Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero
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Por esa época nació María Constanza, tu hermana menor, a quien siempre llamaron Conny. Ya eran cinco hijos. Fue un momento especial porque la tía Candelaria vino desde Ibagué para acompañar a Regina. La llegada de los niños nunca había despertado curiosidad en ti. Pero ahora estabas inquieto. Habías notado la barriga inmensa de mamá y la salida apresurada con papá para la clínica, y, sin embargo, no lograbas asociar tales síntomas con la posterior aparición de la niña.
También es memorable aquella época por el pleito que habría de sellar el infortunio y llenar de desconfianza y rencor las relaciones de la familia. A la muerte de la abuela se abrió la sucesión y faltaron propiedades. Vinieron las indagaciones y se descubrió que Adán, posiblemente con la complicidad de sus hermanas solteras, le había hecho firmar a Clementina escrituras de traspaso en el lecho de muerte. Candelaria y Regina pidieron explicaciones y Julia les salió con esta perla de la cultura patriarcal: “por estar casadas, ya tienen quien vea por ustedes; en cambio, los solteros estamos desprotegidos”. Trataron de llegar a un acuerdo, pero al final tuvieron que iniciar el pleito. Lo lideró tu padre. Los fallos salían favorables, pero tardaban demasiado y, entre tanto, las propiedades pasaban de mano en mano entre comerciantes de bestias y carros, testaferros a quienes Adán presentaba como “socios”. Pasaron más de tres lustros. Cuando la Corte Suprema de Justicia falló en última instancia a favor de Candelaria y Regina, el patrimonio objeto de disputa había desaparecido.
Con motivo de la primera comunión te regalaron un balón y una bicicleta. Pronto perdiste el balón: los muchachos mayores de la barra se lo apropiaron y te pusieron de portero. La experiencia fue definitiva: recibiste un balonazo tan fuerte en pleno rostro que casi te deja inconsciente. El comentario fue: “no sirve pa’ portero” y nunca te devolvieron el balón. Tanto te dolió el golpe que nunca lo reclamaste, y allí murió para siempre el interés por el fútbol.
Trataste de iniciar el bachillerato en el Colegio de San Ignacio –localizado en la plazuela del mismo nombre–, que distaba pocas cuadras de casa y cuyo enorme edificio de cuatro pisos era intimidante. Los patios estaban rodeados de corredores y claustros, el acceso a ciertas áreas era prohibido, había escalas secretas para subir a la torre de la iglesia –donde la atracción principal eran las campanas y el mecanismo del enorme reloj– o a la terraza que servía de observatorio astronómico y laboratorio de meteorología. Los llevaban a Loyola, en Buenos Aires, donde había piscina y canchas de deporte. Practicabas en la piscina la natación que habías aprendido en los ríos de San Carlos, mientras los compañeros se divertían en las canchas.
La experiencia escolar no fue exitosa. El énfasis en lo religioso –misa diaria, meditación, ejercicios espirituales–, las largas horas de estudio en silencio, en salones de cien o más estudiantes, todo bajo la mirada severa de un jesuita, no contribuyeron a facilitar tu paso al bachillerato. Aquellos educadores parecían estar de acuerdo en que eras perezoso, desaplicado, desatento, charlatán e irresponsable. Que no servías para nada. Que eras un pecador, que debías arrepentirte y acudir al confesor. Dios y la Virgen eran testigos de tu maldad; no tenías forma de ocultarles tus pecados. Te lo repitieron a lo largo del año y nunca recibiste una voz de aliento, una felicitación, una buena calificación. El resultado era predecible: en noviembre las notas mostraron que habías perdido y por lo tanto quedabas expulsado. Al salir estabas llorando y, en la portería, el hermano Suárez te dio un formulario de repitente. Te recibió mamá, al verte llorando pensó que te habías accidentado, y al ver los papeles no supo si regañarte o mimarte. Discutió el caso con papá y decidieron que eras todavía muy niño, que sin duda era una lástima lo de la pérdida, pero que tenían suerte porque los jesuitas, tan buenos educadores, te estaban brindando una segunda oportunidad. Por eso, sin más discusión, te consolaron, llenaron el formulario y al otro día tenías el cupo asegurado.
