Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero
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Por Gerona y El Salvador existían otros grupos de muchachos que a veces bajaban por Bomboná. Nada sucedía cuando lo hacían individualmente o en parejas; pero cuando pasaban cuatro o cinco se miraban con recelo, se silbaban y con gestos obscenos se desafiaban. Usualmente la cosa no pasaba de ahí, pero una tarde acababas de llegar del colegio cuando cundió la alarma: debías presentarte ojalá armado, porque los de Gerona los habían amenazado. Cada uno buscó apresuradamente una cadena, una varilla, un cuchillo, una correa con chapa. Hubo buen acopio de piedras. Los enemigos aparecieron en la esquina de Maturín y comenzaron a arrojar piedras. Los de Villa se atrincheraron detrás de los árboles y en los pórticos de las casas y también arrojaron piedras. Los proyectiles y los insultos volaron de lado a lado, sin mayores consecuencias. Al principio estabas asustado, pero a poco te llenaste de valor; abandonaste el refugio y saliste con una piedra en cada mano. Te disponías a lanzarlas cuando una del bando contrario te dio en el hombro izquierdo. Si te hubiera dado en la cabeza no estaríamos contando el cuento. El dolor te dejó aturdido, lograste regresar al refugio y luego terminó la batalla. En espera de un nuevo ataque, en las tardes siguientes salieron a la misma hora, cada vez mejor armados. Nunca faltaste, a pesar de que la contusión duró una semana y mantuvo encalambrado el hombro. En un momento pensaste en buscar el revólver de papá; sabías dónde lo guardaba cuando estaba en la ciudad. Pero te faltó valor y nada les mencionaste a tus amigos. En vista de que los atacantes no llegaban, algunos propusieron ir en su búsqueda. Todos estaban de acuerdo, pero no se movían: tal vez porque tenían miedo, tal vez porque faltaba el líder verdadero. Estaban establecidos los lazos de solidaridad y ahora lo que cada uno tenía que justificar era el honor de ser considerado miembro. Fue una verdadera enseñanza. La barra ya era parte de tu identidad y de tu vida. Temías ser rechazado o calificado de cobarde, hasta el punto de que ni siquiera les contaste del golpe recibido. Golpe que, más bien, te causaba vergüenza. Pensabas: “¡Qué idiota, dejarme golpear, cuando los demás salieron ilesos!”. Ni siquiera tu mamá se enteró. Es claro que aún no sabías, ni tus amigos sabían, que las heridas que se reciben en la batalla dan honra antes que quitarla.
Había barras (o combos) en los barrios porque el sistema educativo era ineficiente y los jóvenes no tenían opciones. La que conociste, vista en la distancia, era bastante inocente. Allí no se fumaba marihuana ni se bebía alcohol, los miembros no andaban armados y el nivel de violencia era mínimo. Con el crecimiento de la ciudad y la falta de atención de las autoridades, el fenómeno se recrudeció y las barras se convirtieron en pandillas. Los jóvenes aprendieron a robar, atracar, violar, asesinar; así se formaron los sicarios que hicieron de la ciudad un infierno después de 1970.
En el siguiente mes de febrero regresaste a San Ignacio. La experiencia fue idéntica a la del año anterior: perdiste –por segunda vez– primero de bachillerato. Jorge entró en cólera y reprochó tu “vagancia”. Nunca lo habías visto tan descompuesto; la bicicleta fue confiscada, querías huir. Entonces te refugiaste en el zarzo. Era un espacio oscuro, oloroso a polvo, que en la parte más honda recibía un tímido rayo de luz por una claraboya. Allí estaban en cajas las viejas revistas de tu padre. Nunca las habías hojeado, a pesar de que siempre estuvieron a la mano. En Life encontraste, para tu sorpresa, fotos en blanco y negro de cadáveres, ciudades destruidas, regimientos, tanques de guerra, aviones de combate, que revivieron y acentuaron las impresiones de tu primera niñez. Fue una toma de conciencia dolorosa. En L’Illustration, lo más atractivo eran las láminas a color, de página entera, de pintores impresionistas franceses. Algunas mostraban lindas muchachas desnudas. La sorpresa también fue inmensa. Nunca habías visto desnudo y completo un cuerpo femenino y, de repente, en el propio hogar, develabas sus secretos. La exaltación de los sentidos y la mezcla de valores –guerra, poderío, tristeza, tragedia, de un lado; sexualidad, arte, belleza, de otro– no podía ser más perturbadora. Mamá llamaba para que fueras a almorzar, y hacías lo imposible para prolongar el retiro. Cuando descendías por fin, ya el subconsciente estaba condicionado por lo terrible y lo sublime, como para que desde allí fuera fraguando a través de los años lo que llegarías a ser con la edad.
