Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero
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Otro día te llevó a conocer el pueblo de Santo Domingo. Tendrías ocho o nueve años de edad. Recorrieron calles, parques, viejas construcciones y fueron hasta el cementerio donde te señaló algunas tumbas. En el salón del Concejo (en el edificio de la Alcaldía) colgaban óleos de grandes señores, y él mencionó a cada uno por su nombre y realizaciones. En el mismo edificio funcionaba la biblioteca del Tercer Piso. Le hiciste notar que tal título no era correcto porque estaban en el segundo, a lo cual no respondió en forma inmediata, pero luego de pensarlo comentó que tal vez la habían cambiado de lugar, o que todo se debía a una tomadura de pelo de Tomás Carrasquilla, quien había sido el fundador y suscriptor más importante. Explicó también que prestaban libros a quien quisiera leerlos, y que cuando él era niño los hacían circular por los pueblos vecinos empacados en encerados y a lomo de mula. Al ingresar al salón viste las estanterías contra las paredes, atiborradas de tomos viejos, y, en el centro, unas mesas de lectura ocupadas por los niños de la escuela. Cincuenta años después de su fundación, la biblioteca seguía siendo el órgano de difusión intelectual más importante del lugar.
Aquel viaje a Santo Domingo y aquellas pláticas sembraron en ti, en época temprana, el amor por los libros y el respeto por los grandes escritores. Regresaron a tu mente muchos años después con singular brillo cuando escribías una biografía de Tomás Carrasquilla.
En cuanto a los negocios de tu padre, la Droguería Americana entró en estado agónico. Los proveedores europeos habían desaparecido y los norteamericanos no estaban respondiendo con la prontitud requerida. Ahora se necesitaban nuevos contactos, nuevos viajes y, sobre todo, nuevos y sustanciales aportes de capital. Como gran parte de los activos estaba representado en cuentas por cobrar, tu padre envió a sus agentes y él mismo viajó por los pueblos tratando de recoger la cartera, pero regresaban sin haber recibido abonos importantes. Sin producto fresco, las farmacias no tenían manera de cancelar las facturas vencidas. Jorge había llegado a la situación que tanto temía y ahora debía tomar las decisiones más dolorosas. Canceló las membrecías de los clubes sociales y vendió el Lincoln Continental. Por un tiempo se consoló con un Pontiac “Torpedo” verde, modelo 1947. Vendió sus propiedades para cumplirles a empleados, proveedores y demás acreedores. Solo se salvaron los baúles con libros y el caballo Mosco, que fue enviado a Los Manzanos en Sonsón (una finca que estaba en la sucesión del abuelo). Entonces la familia se ubicó en una casa arrendada en Ayacucho, por donde todavía circulaba el tranvía a Buenos Aires. Recuerdas el sonido de la campana y el viejo armatoste rechinando sobre los rieles. Las demás líneas habían entrado en desuso y fueron levantadas porque el servicio estaba siendo reemplazado por buses que los usuarios reputaban como de mayor eficiencia. En cuanto a sus hermanos, que habían dependido de su ayuda económica, emigraron a Buga, donde la agricultura estaba en auge y había oportunidades de trabajo.
