Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero
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En el colegio hablaron de un viaje a Cartagena. Lo organizaban las directivas con los muchachos de quinto y la noticia te llegó en el momento más oportuno. Mildred te había creado demasiadas expectativas y estabas ansioso. La mala noticia era que ella no podía acompañarlos. El padre Giraldo contrató un “camioncito de estacas”. Él ocupó su puesto en la cabina con el chofer. Los seis muchachos que finalmente se inscribieron subieron con sus morrales a la plataforma, que estaba cubierta por una carpa. Salieron de madrugada. La carretera estaba en construcción y por todas partes había fangales y derrumbes. Hubo cambio de llantas y daños mecánicos; el viaje, que se suponía de quince horas duró más de treinta. La tarde era brumosa, tal vez amenazaba lluvia, y los viajeros dormitaban sobre los morrales vencidos por la fatiga, pero se pusieron en alerta cuando sintieron el aire salobre. Al momento vieron el mar y quedaron mudos ante su inmensidad. ¿Qué siente un joven montañero que ve el mar por primera vez? En ese entonces ninguno de ustedes podía decirlo. Tuvieron que pasar años antes de que encontraras la expresión justa en unos versos de Neruda:
Cuando salí a los mares fui infinito.
Era más joven yo que el mundo entero.
Y en la costa salía a recibirme
El extenso sabor del Universo.
“Primeros viajes”, (Memorial de Isla Negra)
En Cartagena se alojaron en el colegio salesiano, en frente de las bóvedas que le sirvieron de cárcel a Santander cuando iba desterrado para Europa (eso explicaba el cura). Visitaron los castillos, las murallas, los fuertes y las ensenadas (también llenas de referencias históricas), pero es poco lo que recuerdas: Mildred te hacía falta para darle sentido al viaje. No encontrabas la aventura que soñabas y no fuiste consciente de que la visión del mar ampliaba tu mente a una dimensión inédita.
Pero al llegar diciembre tuviste ocasión de regresar a la Costa. Ese año, Libia –la prima de tu padre– y sus hijos, que te habían recibido tan espléndidamente cuando eras niño en Bogotá, alquilaron una casa en Tolú para las vacaciones. Allí fuiste con Cecilia. Jorge Enrique (el hijo mayor) y Jairo (un amigo de la familia) estaban iniciando la carrera de abogacía. Estaba también Magola (una tía), Vicky (la hija que terminaba el bachillerato) y Humberto (el menor). A veces, bajo los cocoteros, se formaban agitados debates. Todos eran grandes lectores, se preciaban de conocer los últimos títulos, las últimas noticias. Sabían argumentar. Los primos habían vivido cuatro años en Italia, viajaron por Europa y la crónica parecía inagotable. Tú querías hablar de literatura. Acababas de leer Cuatro años a bordo de mí mismo, de Eduardo Zalamea Borda, que encontraste en la biblioteca de tu padre y La hojarasca, de Gabriel García Márquez, que había circulado en una edición barata. No eran lecturas del colegio y te interesaron porque estaban ambientadas en la costa. Pero ellos no los conocían. Y seguían hablando, mejor dicho, pontificando –sobre todo Jorge Enrique– de Cuba, Yugoeslavia y la Unión Soviética.
Te sentías apabullado por la contundencia de sus discursos. Asumías la mayoría de edad. Tus emociones se habían magnificado con el sexo; con el mar, con las lecturas recientes, y también con inquietudes trascendentales como la pregunta por el ser, la identidad y el destino. Y más que hablar de revolución y clases sociales, lo que te fascinaba eran esas chozas pajizas, esos pescadores en la playa preparando las redes, esas morenas esbeltas que llevaban bandejas con frutas en la cabeza, esos paisajes bajo las palmeras, frente al mar. Te fascinaba, sobre todo, el espectáculo del firmamento cuando lo veías desde la playa y que una noche en particular quedó grabado en tu recuerdo: era una ensenada solitaria, vecina al pueblo. La luna afloró en el horizonte precedida por su resplandor. Reunieron madera y encendieron una fogata. Sentiste que los troncos estaban habitados por espíritus que, al arder, dejaban escapar susurros y lamentos. ¿Qué mensajes eran aquellos? Hablaban un lenguaje cifrado que tú podías traducir, y pensaste en tierras lejanas y en princesas cuya doncellez era hollada por el mar. Cuando la luna llegó al cenit y quedó cubierta por un manto de nubes, la fogata brilló con más intensidad y en el confín se veían los luceros. Pero no te atreviste a expresar tus emociones. Nadie te habría escuchado.