Te volviste taciturno y te aficionaste a las revistas. En la barra intercambiaban cómics de la Pequeña Lulú y Tarzán. Luego leíste una novela de Julio Verne. Creo que fue papá quien te la facilitó. Fue como una revelación; a partir de ese momento te pasabas las horas encerrado leyendo. Hay que recordar que no había televisión. No sería exagerado decir que en los siguientes dos años pasaron por tus manos todas las de Verne disponibles en las librerías de Medellín.
De San Ignacio pasaste al Sufragio. También era un colegio regentado por curas. Tenía una ventaja: los salesianos no eran tan prepotentes como los jesuitas; el ambiente era de clase media. Estaban abriendo los cursos del bachillerato y cada año inauguraban un nivel. Las edificaciones estaban en su etapa inicial, los patios en tierra, y había unas ruinas que les servían para esconderse cuando no querían asistir a clase. Lo peor era la misa cada día a las once, cuando ya el hambre los atormentaba. Unas misas interminables en latín, olorosas a incienso, con el cura que oficiaba de espaldas y con sermones desde el púlpito sobre el pecado y los tormentos del infierno, que al recordarlas te permitieron imaginar, años después, el escenario de tu novela El diálogo imposible.
La Violencia se apoderó del país después del 9 de abril. Al presidente Mariano Ospina Pérez le siguió Laureano Gómez, un conservador que admiraba a Francisco Franco y que profesaba ideas fascistas. Organizó un cuerpo de policía, los “chulavitas”, y los envió por los campos para que mataran liberales. En represalia, en los pueblos de mayoría liberal perseguían a los conservadores. En los Llanos Orientales se organizaron las guerrillas liberales y el ejército las combatió en una verdadera guerra civil. En San Carlos aparecieron los primeros chusmeros que venían del Magdalena y se desató una ola de asesinatos. Aunque Jorge nunca participó en política, era liberal, lo que lo convertía en enemigo declarado de los gamonales de San Carlos. Una tarde estaba en Risaralda en compañía del mayordomo y su familia. Hacia las seis llegó un peón con la noticia de que los chusmeros lo buscaban. De milagro salvó la vida escondiéndose en el monte, pero perdió el ganado, porque no pudo regresar a recogerlo. Era, de nuevo, la crisis económica. Vendió la casa y el Pontiac y la familia rodó por casas arrendadas. Fueron años de estrecheces y vida sencilla. Cada cambio implicaba nuevas amistades, nuevas rutinas, nuevos ambientes. Echabas de menos al grupo cerrado de la barra de Villa y el sentido de pertenencia que de ella emanaba. Ahora vagabas por espacios abiertos y tenías que estar vigilante para no caer en territorios dominados por jóvenes pendencieros y agresivos. Te refugiabas en el cine y en la lectura y te volviste huraño.
En realidad, tus padres te protegían. Y la forma de protegerte era manteniéndote en la ignorancia. Regía la ética del decoro: silencios, verdades a medias, “mentiras piadosas”. Por eso no te enterabas de las cosas del sexo, de los cambios del cuerpo al avanzar la adolescencia, de las dificultades económicas de la familia y las razones para cambiar de casa y de barrio, del pleito por la herencia del abuelo, las enfermedades que sufrían, las costumbres licenciosas de tal o cual pariente, de la pederastia de los curas, la corrupción de los políticos, los malos manejos de los empresarios, las masacres y actos de barbarie en los campos. Los niños, a veces, encontraban llorando a la mamá, o la sentían triste; o al padre de mal humor, evasivo, callado; o que suspendían la conversación cuando llegaba alguien; y siempre quedaba flotando el misterio. A tus padres los oías cuchicheando en la alcoba hasta tarde y te ardía la curiosidad; nunca lograbas saber de qué hablaban tanto.
Los libros de G. M. Bruño, que se conseguían en la Procuraduría de los Hermanos Cristianos, se usaban en casi todas las asignaturas, y sus postulados debían ser aprendidos de memoria. Tal fue el sistema que encontraste en la escuela primaria y, ahora, llevado a sus últimas consecuencias, en los colegios de bachillerato de los jesuitas y salesianos. En cuanto a la nómina de educadores, el panorama no era más prometedor. El padre Acosta, insigne acosador de menores, toqueteaba a los niños a la vista de todos, inclusive durante los recreos. Nadie hablaba de sus dotes de educador o de sus conocimientos