Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero

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Memoria de la escritura - Álvaro Pineda Botero

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que el primer Botero en Colombia fue un artillero que su capitán determinó dejarlo en Cartagena porque estaba enfermo. Por lo visto superó la enfermedad y pasó al interior donde dejó una buena descendencia, quien sabe con cuántas mujeres y de qué razas. Tampoco sabía que el Botero es famoso en la literatura del Siglo de Oro, no por su nobleza sino porque siempre aparece asociado con el diablo. Tirso de Molina menciona “la caldera de Pedro Botero”. Otros hablan de “Pedro Gotero” y “Perogotero”. Botello es la versión portuguesa. ¿Dónde estaba la nobleza?

      En cuanto a la provincia, Regina estaba convencida de la superioridad de los antioqueños. Se hablaba mucho de “la raza antioqueña”. Era la única provincia colombiana con raza propia, ya que nunca escuchamos hablar de raza bogotana, costeña o pastusa, pero sí de que quienes venían de la Capital eran vacuos, falsos y traicioneros; si procedían de la Costa eran parrandistas, perezosos y tramposos; si de Pasto, marrulleros, ingenuos y lentos. Los antioqueños poseían una inteligencia práctica que les permitía superar los obstáculos, fundar pueblos, encontrar minas y crear empresas donde otros sin duda fracasarían.

      Con motivo de la muerte de Carlos Gardel, el tango, se convirtió en una especie de religión. La afición del pueblo antioqueño a esa música apasionada y trágica fue, desde entonces, otra de sus características. Regina creía que tales virtudes superlativas, incluido el tango, estaban en la sangre, como un privilegio otorgado por la divinidad. Por eso debíamos comportarnos como seres destinados a grandes hazañas, y nunca traicionar la herencia. Así fue como te educaron en la familia y el colegio, y así fue como educaron a tus compañeros de generación.

      La calle era un lugar mucho más interesante que la casa o el colegio. Allí siempre ocurrían cosas insólitas. El afilador era un extranjero delgado y alto, que vestía de manera andrajosa y que casi no hablaba español. Llevaba una piedra circular montada en una carreta hechiza que hacía girar con un sistema de poleas accionado con el pie. Anunciaba su presencia tañendo un instrumento de sonido agudo y peculiar. Entonces las señoras sacaban los cuchillos de la cocina que necesitaran filo. Los muchachos se agolpaban, maravillados con la lluvia de chispitas que salían de la piedra. En una ocasión se subió la manga y les mostró el antebrazo izquierdo donde tenía tatuado un número con muchos dígitos que lo identificaba como prisionero de un campo de concentración. Como ignorabas lo que esto significa, pensaste que haber pasado por un campo de concentración era cuestión de orgullo. Estaba también un anciano que solía caminar por el barrio. Una mañana llegabas del colegio con una niña vecina cuando él cruzó la calle y se les acercó. Entonces se abrió los pantalones para mostrarles su miembro medio erecto. La niña salió corriendo y tú no salías del asombro. Fue algo tan extraño que nunca encontraste las palabras para comentarlo con nadie.

