Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero
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Eran los hombres quienes hacían el esfuerzo, desde la llamada y la visita hasta los gastos de la salida y la iniciativa en las caricias y los besos. Ellas no llamaban, ni sufragaban gastos, manifestaban un catolicismo acendrado y se cuidaban de expresarse sentimentalmente, porque si se excedían un tanto, con facilidad las tachaban de putas.
Tú participabas de estos protocolos y así conociste decenas de muchachos y muchachas cuya amistad renovabas cada semana. Fumabas y, aunque eran un poco más costosos que los nacionales, disfrutabas exhibiendo y ofreciendo Lucky Strike, Camel o Chesterfield, las marcas preferidas por los héroes de las películas de moda. Un tiempo después, sin embargo, pensaste que fumar pipa era más sofisticado; que daba un aire más intelectual y aventurero. Entonces te paseabas por Junín esparciendo el aroma intenso y dulzón del tabaco rubio. Y, en efecto, convocabas más miradas y no faltaron los aduladores, lo cual te impidió comprender que se trataba de un gesto petulante y artificial que más bien causaba rechazo y burla. A pesar de que invertiste grandes esfuerzos para hacer que el hábito se convirtiera en un rasgo natural de tu personalidad y para curar las pipas, terminaste por abandonarlas cuando ya no pudiste resistir la irritación de garganta y el malestar general que te producían. Por fortuna ahí paró el deseo de fumar.
Las mujeres establecían sus rutas y los hombres definían sus territorios, de modo que los encuentros se hacían predecibles. El recorrido podía iniciarse en La Playa. De ahí hacia el norte y a uno y otro lado hasta al Parque de Bolívar, los mojones más reconocidos eran el Hotel Europa, Librería Continental, Everfit, Club Unión, Doña María (cafetería), Astor (pastelería suiza), Metropol (salón de billares), Miami (cantina con traganíquel y meseras). Poco después apareció Versalles, al frente del Metropol, una cafetería regentada por un argentino donde se reunía la colonia de ese país, compuesta principalmente por jugadores de fútbol y cantantes de tango.
Hacia las siete, una vez cumplida la cita en Junín, las muchachas se marchaban con un revuelo de faldas y gestos emocionados y los jóvenes se dispersaban. Muy pocos se iban a sus casas a estudiar. La mayoría continuaba la jornada en el Miami, el Metropol y otros cafés que abundaban por Maturín, Palacé y Avenida Nutibara. Era la hora de celebrar con cerveza “los levantes”, de estrechar las relaciones masculinas, comentar los incidentes de Junín y seguir hablando de revolución y cambio social. Aquí el trato ya no era con las niñas de buena familia sino con las mujeres del pueblo que atendían las mesas; prostitutas envejecidas que debían soportar el trato desvergonzado que a esta hora desplegaban aquellos burguesitos estimulados por los encuentros de la tarde, por el licor y la música arrabalera que sonaba en los traganíqueles.
Por esos días conociste a Inge, tu primera novia. Cierro los ojos y sigo viendo su belleza fresca y su cuerpo flexible. El pelo fiero y abundante, de color castaño claro, casi rubio, lo sujetaba en “cola de caballo” con una gruesa cinta negra. No era alta, tal vez lucía un tanto llenita, pero se movía airosa gracias a la flexibilidad de su cintura y a la alegría de su temperamento. Estudiaba en el Sagrado Corazón. Hija única de familia alemana, vivía en una casa campestre en Robledo. El padre era ingeniero y trabajaba con una empresa extranjera. Tú la visitabas en las tardes, al salir del colegio. En el jardín se dieron los primeros besos. A veces Inge se tornaba ensimismada y romántica y leía en voz alta poemas de Porfirio Barba Jacob, Alberto Ángel Montoya y Julio Flórez. A su padre le tomaste cariño, era simpático y alegre. La madre, en cambio, te parecía lejana; siempre elegante, de negro y con collares. No te dabas cuenta de que su aparente frialdad se debía a que casi no hablaba el español. La relación duró un año. Asistieron a un par de fiestas de la colonia alemana en el Hotel Nutibara. En estas ocasiones te sentías cohibido; todos hablaban alemán, bebían y brindaban, cantaban en coro y bailaban polkas y valses. Inge te enseñó algunos pasos y algunas frases en su idioma. Cuando terminó el bachillerato, sus padres la enviaron a su país. Seis años después, según supiste por una noticia de periódico, se casó con un ingeniero en la ciudad de Wiesbaden.
