Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero

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Memoria de la escritura - Álvaro Pineda Botero

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colillas en los brazos sin expresar dolor, para demostrar el control que tenía sobre cuerpo y espíritu. Como no recibía respuesta, un día dijo que iba a cortarse las venas. Nadie le paró bolas, era otra farsa para atraer la atención. Fijó fecha y hora. Tampoco nadie pensó que era en serio. A la hora señalada vinieron vecinos alarmados a avisar que John estaba en la esquina con una cuchilla de afeitar, listo para morir si Cecilia no se hacía presente. Las tías estaban advertidas y se lo llevaron para un internado psiquiátrico.

      Luego de un largo silencio, recibiste varias cartas de John. Te informaba haber iniciado la carrera de derecho en Bogotá y te proponía escribir a dos manos un libro de “diálogos filosóficos”. Se quejaba de soledad. Ahora vivía en un edifico de ocho pisos “hecho para suicidas”. Se pregunta: “¿Hasta cuándo aguantaré?… estoy a punto de reventar. Cadáver, solo eso, bajo tierra, bajo las nubes. Hollarán mi tumba, escupirán, algún borracho meará sobre mi calavera, y sus orines se escurrirán por mis cuencas vacías…”. En la última decide romper toda relación contigo. Explica que se había afiliado al partido comunista y que por lo tanto no podía sostener una amistad con alguien que estudiara la carrera de negocios dentro de la concepción capitalista.

      El poder religioso en Antioquia estaba en cabeza de prelados como Miguel Ángel Builes, Tulio Botero Salazar y Félix Henao Botero. Mantenían control férreo sobre las ideas políticas, los libros, los espectáculos, las costumbres, las relaciones entre los sexos, en una palabra, sobre las conciencias. Usaban la excomunión para lograr sus objetivos. La policía, bajo sus órdenes, sacaba al público a empellones de cualquier teatro que exhibiera “cine prohibido” o confiscaba “libros pornográficos” o “ideológicamente inaceptables” de cualquier librería. De Miguel Ángel Builes se conocen sus intervenciones políticas que terminaron en actos de violencia contra liberales y librepensadores. Este ambiente de oscurantismo y represión tuvo su momento culminante en 1961, cuando se llevó a cabo la Gran Misión, un programa de la Iglesia para revitalizar el culto. Del corazón mismo de la España más franquista vinieron sacerdotes para visitar las parroquias y trabajar con los feligreses. Algunos eran oradores notables y lograron cautivar a la sociedad. La Medellín católica, conservadora y tradicional vivió momentos de verdadera exaltación. Monseñor Tulio Botero Salazar, en su mensaje de cuaresma, calificó la misión como “un movimiento extraordinario de las fuerzas vivas de la Iglesia, para la renovación cristiana del individuo, la familia y la sociedad”. La Universidad Bolivariana, por su parte, recién obtenía el título de “Pontificia” y su rector, Félix Henao Botero, mantenía sobre profesores y estudiantes la más dura disciplina religiosa y confesional. En ese ambiente nació el nadaísmo. Gonzalo Arango, oriundo de Andes, llegó a Medellín huyendo de la violencia y quiso estudiar derecho en la Universidad de Antioquia, pero no pasó del tercer año. Tuvo alguna participación en favor de Rojas Pinilla que lo llevó a “exilarse” en Cali, donde encontró un ambiente propicio para el movimiento que se proponía. En 1958, con veintisiete años de edad, publicó en esta ciudad el “primer manifiesto nadaísta”, en el cual los firmantes se comprometieron a “no dejar una fe intacta ni un ídolo en su sitio”. Lo acompañaron Jotamario Arbeláez, Jaime Jaramillo Escobar y otros.

      Poco después encontró nuevos adeptos en Medellín: Amílcar Osorio, Darío Lemus, Eduardo Escobar, Humberto Navarro (alias Cachifo) y Jaime Espinel. El movimiento se extendió por Manizales, Pereira y Barranquilla. Solo llegó a Bogotá a finales de 1961, por la época de la Gran Misión, cuando Gonzalo Arango fijó su residencia en la capital.

      Conociste y trataste a Gonzalo Arango y sus seguidores. Era imposible no toparse con ellos. Te los encontrabas cuando salías a juniniar (en la cafetería del Hotel Europa, en el Miami y el Metropol; en la panadería del Sordo Jaramillo en Caracas con Girardot. También en Guayaquil y en la Bayadera). Organizaban fiestas en casas o fincas desocupadas. Llevaban muchachas “liberadas” que se daban ínfulas de artistas y se llamaban a sí mismas “existencialistas”. Asistían también extranjeras acabadas de llegar a la ciudad “en intercambio” y algunas putillas sacadas para cada ocasión de las casas de La Nena y Cándida Rivillas. Se oxigenaban el pelo para lucir de rubias y todas se daban aire de modernas.