Desde tu viaje a Bogotá venías acariciando la idea de ser músico profesional. Dijimos que concebías la música como un lenguaje para sentir y conocer mejor el mundo, y que en ciertas obras lograbas percibir una armonía superior y una sensación de plenitud. La vida se enriquecía con la música y lograba un propósito elevado. En Tolú, al establecer las correspondencias entre lo que sentías y lo que habías leído, experimentaste algo similar: la realidad también se enriquecía con lo que aportaba la literatura.
Leías mucho, sobre todo novelas y poesía. Escribías cuentos. Cuando estabas en quinto te decidiste por la poesía y llenaste varios cuadernos. Dejabas volar la mente con libertad, al ritmo de la música interior, y era el verso libre el vehículo que mejor te convenía. Pero en los cursos de literatura el paradigma seguía siendo la poesía medida y rimada de los clásicos del Siglo de Oro, ya que a ese colegio nunca llegaron el modernismo ni las vanguardias. Y te sentías frustrado. Al intentar la prosa tuviste mejor resultado. El padre Giraldo les solicitó un texto con motivo de la fiesta de la Virgen. El tema era por demás manido, pero te esforzaste y quedó tan bueno que él lo rechazó con la calificación más baja y con una nota: “Lo que presentó no es suyo. No copie”. No lo habías copiado; era evidente que el cura no confiaba en tus capacidades creativas. No ofreciste ni pediste explicaciones; y te quedó la inquietud de que tal vez valía la pena dejar de luchar con las sílabas y las rimas para intentar la prosa.
La reacción espontánea fue comenzar un diario. Las primeras páginas fueron frases de tono poético que imaginabas dirigiendo a tus amigas, del siguiente tipo: “Siento la suave tristeza del olvido. Esta noche quiero naufragar en tu alma”. “Estás fundida con el paisaje. La bruma te baña: niebla y color. Se oye el llorar cansado de la naturaleza”. Te escapabas a Soná y pasabas el tiempo leyendo y escribiendo. Son campos apacibles, cubiertos por bosques, surcados por arroyos de agua cristalina, con una temperatura suavemente cálida, donde el silencio solo se ve mancillado por el piar de los pájaros y el bramar de los terneros. Leías en la hamaca y caminabas por las orillas de las quebradas o por el filo de las colinas. Entonces divisabas valles, cañadas y laderas. ¿Qué misterios encierran? Pumas, micos, lagartos, serpientes, pájaros, insectos, mariposas y especies aún no clasificadas. Y también huesos, cuerpos putrefactos, bacterias, caldos vivientes, troncos en descomposición, hojarasca y ramazones, amparado todo por el tiempo y la quietud. Y en el meandro de aquel universo, un flujo continuo, a veces minúsculo, a veces tumultuoso, de violencia, sangre y muerte. Pensabas en mundos que chocan, se mezclan y destruyen en vórtices de catástrofe. ¿Cuándo y porqué comenzó todo esto? ¿Qué somos nosotros, los humanos, frente a tal torbellino?
Un día te llevaste para el bosque un viejo ejemplar de Hamlet y, a gritos, repetías, con objeto de aprenderlo de memoria, aquel pasaje de uno de los cómicos que dice:
El feroz Pirro, cuyas pavonadas armas, negras como sus designios, semejan la noche cuando yace tendido en el seno del caballo fatal, tiene ahora su atesada y temible figura manchada con un blasón aún más fatídico. De la cabeza a los pies está teñido horriblemente con sangre de padres, madres, hijas e hijos, cuajada y endurecida por el fuego abrasador de las calles incendiadas. Ardiendo en cólera y fuego, y así embadurnado de sangre coagulada, con unos ojos parecidos a carbúnculos, el infernal Pirro corre en busca del anciano rey Príamo.
Te imbuían sentimientos de tragedia que se intensificaban con la crudeza de las imágenes y el ritmo de las frases. Si alguien hubiese escuchado, te habría tomado por loco. Amabas la soledad.