Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Memoria de la escritura - Álvaro Pineda Botero страница 14
Por la época de Semana Santa las clases regulares en el colegio eran sustituidas por espacios de meditación y lectura. Era también la ocasión para invitar a algún conferencista externo. Ese año (estarías en cuarto o quinto), las inquietudes sexuales se habían convertido en asunto prioritario. Existía un problema de lenguaje o, mejor, de traducción: cuando los padres y maestros se veían obligados a explicar el coito, lo hacía en términos científicos y poéticos para guardar el decoro. Acudían a metáforas vegetales y se referían a los pétalos y sépalos, el estambre, el pistilo, los óvulos, el polen y la fecundación. Los muchachos quedaban en Babia. Esto, sin embargo, no les impedía a unos cuantos hacer alarde de las mayores y más fantasiosas proezas, para lo cual usaban la jerga callejera. La dificultad radicaba en que los muchachos no establecían las correspondencias entre uno y otro lenguaje. Aquella conferencia causó escándalo. La dio un médico. El rector le pidió que hablara sin rodeos. Así lo hizo y los primeros sorprendidos fueron los curas. Dijo que después de los quince años era normal que el joven visitara una casa de lenocinio, es decir, de putas. Allí los peligros no eran morales sino profilácticos, o, sea, de salud. Al encerrarse en una habitación con una mujer en pelota, venía la erección, es decir, el pene se endurecía. Para que no quedaran dudas, pene era lo mismo que chimbo, como lo llamaban en Antioquia, o verga, como le decían en la Costa. Luego procedió a explicar cómo se introducía el pene en la vagina, y agregó que vagina era lo mismo que chimba. Habló de la eyaculación y aconsejó dos prácticas que él consideraba esenciales: orinar de manera copiosa una vez terminado el acto, para que el chorro limpiara el conducto de la uretra evitando infecciones. Y, ya en la casa y antes de irse a dormir, lavarse el chimbo y las huevas con buena cantidad de agua y jabón, por el mismo motivo. Esto había que hacerlo lo más pronto posible, no dejarlo para el otro día. Se refirió con detalles de laboratorio a la gonorrea, el chancro, la sífilis y las “manetas” –esos insectos pequeñitos que se enquistan en el escroto, es decir, el forro de las huevas, explicó, y producen una rasquiña insoportable–. Terminó ofreciéndose para responder cualquier duda. Sobra decir que el auditorio, compuesto por tres sacerdotes y ochenta o más muchachos, permaneció en el más absoluto silencio. Y aquí, una observación final: el médico no habló del condón, que en esa época era costoso y no se había popularizado. Pero ya lo conocías. Un compañero mantenía uno usado en la billetera. Decía que no era sino lavarlo después de cada ocasión, y lo mostraba orgulloso como su mayor trofeo.
La violencia se había extendido por el país. El presidente Gómez, alegando motivos de salud, le entregó el poder a Roberto Urdaneta, su designado y hombre de confianza. Al ver que las cosas empeoraban, Gómez quiso regresar a la presidencia, pero los militares se lo impidieron, desconociéndolo como comandante y ofreciéndole respaldo a Urdaneta. Este, comprendiendo lo irregular de su situación, se negó a continuar en el cargo. Asumió el general Gustavo Rojas Pinilla –el 13 de junio de 1953–, lo que muchos calificaron de golpe de Estado. La situación era tan complicada que Rojas Pinilla (a quien sus enemigos llamaban Gurropín) recibió apoyo del expresidente Ospina, del propio Urdaneta, de otros políticos y de empresarios antioqueños. Una de las primeras medidas fue decretar una amnistía a los alzados en armas, que muchos acogieron, con lo cual finalizaba el período histórico denominado La Violencia. No todos se sometieron, sin embargo. En varias regiones siguieron delinquiendo y luego entraron a engrosar las filas de los nuevos grupos guerrilleros que empezaron a formarse después de 1960. Durante el gobierno de Rojas Pinilla ocurrió, además, uno de los episodios más tristes de la historia del país: el 7 de agosto de 1956, explotaron en Cali siete camiones del ejército que llevaban más de cuatro mil cajas de dinamita para la construcción de carreteras en Cundinamarca. Venían de Buenaventura. Media ciudad quedó destruida, murieron más de cuatro mil personas y doce mil quedaron heridas. Según parece, se trató de un accidente, aunque historiadores no han descartado un atentado político.