      Los nadaístas daban escándalo y se preciaban de darlo. Se autoproclamaban “genios” y “locos”. Usaban drogas, en especial la marihuana. Escribían poemas en tiras de papel higiénico y los leían en público. Llevaban largo el pelo. Desfilaban por Junín con vestidos estrambóticos. Lucían un clavel en la mano o en la solapa. Alguno se ponía un collar de perro y un compañero lo conducía de la traílla. O se amarraba con una cadena a la pata de una mesa de cantina. Hablaban de existencialismo y ateísmo, del nouveau roman, de libros prohibidos y otros de moda, como los de Jack Kerouak, Françoise Sagan, Sartre y Camus. De sexo libre. De homosexualismo. De música, pintura y otras artes. De cómo subsistir sin trabajar. De cómo vagar por las calles mofándose impunemente de lo establecido. De cómo burlar a la policía. De cómo sustraerle dinero al padre, a algún pariente o a los amigos. De drogas y alcohol. En una ocasión, la curia organizó un “Congreso de escritores católicos” que los nadaístas sabotearon con dos armas poderosas: asistieron a la sesión inaugural con frascos de asafétida, un compuesto químico maloliente que destaparon en el momento culminante; la pestilencia fue tan intensa que la sala quedó desocupada en segundos. Y repartieron un texto titulado Manifiesto al congreso de escribanos católicos, en el cual decían: “no somos católicos porque dios hace quince días que no se afeita, porque san juan de la cruz era hermafrodita, porque santa teresa era una mística lesbiana”, y acusaban a “los escribanos católicos” de todos los males del pueblo colombiano en los últimos quinientos años: “ustedes son responsables de esta crisis que nos envilece y nos cubre de ignominia”. El resultado fue que la policía apresó a Gonzalo Arango y a varios de los firmantes para conducirlos a la cárcel La Ladera, donde pasaron algunos días.

      En efecto, el escándalo era la forma preferida del nadaísmo –por demás exitosa– para expresarse, llamar la atención, hacerse propaganda. Presenciaste de cerca muchos de tales escándalos. Tú y John eran parte de una legión de jóvenes curiosos que terminaban el bachillerato o iniciaban la carrera, que celebraban sus ocurrencias, participaban en fiestas tumultuosas y los acompañaban en las largas sesiones de café. A veces, el espectáculo lo daba el propio John, con sus alardes de ajedrecista e hipnotizador. Por allí pasaron tu primo Iván, que acababa de abandonar sus estudios y mantenía una relación con una muchacha negra que estudiaba piano; Ricardo, quien iniciaba la carrera de Derecho en la Bolivariana. Ramón, un costeño que iniciaba la misma carrera en la misma universidad de donde luego fue expulsado por monseñor Henao Botero, y quien años después se convertiría en un conocido novelista. Y Juan Fernando, quien llegaría a ser industrial exitoso y hoy preside instituciones culturales de gran prestigio. Gonzalo Arango les daba la bienvenida. Como siempre estaba en plan de buscar adeptos, veía candidatos por todas partes. En tu caso, eras un simple curioso, que temías ser expulsado del colegio o del hogar o caer en una redada de la policía y, por eso, te escabullías cuando la marea se ponía pesada. Solo eran nadaístas en propiedad quienes tenían el valor de romper efectivamente con el establecimiento.

      Una noche de tertulia estabas con Gonzalo y otros jóvenes en la cafetería del hotel Europa. Estaba también Ricardo, el estudiante de abogacía. El diálogo fue intenso sobre ciertas nociones del código civil, que Ricardo defendía y Gonzalo atacaba, afirmando que en Colombia no había justicia. No estaban consumiendo drogas ni licores fuertes; solo café y cerveza. Hacia las nueve te levantaste. Ricardo dijo que también salía; se despidieron y los demás quedaron en el café. Caminaste con él por Junín, hasta el parque de Bolívar (ambos vivían a pocas cuadras, pero en distintas direcciones) y de allí cada uno siguió para su casa. Esa noche te pareció especialmente deferente contigo y te fuiste con la sensación de que Ricardo era un tipo sensato, que no se dejaba seducir por el nadaísmo y que sin duda iba a ser un profesional exitoso. Al día siguiente la noticia fue demoledora. Ricardo se había suicidado. Vivía con sus padres en una casa de dos pisos en la calle Bolivia, a pocos metros de la catedral. Según la versión que llegó a tu conocimiento, la madre, cuyo cuarto estaba en el segundo piso, lo sintió

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