Santidad, falsa santidad y posesiones demoniacas en Perú y Chile. René Millar

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Santidad, falsa santidad y posesiones demoniacas en Perú y Chile - René Millar

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de gracias gratuitas de que gozó, desde las taumatúrgicas, hasta las de profecía, pasando por aquellas asociadas a la oración contemplativa o mística, como los arrobos y las visiones. Todo lo que rodeaba la muerte de un Siervo de Dios pasó a constituirse en un factor importante de las biografías de los santos y de los procesos de canonización desde el siglo XIV en adelante. Esto, a tal punto que las cualidades de una existencia pasaron a ser juzgadas por la forma como se producía el deceso64. Por lo mismo, y parafraseando a Suire, la muerte era la prueba de la santidad de una vida65. Dado que en el caso de Urraca se habrían cumplido todos los rituales y se habrían manifestado todos los signos que confirmaban aquella calidad, el paso siguiente fue tratar de obtener la oficialización de la misma. En el transcurso de las exequias se pedía la apertura de informaciones para su beatificación y su confesor, Fr. Francisco Messía, por orden del superior, se ponía a dar término a su hagiografía, que debía contribuir al desarrollo del proceso. Por último, se efectuaban informaciones para dejar testimonio documental de hechos prodigiosos ocurridos después de la muerte de Urraca. Se esperaba que el arzobispo, en el corto plazo, diera las instrucciones del caso para iniciar el proceso ordinario por su beatificación.

      En este apartado nos limitaremos a destacar, a partir fundamentalmente de fuentes secundarias, los aspectos esenciales de las políticas y procedimientos sobre canonización que puso en práctica la Santa Sede en las épocas Medieval y Moderna, como una manera de facilitar la comprensión que tuvo el desarrollo de la causa de Urraca. El fenómeno de la centralización pontificia en materia de nombramiento de los santos se remonta a la Baja Edad Media. Antes, en la etapa final de la Antigüedad, los santos eran proclamados en las Iglesias locales por el pueblo cristiano, sin que se requiera alguna intervención de la jerarquía. Después, en la Alta Edad Media, a raíz del desarrollo del culto a los mártires, que eran los santos por antonomasia de la época, los obispos tendieron a intervenir cada vez más; como responsables de la liturgia, regulaban las fiestas en que se conmemoraba el aniversario de la muerte del santo. También, su papel se vio fortalecido al surgir un nuevo tipo de santidad, la de los denominados confesores o padres de la Iglesia, que habían defendido la ortodoxia ante la herejía, como San Atanasio y San Agustín. Incluso muchos prelados serán considerados santos en sus regiones por el papel que desempeñaron como protectores de la comunidad ante el poder real y las adversidades. Pero si bien los obispos intervenían en el culto, no gozaban de potestad legal para canonizar; esta labor seguía correspondiendo al pueblo cristiano, cuya percepción acerca de quién era santo constituía, en último término, la base de toda canonización66. Desde el siglo VII se produjo una proliferación desordenada de santos como consecuencia de los intereses de los monasterios e incluso de prelados, lo cual generó una reacción que favoreció el aumento del control episcopal sobre el culto67.

      Será a partir del siglo XII cuando el Papa comience a intervenir en las canonizaciones, sin que eso signifique que los obispos dejen de participar. A estos los consultará menos, reemplazándolos por varios cardenales que actuarán como consejeros específicos en esas materias. Un paso decisivo en ese proceso centralizador del papado fue su intento por ejercer en exclusiva el derecho a canonizar, que comienza a manifestarse a partir de Alejandro III y cuyos sucesores terminaron por considerarlo un privilegio que les pertenecía. Se precisa jurídicamente el punto en las Decretales de Gregorio IX (1234), al incorporar el principio a la legislación de la Iglesia. Con posterioridad a esa fecha, dejaron de efectuarse canonizaciones episcopales68. Esa reserva pontifical traerá como consecuencia un control indirecto sobre algunas manifestaciones de religiosidad popular, también sobre los intereses desmedidos de las órdenes y congregaciones religiosas e, igualmente, sobre las prácticas supersticiosas69. También generará la necesidad de desarrollar un procedimiento para nombrar a los santos. Ya en el siglo XI Urbano II, ante la solicitud de canonización de un abad, señaló que no podía hacerse sin una información sobre los milagros que le atribuían. A comienzos del siglo XII estaban dadas las bases de lo que sería el futuro proceso de canonización: un examen de testigos y lectura de hagiografías. De acuerdo con estas, los signos de la santidad eran los dones de profecía y taumatúrgicos y la muerte en “olor de santidad”. Sin embargo, a fines de ese mismo siglo, con Inocencio III, aquellos conceptos experimentarán un cambio. Él señaló que para ser considerado santo se requerían dos requisitos: la virtud en las costumbres y la veracidad de los signos. Esto implicó un cambio importarte porque se equipararon los milagros con las obras, cuando la gran mayoría asimilaba la santidad fundamentalmente con los hechos prodigiosos. En forma paralela, se fijaron mejor las reglas a las que debía ceñirse la investigación de la vida y milagros del candidato. Como antes de iniciarse un proceso se solicitaba que la postulación fuera respaldada por el obispo y personas influyentes, eclesiásticos y laicos, terminó por generalizarse la formación de un proceso informativo diocesano, que se hacía llegar a la consideración del Pontífice70. Hasta fines de la Edad Media, el procedimiento se fue perfeccionando, pero sin cambios fundamentales.

