ramacharaka, “para encontrar la serenidad”. Lo más llamativo, empero, eran sus conocimientos de hipnosis. Llevaba años estudiándola. Conocía un buen número de libros sobre el tema y hacía demostraciones por las esquinas y tiendas del barrio. Ya tenía fama y muchos incautos se prestaban para sus prácticas. Y, en efecto, hipnotizaba a uno o dos adolescentes con la mirada penetrante, movimientos bien estudiados de las manos y una voz profunda que modulaba las órdenes con decisión. Sin duda, conocía el oficio. Los ponía a bailar, a decir tonterías, a reír a carcajadas o a llorar. Hacía que sus músculos se pusieran rígidos y, con la ayuda de los presentes, los extendía entre dos taburetes a modo de puente, sostenidos en la nuca y los talones. Era “la prueba de la catalepsia”. O los chuzaba con agujas y les daba órdenes post-hipnóticas. Hablaba mucho del tema: con el hipnotismo era posible curar enfermedades, dejar de fumar o de amar, superar la timidez, aumentar el arrojo y controlar el miedo, recordar los detalles más nimios de la niñez, revivir los sueños más escondidos, desarrollar nuevos gustos y nuevas capacidades intelectuales. Se refería a la auto-hipnosis. Decía que la había practicado con resultados sorprendentes. A través de ella era posible controlar las facultades del espíritu, fortalecer la voluntad, ser más inteligente, más inspirado. A ella le debía sus triunfos en el ajedrez. A veces se extendía en especulaciones sobre lo para-normal –telequinesia, telepatía, adivinación del futuro– que dejaba boquiabiertos a los espectadores.
A medida que John mostraba estas facetas, Cecilia se acercaba a la conclusión de que no era la persona con quien quería establecer relaciones serias. Un día se llenó de valor y lo rechazó. John no se inmutó. Pensó que se trataba de un capricho transitorio; era cuestión de insistir. Entonces cambió de estrategia y buscó tu amistad. Ya habías presenciado alguna sesión de hipnosis en la tienda de la esquina y el tipo te mantenía intrigado. Aceptaste su amistad porque te interesaban sus conocimientos sobre literatura y sobre el control de la voluntad. Su teoría sobre la superación personal te parecía convincente. Fuiste a su casa y conociste a su abuela y a dos tías solteras. Vivía con ellas desde niño; el padre lo había dejado allí; rara vez venía a visitarlo y casi nunca se sabía dónde estaba. Quizá administraba fincas en la Costa o en los Llanos, quizás fuera contrabandista o algo más exótico. John hablaba de su padre como si fuese un héroe de novela, pero lo criticaba y en el fondo lo odiaba. En cambio, nunca mencionó a la madre. Hacían largas caminadas nocturnas. Visitaban arrabales y cantinas “observando la realidad”. Siempre tenía una reflexión inteligente sobre las personas y las cosas. El diálogo era intenso; los temas trascendentales. Una y otra vez venían a cuento las preguntas sobre el origen del universo, sobre la civilización y la historia, sobre el sentido de la vida. También las preguntas sobre la injusticia del régimen capitalista, sobre la necesidad de adelantar la revolución, de luchar contra el imperialismo yanqui. ¿Qué estaba ocurriendo en la inmensidad del mundo exterior? ¿Qué iba a pasar con la guerra fría y la carrera del espacio? ¿Qué importancia tenían para el futuro de la humanidad el Sputnik, la perra Laika, Yury Gagarín y Valentina Tereshkova?