AÑOS DE PENURIA. Cuando terminaron los trámites de la sucesión, a Regina le adjudicaron una casa en Bomboná con Villa marcada con el número 41-19, lo cual significó otra mudanza, en este caso, a un barrio de menor categoría. Si el ascenso por la escala social le había tomado a Jorge años de dura labor, el descenso ocurría en pocos meses, y su estado de ánimo se fue deteriorando. Regina se armó de valor: acomodó a la familia en esa construcción vieja de muros de tierra, tres patios, corredores y muchos cuartos y recovecos. Dos habitaciones fueron acondicionadas como bodega para guardar productos farmacéuticos que, dadas las circunstancias, carecían de valor comercial. Allí se concentraron las emanaciones del Efedrol, el Dinamol y las pastillas M3 que Jorge se negaba a echar al vertedero. Subieron a un zarzo los baúles con las colecciones de Life, L’Illustration y National Geographic. La cristalería, vajillas de porcelana y manteles de lino adquiridos en Nueva York quedaron arrumados en los escaparates y alacenas; los muebles de estilo moderno, más o menos atiborrados, en aquellos cuartos enormes y sombríos; las acuarelas y reproducciones fotográficas, colgando de cualquier pared. Todo perdía su encanto; eran los restos de un naufragio, y hasta la talega de golf, que relucía en sus buenos tiempos evocando optimismo y éxito, ahora se remangaba escuálida en un rincón. El salón principal era la excepción: allí los libros mantenían su compostura, el óleo de Eladio Vélez todavía irradiaba su esplendor parisino, y el sofá y las butacas de cuero rojo le daban al recinto un aire de respeto y nobleza que faltaba en el resto de la propiedad. Jorge, además, logró conservar el Pontiac, que guardaba en un garaje de la calle Pichincha. Por esa época nacieron tus hermanos Jorge Hernán y Gonzalo.
Entonces sucedió un incidente en el ámbito nacional que tardaste décadas en comprender. El 9 de abril de 1948 asesinaron a Gaitán. Tenías escasos seis años y te enteraste por los gritos en la calle. Saliste a la acera y pudiste ver hombres corriendo con cajas, utensilios y botellas. Algunos blandían machetes. Gritaban: ¡Mataron a Gaitán! Como no tenías idea de quién era ese señor, mamá te explicó que quería ser presidente y que tenía muchos enemigos. Era el candidato de los liberales; gran orador, sus discursos electrizaban a las multitudes. Dijo también “que estaba soliviantando al pueblo contra los ricos”.
La ciudad ya no era un poblacho de pocos barrios alrededor de los parques Berrío y Bolívar sino un conglomerado de casuchas improvisadas que se extendía por las laderas orientales y por las vegas occidentales del río. La población pasaba de trescientos cincuenta mil y seguían llegando multitudes en busca de trabajo (la construcción de viviendas, la industria y el comercio requerían mano de obra barata). No tenían acceso a educación, vivienda digna ni servicios públicos y las instituciones de salud y los sistemas judicial y de policía eran precarios. Aumentaban la delincuencia y los homicidios y el ambiente se hizo fértil para la protesta y el desorden. Existían núcleos de población en situación de miseria y la burguesía no se daba por enterada. Hasta la primera década del siglo, el debate se estableció entre los terratenientes conservadores devotos de la Virgen, defensores del centralismo, la raza blanca y la propiedad privada, y los liberales anticlericales que abogaban por la separación de la Iglesia y el Estado, por el federalismo, la libertad de cultos, la educación pública gratuita y la libertad de prensa. Pero otros factores entraron en juego al avanzar el siglo XX y las tensiones aumentaron. Mientras la burguesía se refugiaba en sus valores de clase consuetudinarios, los campesinos y trabajadores se organizaban para la protesta bajo la dirección de líderes entrenados y orientados desde Moscú, que pregonaban la revolución universal.
A comienzos del siglo se fundó el Partido Socialista de Colombia, que fue de poca duración. Luego vino el Partido Socialista Revolucionario (PSR) afiliado a la Internacional Socialista. Los trabajadores de la zona bananera, con el apoyo del PSR, organizaron una huelga general en 1928 que fue sofocada por el ejército en un baño de sangre. (El número de muertos siempre ha sido motivo de especulación) Luego surgió el Partido Comunista, que dura hasta el presente pero que nunca logró reunir en un solo cuerpo político las distintas facciones.
Las huelgas y las protestas se multiplicaron. En Antioquia son famosas las que protagonizaron los trabajadores del ferrocarril y de las empresas textiles, en particular Rosellón y Coltejer. Mientras los trabajadores asumían posiciones cada vez más radicales, los empresarios estudiaban las encíclicas papales y consultaban a las autoridades eclesiásticas. Para contrarrestar las huelgas, adoptaron