      En el siglo XVI, en consonancia con el espíritu de Trento y en respuesta a los cuestionamientos a la santidad por la Reforma Protestante, la Santa Sede trató de crear los instrumentos que garantizaran de mejor forma que las canonizaciones recayeran en quienes realmente tenían los méritos suficientes para ello. En ese contexto, se estableció en 1588 la Sagrada Congregación de los Ritos, que estará integrada por cardenales consultores designados por el Pontífice, y que por una parte tendrá jurisdicción sobre la tramitación de las causas de los santos y por otra la regulación del culto divino. Se otorgaba esa competencia dual en la medida que el Siervo de Dios, al ser canonizado, ingresaba al culto de la Iglesia71. Otra de las grandes reformas postridentinas impulsada por el papado se orientó a marcar las diferencias entre las dos fases procesales: la referente al proceso informativo u ordinario, de carácter local, a cargo del obispo donde vivió el candidato, y el proceso apostólico, de significación universal, que se efectuaba por autoridad delegada del Pontífice72. Para pasar de una fase a otra, el primero debía ser aprobado por los cardenales de la Sagrada Congregación. Esta, a continuación, instruía al obispo del lugar para que procediera al segundo proceso, pero ahora siguiendo las instrucciones precisas que se le hacían llegar. De vuelta en Roma toda la documentación era examinada por los consultores, uno de los cuales actuaba como relator. El proceso apostólico también se dividió en dos etapas: la que debía aprobar las virtudes in genere (en general, es decir, la fama de santidad) y la denominada in specie, (donde se veía cada una de las virtudes en particular)73. Finalmente los consultores se pronunciaban por la aprobación, suspensión o interrupción definitiva. De ser el voto favorable, quedaba libre el camino para la beatificación, que a partir de 1610 fue considerada una etapa obligatoria y previa a la canonización. Dos milagros se exigían para ser reconocido como beato y otros dos para alcanzar la santidad.

      Modificaciones sustanciales introdujo en el procedimiento el Papa Urbano VIII, especialmente en los decretos dictados en 1625, 1634 y 1642. A través de ellos se pretendía controlar las expresiones de culto a quienes, habiendo muerto con fama de santidad, carecían del reconocimiento oficial. Específicamente se prohibía la colocación de imágenes (u otras cosas que denotaren culto o veneración) en oratorios, iglesias y lugares públicos o particulares. Igualmente se prohibía la impresión de libros referentes a ese tipo de personas que relataran sus hechos, milagros y revelaciones sin que contaran con la previa aprobación del ordinario, aconsejados por teólogos y varones doctos74. En el decreto del 5 de julio de 1634 se insiste en el control a las manifestaciones de culto a los santos populares no reconocidos oficialmente. Pero se agrega un elemento nuevo muy importante, que consistía en la obligación de realizar, antes de iniciar cualquier causa de beatificación, un denominado proceso de non culto, es decir, debía efectuarse una formal información para determinar que el Siervo de Dios no había recibido culto público alguno75. Esta última disposición no dejaba de plantear una cierta contradicción, pues para abrir un proceso de canonización se requería que el Siervo de Dios hubiese tenido fama de santidad en vida y después de muerto. Pero era evidente que la fama se mantenía

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