Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero

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Memoria de la escritura - Álvaro Pineda Botero

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la boca. Parece que la almohada ahogó el ruido; descubrieron el cadáver a la mañana siguiente. No había una nota, ni una carta de amor, ni rastro de drogas o sustancias químicas. A pesar de tratarse de suicidio, el funeral se llevó a cabo en la catedral, sin duda por la influencia y prestancia de la familia. La ciudad estaba consternada. Algunos afirmaron que tal era la consecuencia del “maldito virus del nadaísmo”. Asistieron las autoridades, parientes y amigos; tú entre ellos. En algún momento se te salieron las lágrimas. Tenías la certeza de que fuiste la última persona que lo vio vivo. Y no te explicabas qué pasó en el corto lapso que mediaba entre la despedida en el parque y el balazo. Todavía hoy te preguntas qué pasó.

      La vida continúo y seguiste frecuentando a los nadaístas. Una noche, cuando la Gran Misión estaba en su apogeo, acudiste a una fiesta en Argentina con Sucre. La casa estaba desocupada, para arriendo. Gonzalo actuó como anfitrión y daba la bienvenida. Estaban los habituales, pero, al igual que en otras ocasiones, apareció gente nueva. Lo que importaba era que contribuyeran a la alegría y ambiente general, y que hicieran o dijeran algo novedoso. El caserón estaba en la penumbra y en un “tocadiscos” sonaban cantos gregorianos. En una ponchera mezclaron alcohol antiséptico con naranjada, porque entre todos no consiguieron con qué comprar una botella de aguardiente. Bebían en un pocillo que se pasaban de mano en mano y de boca en boca. Varias muchachas vagaban por los salones como sombras. Alguna pareja se besaba detrás de una puerta. Dos horas más tarde la fiesta llegaba al clímax: el gregoriano había dado paso al mambo y al rock and roll, las muchachas danzaban como locas, la marihuana había sustituido al alcohol. Entonces llegó la policía y te quedaste chiquitico en un rincón esperando lo peor. Pero Gonzalo hizo gala de histrionismo: les explicó a los agentes, sin dejarlos pasar de la puerta, que se trataba de un cumpleaños y que se comprometía a disminuir el volumen de la música y las expresiones de alegría. No sé por qué no se percataron del olor dulzón de las yerbas que inundaba el lugar. Una hora después te escapaste, vencido por la congestión alcohólica y el temor de que regresara la policía. A la mañana siguiente te enteraste del escándalo que luego llenó páginas y páginas en los periódicos: salieron al amanecer, encontraron una caja con botellas de leche fresca a la puerta de una tienda y se las bebieron, siguieron hacia el parque de Bolívar y, al pasar por la catedral, se cruzaron con los feligreses que llegaban para la primera misa. Entraron, se sentaron en las bancas más retiradas, y a la hora de la comunión acudieron a recibir las hostias. No las tragaron. Salieron al parque y allí las profanaron entre cantos y risas. El repudio en Medellín fue tan generalizado que a los pocos días Gonzalo y sus compañeros fijaron su residencia en Bogotá.

      Los nadaístas hablaban, mejor dicho, pontificaban sobre lo divino y lo humano, pero carecían de formación intelectual y actuaban por impulsos y emociones. Las armas para atacar al establecimiento fueron la burla, la ironía, la blasfemia, no la lógica ni los argumentos. Repetían los lugares comunes del existencialismo, pero habían leído poco sus textos filosóficos. Conocían las novelas de Sartre, Camus y otros, pero las comentaban fuera de contexto y en forma anecdótica. Algunos se decían comunistas y citaban a Marx, pero desconocían sus escritos. Hablaban de poesía y hasta componían poemas, pero en esa época ninguno escribió un verso de calidad; ni un cuento o ensayo, ni una novela. Los textos que publicaban (en hojas sueltas, en folletos y, un poco después, en El Tiempo que, dándoselas de liberal y moderno, les abrió espacios) eran mal redactados, sin gramática ni profundidad y hasta con errores de ortografía, pues pregonaban que así protestaban contra la academia. Se trató de una manifestación local, teatrera y carnavalesca, en un país acosado de oscurantismo religioso que no lograba encajar dentro de las corrientes culturales del momento. Las vanguardias transformaron la cultura europea desde finales del siglo XIX y se difundieron por muchos lugares de Latinoamérica desde comienzos del XX. Aparecieron los Muralistas en México, el Teatro del Absurdo en Europa y la cultura beatnik y los hippies en Estados Unidos. Ninguno de estos movimientos tuvo influencia masiva en Medellín antes de 1965, ninguno dejó una huella importante en la cultura local.

