Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero

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Memoria de la escritura - Álvaro Pineda Botero

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y esto les daba cierto misterio. Dos en particular te llamaron la atención, Edipo Rey, de Sófocles, y La interpretación de los sueños, de Freud. Entendiste algo que ya intuías: el sexo no era fuente de pecado, como decían los curas, sino el impulso de vida más auténtico. Esa revelación te llevó a otras obras: Alfred Adler y Wilhelm Stekel (que encontraste en el nochero de tu padre) al igual que el resto de la tragedia griega.

      Por un tiempo vivieron en la carrera Brasil. En la terraza había una habitación espaciosa, pero sin terminar. Las escalas –descubiertas al cielo– y el piso de la habitación eran de cemento burdo; las paredes estaban con los ladrillos a la vista y faltaba el vidrio en alguna ventana. Tu madre usaba el lugar para guardar muebles viejos. Pero esos detalles no te impidieron solicitar permiso para mover allí tu cama y estudio. La solicitud fue acogida porque la familia se sentía estrecha y tú compartías un cuarto con uno de los hermanos. Así encontraste la soledad que buscabas. Nadie subía a visitarte, podías escuchar la radio en la emisora que te diera la gana y, sobre todo, leer hasta altas horas y sin molestar a nadie, los libros que por entonces te interesaban: El discurso del método, de Descartes, y La casa de los muertos, de Dostoievski.

      Era enorme la sed de conocimiento y fantasía. Pretendías saciarla en el cine y la lectura; pretendías responder las preguntas que la vida cotidiana te suscitaba. Allá, en la fantasía, las cosas tenían un comienzo, un desarrollo y un final. Alcanzaban sentido y razón. Cada individuo llevaba su propia historia y la vida fluía hacia un universo armónico. Aquí, en la realidad, solo veías caos; nada parecía comenzar, los desarrollos eran desordenados y la tragedia acechaba a cada paso. ¿Cuál era tu historia? Estabas perplejo, inerme y solitario. Vacío en tu interior y como asustado frente al entorno. La realidad carecía del más mínimo sentido.

      Por aquella época empezó a celebrarse la Feria de las Flores que, desde el comienzo, recibió la oposición de las autoridades eclesiásticas. Se trataba de entronizar viejas costumbres y tradiciones: los silleteros, los mercados de flores en los barrios, los jardines. Medellín era “la ciudad de la eterna primavera”, “la tacita de plata”, y se hacía necesario celebrarlo, para lo cual organizaron (en mayo) exposiciones, desfiles, tablados con orquestas y demás espectáculos. La Iglesia se oponía porque no se hacía homenaje especial a ningún santo, no se celebraban liturgias ni procesiones ni otras ceremonias religiosas. Se trataba de “un goce pagano” y los curas bramaban desde los púlpitos y alertaban a los feligreses sobre los peligros morales y físicos que el evento iba a traerle a la ciudadanía.

      También se celebraba (con más aceptación por parte de las autoridades eclesiásticas) “la retreta dominical” de la banda de la Universidad de Antioquia, dirigida por el maestro checo Joseph Matza. Tenía lugar en el Parque de Bolívar a la salida de la misa de once, frente al teatro Lido y las cafeterías Sayonara y San Francisco. Rara vez dejabas de asistir; y, cuando el bolsillo lo permitía, ibas a los conciertos organizados por la Asociación Pro Música en el Lido. Allí escuchaste a Claudio Arrau, Yehudi Menuhin, Jascha Heifetz y otros músicos extranjeros. También a artistas locales como Harold Martina, Teresita Gómez y Blanca Uribe. Rafael Vega Bustamante, cuñado de tu padre, mantenía a disposición de los clientes una extensa sección de discos importados en la Librería Continental y escribía los textos para los programas de mano y reseñas para los periódicos. En ese ambiente sobresalía la figura de Diego Echavarría Misas. Era de público conocimiento su generosidad para el patrocinio de artistas y eventos. Llegaba en compañía de su esposa alemana Benedikta, Dita, y su hija Isolda en un Packard antiguo conducido por chofer de librea. A Diego, Dita e Isolda los veías como figuras paradigmáticas y no sospechabas que un tiempo después iban a tener papel importante en tu vida.

      Seguías inquieto con la guitarra clásica, viva la ensoñación que tuviste en Bogotá. Cuando lo mencionabas en el hogar, tu padre siempre se oponía; tenía un pésimo concepto de este instrumento porque lo relacionaba con merenderos y borrachitos de arrabal. Tu mamá, un poco más condescendiente, te facilitó la adquisición de una guitarra marinilla y con ella aprendiste a templar las cuerdas y tocar compases. Estaba de moda el bolero Camino verde y era fácil aprender cuatro o cinco posiciones en el diapasón y dos o tres golpes en las cuerdas para acompañar la canción. Pero esto no era lo que tú buscabas. Lo que te interesaba era la música clásica y te saltaban las lágrimas cuando escuchabas algún disco con interpretaciones de Andrés Segovia y otros maestros. Un día te llenaste de valor y acudiste a la escuela de música de la Universidad de Antioquia, que funcionaba en un caserón de la calle Pichincha y ofrecía cursos de extensión. El director te sugirió, primero que todo, aprender la notación musical, y te indicó cómo matricularte. A partir de ese día, los miércoles en la tarde asististe a clase con otros estudiantes, para cantar tonos y escalas que el profesor entonaba con un flautín y señalaba con una vara en el pentagrama dibujado en el tablero. Fue una experiencia ardua; no tenías disposición para el canto, el carácter del profesor era desapacible y el método tedioso. Finalizó cuando conociste en la misma institución al profesor Edo Polanek, un bondadoso emigrante polaco quien, después de su jornada académica, ofrecía clases particulares en un estudio en la calle Maracaibo. Además de violinista, guitarrista, arreglista y profesor de música, era maestro artesano en la fabricación y reparación de instrumentos de cuerda. Fuiste a verlo; accedió a darte clases, dijo que con él seguirías avanzando en la notación y agregó que con la guitarra que tenías no ibas a llegar a ninguna parte. No sé cómo lograste reunir el dinero (sin duda fue mamá quien te ayudó), y un tiempo después fuiste con Edo a un almacén de música y adquiriste un instrumento de buena calidad (era brasileño) y por los siguientes años asististe regularmente a su estudio y practicaste una, dos y hasta tres horas diarias.

      Así comenzó una época marcada por la música y la soledad. Buscabas los cafés que ofrecieran obras clásicas en los traganíqueles. Recuerdas en especial uno en la avenida Nutibara que vendía barata la cerveza y se especializaba en oberturas. Allí, retraído, en una mesa frente a una botella, hiciste sonar innumerables veces La caballería ligera, de Suppé. Te parecía que la música trascendía las limitaciones del lenguaje; que era una manera diferente de sentir, pensar o conocer; que a través de ella vislumbrabas un mundo aparte, superior al cotidiano, sublime y, sobre todo, un mundo total, organizado y en equilibrio. Entonces escribiste tu primer cuento: fue algo espontáneo, sin ningún propósito. Era lo que sentías: el último cliente de la noche en un cafetín de mala muerte que se resiste a retirarse, mientras afuera llueve y la mesera bosteza en un rincón del establecimiento. Estabas embriagado con estos sentimientos y no sospechabas que el asunto tenía un fondo más complejo. Pasaría un tiempo para que pudieras sortear las circunstancias que venían tejiéndose alrededor de tu destino.

      Era frecuente, al promediar la tarde,

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