      Alguien silbaba desde la calle, abandonaban las tareas y al momento se reunían en la esquina. Este grupo llegó a conocerse como “la Barra de Villa” (carrera Villa). Estaba compuesta por muchachos y muchachas de distintas edades que vivían en varias cuadras a la redonda. Eran familias de clase media, con tres, cuatro, cinco o más hijos. Sus apellidos los seguirías escuchando a lo largo de la vida, porque algunos llegaron a ser figuras destacadas: Guzmán, Villa, Acosta, Penagos, Monsalve, Montoya, Llano, Pérez, Valencia, Congote, Posada, Franco. Los mayores, ya adolescentes, actuaban como líderes. El resto fluctuaba entre los siete y los doce años. Con ellos aprendiste a jugar trompo, yoyo, perinola, canicas, moneditas y a moldear pequeños tablones para fabricar hélices y caucheras. Intercambiaban “vistas” o “cuadros” y las guardaban en álbumes improvisados en los cuadernos del colegio. Provenían de los desperdicios de los teatros, pues era frecuente que la cinta se atascara en los carretes y se rompiera durante la proyección. El valor de la vista dependía del artista representado. Los más cotizados eran los “charros” mejicanos, los vaqueros a caballo y las mujeres jóvenes. La mayor perla era una pareja besándose. Fue así como te familiarizaste con nombres que difícilmente lograbas pronunciar: Marilyn Monroe, Tony Curtis, Marlon Brando, Tyrone Power, Robert Taylor, Burt Lancaster, Charles Chaplin, Pedro Infante, Cantinflas, El Llanero Solitario, Tarzán, María Félix. Estaban, además, las “radionovelas” que transmitían “La Voz de Antioquia” (conocida después como “Caracol”) y “Radio Cadena Nacional” (RCN) en sesiones diarias de treinta minutos. Fuiste asiduo escucha de Sandokán, el tigre de la Malasia; Kalimán y Lejos del Nido. Ahora hablabas con propiedad de galanes, heroínas y mundos imaginados. No sospechabas que aquellas vistas, aquellas radionovelas y las conversaciones que sobre ellas sostenían, eran ventanas que iban abriéndose hacia lo ilusorio y lo fantástico, territorios que luego trajinarías en innumerables tardes en los teatros de la ciudad, y que, a través de ellas, ibas a aprender más del mundo y de la vida de lo que aprendías en el colegio.

      Luego de la venta de Georgia, la familia decidió pasar las vacaciones en Los Manzanos, una finca que estaba en la sucesión del abuelo en Sonsón. Había cultivos de papa y maíz y potreros con ganado “blanco orejinegro”. La casa tenía muchos cuartos, un patio central, largos corredores, troje y otros recovecos. La cocina era de leña, una letrina servía de sanitario, las habitaciones olían a húmedo y había muebles con cajones cargados de cachivaches. En la noche se alumbraban con velas de cebo y, a veces, rezaban el rosario. En un patio exterior de tierra picoteaban las gallinas y, por las mañanas, Mariela, la agregada, ordeñaba vacas al lado de la casa. Salías con tu hermana Cecilia por los potreros; llevabas un lazo y enlazabas a Mosco, tu caballo rescatado de Georgia. Y montaban “en pelo”, tu hermana al anca, hasta lo alto de la cuchilla. No has vuelto a sentir sensación igual de poder y libertad. En los alrededores había cascadas y zonas boscosas. Al medio día tomaban el baño en una quebrada de aguas heladas. A los pocos días olvidabas las rutinas de la ciudad y adoptabas las del campo como algo natural y corriente.

      Toño, el mayordomo, te enseñó a trenzar cerdas de cola de caballo para cazar ardillas con un nudo corredizo y a atrapar turpiales con una jaula de alambre. Pero nada igual a la cacería de torcazas. La hacía con una vieja escopeta de fisto. Guardaba la pólvora negra en un cuerno de vaca labrado y los balines de plomo en una bolsa de cuero. Una mañana se internaron por una cañada acompañados por “Limber” (Lindbergh), el perro de la finca, hasta el borde de un bosquecillo donde asentaban las bandadas. Echó unos granos de pólvora por el cañón y los cuñó con un taco de cabuya; luego los balines, cuñados por otro taco. Como todo debía quedar bien prensado, usó un émbolo de metal. En seguida puso el fósforo en la cavidad donde cae el martillo. No te perdiste detalle. Entonces instó a guardar silencio, se echó la escopeta al hombro, y luego de largos instantes apretó el gatillo. El estallido se multiplicó por las montañas en ecos sucesivos y en el follaje se sintió el aleteo de centenares de aves que alzaban vuelo. Limber se lanzó por el rastrojo y Toño lo siguió, dejando la escopeta humeante, recostada contra un tronco. Cuando regresaron traían tres torcazas que tenían el cuerpo ensangrentado, pero que todavía aleteaban.

      Antes de cumplir los diez años efectuaste tu primer viaje a Risaralda en un Ford 39 de alquiler cuyo olor a gasolina te dejó mareado, por una carretera en construcción que los ingenieros proyectaban llevar a golpes de pico y pala hasta Puerto Nare, en el Magdalena. El frente estuvo suspendido varios años en el río

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