      Estas afirmaciones parecen contradecir lo que decíamos al comienzo de esta historia y por eso importa precisar algunos datos. Afirmábamos que a partir de 1920 soplaron aires de modernidad, que le permitieron a la ciudad cierto desarrollo industrial, comercial y cultural. Bajo la influjo de las vanguardias (agriamente combatidas por Tomás Carrasquilla en su momento) aparecieron en Medellín grupos de intelectuales que buscaron modificar las estructuras: Abel Farina, León de Greiff y demás compañeros del grupo de los Panidas (algunos de los cuales se vieron obligados a emigrar a Bogotá); luego, José Restrepo Jaramillo (con sus novelas y cuentos de corte moderno), Fernando González (con sus aportes filosóficos y literarios) y Pedro Nel Gómez (quien trasformó la pintura). Pero estas (y otras) figuras fueron excepcionales y los aires de renovación apenas tocaron la superficie: siempre fueron combatidos por la Iglesia, nunca cobraron fuerza, no penetraron en el corazón de la cultura local. Quedaron definitivamente cancelados con el “Bogotazo” de 1948, que generó una ola de represión. Es sabido que el carnaval es y ha sido desde la antigüedad una válvula de escape en muchas sociedades. En Antioquia nunca ha existido carnaval verdadero y ni siquiera una cultura popular del teatro. Aquí, los únicos escapes han sido el tango lastimero, el alcohol y la prostitución (particularmente en los siglos XIX y XX). Como las fuerzas liberadoras del pueblo trataban de sobreaguar en ese mar de represión, surgieron la Feria de las Flores y el movimiento nadaísta. La Feria solo alcanzó alguna importancia al iniciarse el siglo XXI, como atracción turística. Y en cuanto al nadaísmo, en sus comienzos fue visto como una comparsa callejera que no perjudicaba a nadie. Se generó el repudio cuando se conocieron los excesos. Floreció en Medellín, Cali, Pereira y Manizales y no tuvo mayor repercusión en Barranquilla y Bogotá, precisamente porque en aquellas ciudades la represión clerical era más fuerte. El pueblo barranquillero, por el contrario, ha gozado siempre del carnaval y sus intelectuales bebieron en las vanguardias desde los primeros años del siglo. (Lo atestigua la Revista Voces, 1917-1920) En cuanto a Bogotá, tradicionalmente reprimida, ingresó a la modernidad en la década de 1950, cuando los desplazados por la violencia se refugiaron allí (con lo cual adquirió cierto aire multicultural) y cuando la aviación comercial pudo conectarla con algunas capitales extranjeras. Lo prueba, de igual forma, la Revista Mito, 1955-1962) cuyo último número, significativamente, estuvo dedicado al nadaísmo.

      En conclusión, el nadaísmo no dejó mayor huella en la cultura ni en el pensamiento ni en la literatura o el arte de la ciudad. Los valores contra los que luchó entraron en franca decadencia arrastrados, no por las vanguardias ni el nadaísmo, sino por el tenebroso turbión del narcotráfico y el terrorismo. Así fue cómo, en realidad, Medellín ingresó a la modernidad. De un solo soplo, el narcotráfico terminó con el poder de las jerarquías católicas, desestabilizando la sociedad y muchas de sus instituciones. Pero no nos adelantemos, ya tendremos oportunidad de revisar estos fenómenos.

      Sin embargo, y antes de pasar adelante, quisiéramos dejar constancia de que algunos nadaístas finalmente se integraron a la sociedad burguesa y se convirtieron en escritores o poetas reconocidos, como X-504 (Jaime Jaramillo Escobar), Eduardo Escobar, Jotamario Arbeláez, Elkin Restrepo y el propio Gonzalo Arango; lo lograron años o décadas después, cada uno por su cuenta, a fuerza de insistir en el oficio literario y gracias a que finalmente dominaron algunos de sus secretos.

      La

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