A veces, las caminadas los llevaban por las montañas, hasta el Pan de Azúcar y otros picos y desde allí miraban la ciudad y reflexionaban sobre ella. O iban en tren hasta la estación Pradera, a un par de horas de viaje –donde su familia tenía una finca de piñales y caña de azúcar– y allí recorrían los sembrados, hablaban con campesinos y se bañaban en la quebrada. Fue en uno de aquellos paseos cuando surgió el proyecto de viajar a la Guajira. John mantenía una obsesión por la Guajira, donde vivió su padre y donde le compró a un cacique una muchacha núbil (John enfatizaba la palabra “núbil”). Luego de poseerla incumplió el trato y tuvo que huir para evadir la venganza de la tribu. Contó la anécdota muchas veces y en cada oportunidad cambiaba los incidentes, aumentaba o disminuía la belleza de la muchacha y el peligro que vivió el padre. Pero siempre, en esa aventura, John veía un carácter heroico, un proceder novelesco. En esos momentos parecía enorgullecerse de él y quería recorrer los territorios que él había recorrido. Tú también habías soñado con la Guajira (cuando leíste la novela de Zalamea Borda) y no necesitó mucho para convencerte. Un día de madrugada tomaron un bus de Rápido Ochoa. Fueron muchas horas de viaje por esas carreteras que seguían en construcción. Pasaron por Cartagena, Barranquilla y Santa Marta sin detenerse. Lo importante era llegar a Uribia y al Cabo de la Vela, un territorio que se consideraba exótico, por no decir salvaje y desconocido. Aún no habían construido la carretera de Santa Marta a Riohacha entre la Sierra y el mar; existía una por Valledupar, en realidad una trocha. Pernoctaron en Valledupar y continuaron en un bus que recogía y dejaba pasajeros por el camino. Y, a medida que se acercaban a la Guajira, repetían una y otra vez el propósito de visitar las tribus, conocer a sus mujeres y ver en directo cómo era que las negociaban. Cerca de Barrancas vieron la primera. Esperaba el bus al borde del camino. Subió y buscó un asiento. John no lo dudó: se sentó a su lado y entablaron conversación. Pocos kilómetros más adelante el bus se detuvo, la muchacha descendió, y antes de que tú pudieras reaccionar, ya John también había descendido, llevándose el morral que cargaba. Ni siquiera se volteó para decirte adiós; al momento quedaron envueltos en una nube de polvo. Tu primera reacción fue gritarle al conductor que se detuviera, tú también querías descender. Por fortuna no lo hiciste. No podías seguir a ese loco hasta el fin del mundo y menos ahora que te había dado la espalda en medio del desierto. Allá él, que hiciera lo que le viniera en gana, tu seguirías tu camino. El bus pasó por diversas rancherías y en cada una viste más y más mujeres. Vestían sus atuendos y llevaban la piel cubierta con betún, que les servía para defenderse del sol. Llegaste a Riohacha. Era un poblado de casas de paja y calles de tierra junto al mar. Abundaban las palmeras; también las mujeres y casi todas vestían como indígenas. Las observaste, las seguiste por las calles. Te hospedaste en una cabaña en la playa. Estabas contrariado por la deslealtad del amigo. Por momentos pensabas que tú eras el beneficiado: viajar en solitario permitía ir más lejos. Seguirías hacia el norte, hasta el final, hasta donde se acaba la tierra en el Cabo de la Vela. Tendrías tu propia aventura, nada que fuera compartido. Pero otros momentos pensabas que John iba a aparecer. Te ofrecería disculpas y reconstruirían la amistad. Así estuviste dos días en aquel hotel de playa y no hiciste nada distinto a bañarte en el mar, mirar a las mujeres y caminar por las calles polvorientas. Te animaba una curiosidad infantil y, como no encontrabas a la muchacha núbil con la que estabas soñado, tu arrojo se fue desmoronando. Sobra decir que tu amigo nunca apareció. Al tercer día hiciste cuentas, el dinero no era mucho y decidiste que lo visto y lo vivido era suficiente, que las princesas de aquella tierra no eran para ti y que era hora de tomar la vía de regreso.
Después del viaje, John volvió a solicitar a Cecilia, pero se encontró con el rechazo definitivo. Tú tampoco querías saber nada de él y ni siquiera le preguntaste cómo había terminado la aventura. Ahora el hombre tocaba a la puerta