Con Gustavo, tu compañero de colegio, ibas a los barrios de tolerancia. Las casas de lenocinio encendían en la fachada un bombillo rojo al anochecer, en señal de que los servicios estaban disponibles. También dejaban abierta la puerta para que los clientes se sintieran bienvenidos. Las mujeres conversaban en corrillo en la acera o se asomaban por las ventanas. La familia de Gustavo tenía chofer y este los invitaba a recorrer Lovaina antes de devolver el vehículo al garaje. Mientras él conducía, ustedes volcaban el cuerpo por las ventanillas con el rostro iluminado y los ojos bien abiertos, mientras las mujeres los llamaban y les hacían señales. El chofer, seguramente consciente de la responsabilidad que tenía con el hijo de la patrona, aceleraba veloz. Pero un día pareció ceder a los ruegos y se decidió a presentarles a unas “amigas”. (Tal vez la madre, que era viuda, acudió a los servicios del chofer para que le ayudara a su hijo a asumir la edad, y de paso tú te beneficiaste) La casa quedaba en Lovaina. A partir de ese día la visitaban al final de la tarde, cuando aún no llegaban los clientes verdaderos. Al traspasar el umbral entrabas en un mundo desinhibido donde no imperaba el decoro: las mujeres expresaban sus deseos y emociones sin reserva, hablaban del cuerpo sin tapujos, mostraban sus formas sin pudor, el sexo parecía no tener secretos. Respiraste el aire de las alcobas perfumadas, palpaste la suavidad de los encajes, conociste la opulencia de los senos. Allí todo era risa y alegría. Las jerarquías eran diferentes. La figura de poder no era masculina: mandaba la “madona”; era la dueña, la responsable del orden, la valiente capaz de enfrentarse al borracho buscapleitos; la que decidía quién ingresaba o cuándo terminaba la fiesta. Te sentías fascinado por sus senos enormes, sus caderas amplias y, al mismo tiempo, intimidado por su autoridad. Sabía armonizar su capacidad de mando con la sagacidad del comerciante y la ternura de la madre. Se preciaba de guardar en cualquier circunstancia la identidad de sus clientes. Actuaba como curandera y conocía de enfermedades y remedios. Y, sobre todo, sabía aconsejar, no solo a sus muchachas sino también a sus clientes. El primerizo encontraba en ella una mano segura y suave que lo guiara por el dulce y a la vez tortuoso camino del sexo. También podía darle consuelo al triste, al extraviado, al esposo de la mujer frígida. Sabía seleccionar a sus pupilas, entrenarlas, vestirlas y moldearlas a su gusto. Las jovencitas de los pueblos, expulsadas del hogar paterno por haber perdido la virtud –con frecuencia víctimas de violación–, encontraban en ella protección y hogar. Ingresaban sin esperanza de un futuro mejor y en pocos años consumían las pocas reservas de salud y belleza que alguna vez tuvieran. En cambio, “el hombre” de la casa era marica; se encargaba del aseo, de servir los licores y preparar los alimentos. Cantaba por los corredores, decía chistes, asumía gestos femeninos, a veces usaba ropas de mujer y le daba a cualquier reunión un aire de carnaval. Estaba dispuesto a complacer a quien se lo pidiera y competía con las muchachas en el juego de la seducción.
Allí trabajaba Mildred. Era de la costa y su acento y alegría la distinguían de las demás. Lucía un cabello azabache y liso que caía por los hombros, un cuerpo menudo y siempre una sonrisa. Te hablaba de su tierra y te puso a soñar con el mar, que no conocías. El color y las más altas vibraciones estaban más allá de estas montañas y estos pueblos antioqueños. Allá existían seres y culturas distintas y territorios que algún día tendrías que recorrer con ella. Le