Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero
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Una de las mejores cosas que aprendiste en el bachillerato fue a nadar con algún estilo. El colegio permitía que los estudiantes pasaran en la Biblioteca Pública Piloto cierto número de horas a la semana. (Fue fundada en 1952 y funcionaba en una casa en la Avenida la Playa) Podían leer los libros que quisieran y llevarlos en préstamo. Aunque el fondo era incipiente, siempre encontraste algo de interés. Un día diste con un manual de natación. Estaba escrito por Johnny Weissmüller y tenía fotografías y dibujos. Lo primero que te llamó la atención fue el nombre del autor. Bien lo conocías, pues protagonizaba las películas de Tarzán. En el libro cuenta sus secretos: cómo extender el cuerpo sobre el agua, cómo tomar el aire por la boca con un movimiento de cabeza y expelerlo por la nariz con la cara hundida, cómo mover los brazos y cómo extender las piernas y a la vez mantenerlas flexibles para que la potencia del movimiento sea máxima. Practicabas cuando tenías oportunidad. Nunca tuviste un profesor y, sin embargo, tu estilo llegó a ser aceptable. De hecho, la natación ha sido uno de tus deportes favoritos.
En la Piloto encontraste también una novela de Hermann Hesse, Damián, que leíste sin comprender mucho, pero que te dejó un estado de ánimo taciturno. Salías solitario a caminar por calles y barrios lejanos para meditar sobre el ser y la existencia y por un tiempo te sentiste imbuido de una especie de exaltación poética que nunca antes habías experimentado.
Las vacaciones de julio de cuarto de bachillerato fueron especiales. Por primera vez viajaste en solitario fuera de la ciudad. Tus primos Jaramillo vivían en Buga y fuiste a visitarlos. Carlos Alberto te llevó a los sembrados de algodón y sorgo del padre. Cuando arreciaba el calor se metían en calzoncillos al Cauca aferrados a un cable. Y tuviste la suerte de volar en avioneta. Estaban contratando una fumigación y el piloto quiso hacer un vuelo de prueba con los tanques vacíos de fumigante, por lo cual Carlos Alberto y tú pudieron acompañarlo. El avioncito se encumbró hacia las nubes, giró en redondo, se precipitó en picada hacia el lote que iban a fumigar, voló a ras de tierra hacia un árbol frondoso que marcaba el lindero y cuando te hacías a la idea de que iban a estrellarse, subió y giró hacia la derecha. Al aterrizar casi no podías mantenerte en pie, por el mareo, el temblor en las rodillas y la emoción.
Luego te fuiste para El Espinal. Allí estaban los tíos Cristóbal y Candelaria. Habían dejado Ibagué (donde vivían) por recomendación médica. Cristóbal, que fumaba desaforadamente, había desarrollado enfisema pulmonar, lo asaltaban los más alarmantes ataques de tos y pasaba las noches acezando. (Todavía no se ofrecían tanques de oxígeno para uso doméstico). A la pobre tía no le alcanzaba el ánimo para ayudarle, para ir en busca de un médico o una droga, y para estar al tanto de tu visita. Además, el calor era insoportable. Entonces decidiste viajar a Bogotá. Esto no estaba en el programa, pero te parecía mejor que continuar en aquel ambiente enfermizo. El bus te dejó al medio día en San Victorino (no existían terminales de trasporte). Averiguaste que a las nueve de la noche salía otro para Medellín, compraste el boleto y te fuiste a caminar, sin rumbo, por esa ciudad inmensa y desconocida. Nadie te esperaba. No pensaste en un hotel; el dinero alcanzaba apenas para el regreso. Pero sentías una extraña seguridad, una libertad interior, un deseo de aventura. Deambulaste por la Plaza de Bolívar, la Candelaria y la Séptima. De repente, por puro azar, te encontraste frente a la vitrina de un almacén de instrumentos musicales. Allí estaban exhibidos guitarras, violines, contrabajos, flautas, saxofones y trompetas. También partituras y, al fondo, se veían los pianos. Era el llamado de un mundo feliz, iluminado por las estrellas que desde la primera edad identificabas con lo más elevado del género humano: Bach, Mozart, Beethoven… Tímidamente te asomaste por la puerta y un viejito amable, sin duda un extranjero, te invitó a entrar. Le dijiste que no ibas a comprar nada, que solo querías ver los instrumentos. Él respondió que no importaba, que él mismo iba a enseñártelos. Y así fue nombrándolos, haciéndolos sonar, explicando de dónde provenían y para qué tipo de obras se usaban. Cuando llegaron a las guitarras quedaste extasiado. Al tañer alguna pensaste que la armonía y sonoridad que de allí surgió no podía ser igualada por ningún otro. Regresaste a la calle convencido de que el viaje a Bogotá se había justificado. Por fin te dejaron abordar el bus y dormiste toda la noche acurrucado, transido de frío, aunque nimbado por ensoñaciones en las que te veías interpretando melodías en una guitarra dorada.
Las dos principales aficiones de tu padre fueron la filatelia y la fotografía. Al evocar estos recuerdos viene a la mente la figura de Marco Tulio Jiménez, un abogado que vivía en la Avenida la Playa. Cuando fuiste con tu padre a su casa no habían concluido las obras de la canalización en ese sector. Ya él estaba jubilado y se dedicaba a coleccionar estampillas. Fumaba y mantenía cajetillas de distintas marcas y calidades, que le permitían alternar el tabaco rubio con el negro. De hecho, es la única persona que conozco que podía fumar uno tras otro tal variedad de tabacos. Era flaco, alto, ceremonioso, serio, trascendental, siempre vestido de paño y corbata. En su casa los recibía en un salón penumbroso y con tu padre pasaba horas revisando álbumes de sellos, discutiendo precios y buscando referencias en inmensos catálogos traídos del extranjero. También hablaban de la situación política del país, de la Segunda Guerra Mundial y otros temas importantes; y nunca los oíste reír. Cuando murió, tu padre se sintió afectado porque lo consideraba uno de sus mejores amigos. Jorge continuó con la afición de los sellos, especialmente los de Colombia. De vez en cuando pasaba por la oficina de correos para adquirir las últimas emisiones y en ellas invertía un dinero que a lo mejor necesitaba para cosas más terrenales. Pero siempre tuvo fe en que su colección era un ahorro, una manera de formar un patrimonio que día a día se valorizaba. Cada dos años conseguía el último catálogo y se daba a la tarea –callada, paciente, exhaustiva y efímera– de valorar la colección, buscando sello tras sello en el catálogo y completando una enorme lista de códigos y precios. Al final sumaba. Quedaba satisfecho y orgulloso y le anunciaba a la familia el monto al que había llegado. Cuando murió, estaba seguro de que su tesoro era un buen legado para los hijos. Aspiraba a que alguno continuara la colección. Y en caso de que esto no sucediera, iba a ser sencillo sacarla a remate para obtener unos fondos importantes. Por desgracia nada sucedió. Los álbumes y demás utensilios filatélicos quedaron en algún cajón, acaso saqueados, reducidos a curiosidad de museo y por todos olvidados.
Su afición por la fotografía fue de toda la vida. Se preciaba de tener las mejores cámaras, de haber logrado excelentes tomas, de estar al día en las técnicas más novedosas. Estuvo suscrito a revistas especializadas y no perdía oportunidad