La bicicleta fue tu consuelo. Como el tráfico era escaso, con otros ciclistas de la barra iban a sitios cada vez más lejanos. En la ciudad está representado todo el continente: una calle se llama Brasil, otra Argentina, otra Colombia. También están Ecuador, Bolivia, Venezuela, Cuba y Chile; urbes como Buenos Aires, Caracas, La Paz y Guayaquil. Además, Medellín es la cifra de la historia patria: Boyacá, Maturín, Pichincha, Bomboná, Ayacucho y Junín recuerdan batallas famosas. Sucre y Girardot, a próceres. Y no podían faltar el Parque de Bolívar y el Bosque de la Independencia. Recorrer la ciudad en bicicleta era mejor que ir a clase; más ilustrativo. Tenía ventajas: conocías el mundo por ti mismo y en cada esquina encontrabas una sorpresa.
En el Bosque de la Independencia recibiste enseñanzas que no habías logrado en ningún otro sitio. Era un amplio parque público con arboledas y lago –donde hoy funciona el Jardín Botánico– rodeado por “zonas de tolerancia”. Las prostitutas y sirvientas concurrían allí los domingos para encontrarse con amigos y amantes. Con Ignacio, otro ciclista de la barra, seguían a las parejas por entre la arboleda para sorprenderlas besándose o haciendo el amor. Las mujeres, atraídas por la apariencia de las bicicletas, les aceptaban conversación. Ignacio les pedía que se levantaran las faldas o se dejaran tocar. Ellas se reían de la ingenuidad de las propuestas y con picardía les mostraban los muslos. Alguna hasta se dejó tocar los senos. La riqueza y variedad de sensaciones eran infinitamente mayores que las del colegio y estabas deslumbrado; por eso esperabas con ansia cada fin de semana, para irte de excursión con Ignacio. Pero luego caías en una gran confusión: sentías placer y orgullo, como si hubieras logrado una hazaña de adulto y, al mismo tiempo, angustia por haber pecado en materia grave. A la primera oportunidad ibas al confesor; él te invitaba al remordimiento para que la absolución fuese efectiva, pero la desazón no terminaba. ¿Qué es el remordimiento? –te preguntabas–. De las clases de religión nada claro había quedado. Ahora, el padre decía que es “desear ardientemente que no hubiese sucedido lo que sucedió”. Esto era imposible: ¿cómo no desear que hubiese sucedido, si precisamente lo que sucedió era lo que más deseabas?
En la barra, el ambiente, en general, era de camaradería, pero no faltaban las burlas y abusos de los grandes contra los pequeños. Por eso, no era raro que estallara alguna pelea. Fue así como un día te viste enfrentado a Jaime, a quien llamaban Pecueca. No sé por qué, pero te “llevaba bronca” y no perdía oportunidad para burlase de ti. Tú, que siempre fuiste pacífico y paciente, evitabas su presencia. Alguien te aconsejó que, si querías superar la situación, no tenías más remedio que enfrentarlo, nadie iba a hacerlo por ti. Una tarde estaban reunidos en la esquina. Cuando llegó Pecueca te empujó para que le cedieras el sitio. Tú, armado de falso valor, le espetaste, “no me empuje, hijoeputa”. Todos oyeron el insulto y los rodearon. Pecueca no se hizo esperar; se te vino encima y en menos de lo que canta un gallo te reventó la nariz y rasgó la camisa. Te invadió la furia y lo empujaste con tanta fuerza que fue a parar al suelo. En realidad, tuviste suerte. Estaban junto a una cuneta; tropezó, cayó de espaldas y se dio contra el borde de la acera. Al verlo en esa situación, algunos te gritaban que aprovecharas, que lo cogieras a patadas. A ti no te pareció digno hacerlo, y te quedaste en guardia. Pecueca no salía de la sorpresa. Tuvieron que ayudarlo a parar. Estaba rengo, con la espalda y la cadera entumecidas por el dolor y, por lo tanto, temporalmente fuera de combate. Así terminó el round. Nunca antes habías sentido una sucesión más frenética de emociones: rabia intensa, miedo, coraje, dolor en la cara y en la mano, satisfacción cuando lo viste en el suelo, sorpresa cuando sentiste la sangre corriendo por el rostro, tristeza y desconcierto cuando viste la camisa hecha jirones, aprehensión cuando consideraste qué ibas a decir en casa al llegar esa noche en condición