A medida que los acontecimientos se sucedían, a Jorge se le dificultaba encontrar recursos para sostener a la familia. Regina, sin duda, era la más afectada. Trataba de sortear el diario vivir mostrándoles a sus hijos, ya adolescentes, un rostro amable y soportando en la intimidad la más aguda decepción. Lloraba y se quejaba de soledad. Había perdido la amistad de sus hermanos. ¿Había sido correcta la decisión de iniciar el pleito? El daño en las relaciones familiares no había redundado en nada positivo. Pero no exteriorizaba sus sentimientos. Nunca le escuchaste una palabra de crítica o reclamo.
Hasta que un día el país vio una luz prometedora: las “fuerzas vivas” (en especial los industriales antioqueños agrupados en la ANDI, ahora en oposición al gobierno que habían apoyado) organizaron un paro nacional que obligó a Gurropín a abandonar el poder. Subió una Junta Militar de cinco miembros que convocó a elecciones, y se cocinó el pacto entre liberales y conservadores que vino a llamarse “Frente Nacional”. Alberto Lleras Camargo, un político liberal a quien tu padre admiró siempre, ganó las elecciones de 1958, fecha que también se recuerda porque las mujeres pudieron votar por primera vez en el país. Al presidente Alberto Lleras le siguió Guillermo León Valencia.
El ambiente cambió. La violencia amainó en San Carlos y Jorge regresó a Risaralda. Los problemas por hipotecas y préstamos se habían acumulado de tal forma que tuvo que liquidar la inversión. Entregó en pago una buena parte de las tierras y, con la ayuda de amigos y vecinos trajinó los bosques en busca de reses sobrevivientes de su antiguo hato. El resto de las tierras las canjeó por una finca de menor tamaño que ostentaba el pomposo nombre de “Hacienda Soná” (abreviatura de “Sonadora”, nombre antiguo de una quebrada de la región), en la confluencia de la San Blas con el río San Carlos, “a solo” dos horas a caballo del pueblo. A Soná llevaron el hato incipiente y contrató un nuevo crédito con la Caja Agraria. Por aquellos días se hablaba de la carretera a Nare y de una represa para generar energía en gran escala, ambos proyectos vecinos a la nueva propiedad.
Así renacía la fe en el futuro.
Entre tanto, tú te refugiabas en el cine. En Medellín había un buen número de teatros. Frecuentabas los de Buenos Aires, Colombia, Cuba, Avenida y Junín. Este último era el preferido. Cuando ibas con amigos se ubicaban en “gallinero”, porque allí la entrada era más barata y se podía hacer “recocha”, que consistía en gritar vulgaridades y arrojar escupitajos o colillas a la platea. Cuando ibas solo, preferías la platea, porque allí era fácil establecer relaciones con las muchachas. Los domingos, en “matinal”, pasaban cintas de Dean Martin y Jerry Lewis, Abbott y Costello y Walt Disney. En las tardes asistían a “matinée”. La lista de estrellas se había enriquecido con nombres como Humphrey Bogart, Ingrid Bergman, John Wayne, Elizabeth Taylor, Ava Gardner, Rita Hayworth y la perra Lassie. Las cintas más apetecidas eran las “para mayores de dieciocho” o las que aparecían como “prohibidas” en la censura que publicaba El Colombiano. Una prohibida que causó escándalo entre los adultos y enorme placer entre los jóvenes fue Deshojando la margarita, con Brigitte Bardot, que viste en el teatro Cuba, donde el portero dejaba pasar menores de edad a cambio propinas.
A los quince años leías novelas de vaqueros y de guerra que intercambiabas con amigos; novelas policíacas de Agatha Christie