El ojo del mundo. Guillermo Fernández

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El ojo del mundo - Guillermo Fernández Sulayom

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semanas trataba de dialogar conmigo acerca de aspectos de su vida que me tenían sin cuidado. Se había dado cuenta de que era periodista y al parecer hay gente que requiere confesarse con un periodista, como existe gente que lo hace con un sacerdote. Quizás esperaba que alguna de sus historias me llamara la atención. Siempre trataba de escabullírmele sin cierta piedad. “Hola, buenos días”, le decía al bajar las gradas. Esos edificios no contaban con ascensor y había que toparse con la gente menos indicada por los pasillos. “¿No me diga que hoy también va de prisa?”, me preguntaba. “Si mal no recuerdo tengo más de un año de invitarlo a tomarse un té conmigo. Mi departamento es hermoso y lo que debo contarle tal vez le interese. No es nada que tenga que ver conmigo. Yo soy una vieja solitaria”. “Es posible que sea otro día, señora Leonore, otro día, hay tanto trabajo en el periódico”. “Pero su periódico también se nutre de las cosas inquietantes de la realidad y yo y mis historias formamos parte de la realidad, no creo que solo haya noticias respetables fuera de este edificio”. Así eran los argumentos de Leonore. Esa mañana que bajaba con algo de lentitud, la vi subir las gradas hacia su apartamento cargando unas flores. Me miró con sospecha:

      —Tan temprano para el trabajo, señor Henry.

      —Es posible que no haya calculado bien la hora. ¿Sabe una cosa? Es la primera vez que me sucede.

      —Interesante.

      Leonore llevaba unas pantuflas rosas y una bata dorada con encajes. Tenía unos ojos curiosos y escudriñadores azules que podían intimidar. Se maquillaba mucho. Incluso podía uno pensar que dormía maquillada y que así se mantenía de manera perpetua.

      —Diría que no es lo usual, apenas está amaneciendo. Y usted, ¿comprando flores?

      —Hay un almacén que las vende desde muy temprano en la esquina. Me extraña que no lo conozca.

      —Creo que no conozco a fondo el barrio donde vivo. Salgo muy temprano y vuelvo hasta la noche. Es un trabajo cansado.

      —Lo entiendo, por eso no ha querido tomarse conmigo una taza de té ni que le cuente mi historia.

      —Claro, su historia. Y dígame algo, ¿de qué trata su historia?

      —No me gustaría adelantarle nada en este pasillo. Hay gente despierta que escucha. Nunca duerme. Me espanta la gente que nunca duerme y es más de la que usted se imagina.

      —Nunca lo había pensado.

      —Yo sí estoy segura. Hay gente que permanece de pie porque creen que los están siguiendo y no pueden pegar el ojo.

      —¿Y quién los sigue?

      —Saber diablos. Nadie. Nadie los sigue. Solo creen que los siguen y que deben estar vigilantes. Eso les da una razón para vivir.

      —¿Y cómo sabe usted eso?

      —Solo lo presiento. Tengo muchos años de estar aquí y por las noches escucho hasta la respiración de todo el mundo. Es algo que se aprende. Por ejemplo, usted anoche tuvo dificultades para dormir, oí unos pasos por alguno de estos departamentos y me dije: Creo que es el periodista que tiene un problema grande, algo que no puede resolver en este momento.

      —Atinó, Leonore. Anoche no pude dormir. Di muchas vueltas por el departamento pensando algo…

      —¿Ve usted de las cosas que podríamos hablar si se decidiera a aceptar mi taza de té?

      —No creo que a usted le interese lo que yo sienta. Son sensaciones vagas.

      —Todos estamos llenos de sensaciones vagas que necesitamos contar a alguien más. No podemos sentirnos con ellas solos.

      —¿Y de qué me ha querido hablar en otro momento? Tengo algo de tiempo mientras espero que salga el sol.

      —De Greta Garbo.

      —¿La actriz? Murió hace cuatro años.

      —Yo la conocí, fui su edecán.

      —Por ahora le puedo decir que es interesante. Greta Garbo y lo que muchos aún quieren saber de ella.

      —Puede ser una buena historia para su periódico, Henry. No sería algo escandaloso. Odio el escándalo, pero no la verdad.

      —¿Qué es lo fascinante que usted me contaría? Suelen escribirse historias que uno olvida en un santiamén sobre la actriz.

      —Empecé a trabajar para ella poco después de que se retiró del cine –me dijo parpadeando rápidamente–. Yo era un poco mayor que ella. Alguien me contactó, porque toda mi vida trabajé como edecán, también soy una estupenda chef y no hay nadie que me gane haciendo la limpieza. Ahora estoy vieja y solo puedo sacudir el polvo.

      —¿La conoció bien? Esos artistas siempre se han creído superiores a la media.

      —No era una mujer de otro mundo, si quiere usted decir tal cosa, solo que no quería sentir demasiado.

      —¿Y cómo es eso de no sentir demasiado? Me ha hecho gracia lo que expresa, Leonore. Qué ocurrente.

      —Ella me comentó luego de tres meses de hacer mi trabajo en su departamento de la calle 52 y de casi no hablar conmigo que quería saber si podía confiar en mí.

      —Bueno, eso significa que en algún momento nos quebramos y que somos igual que todos los demás. Yo entiendo a Greta Garbo, me gusta vivir aislado, no conversar mucho, no comentar demasiado nada con nadie. Imagino que así es Drácula, un solitario que nunca ve el sol y que tiene pocas conversaciones.

      —Muy chistosito, Henry –sonrió la vieja enseñándome unos dientes absolutamente perfectos, lo cual me hizo pensar en una costosa operación periodontal o en lo peor de todo: una impecable prótesis–. Ella me dijo que me sentara a una mesita donde siempre tomaba el té, mirando a través de los ventanales, al East River, y fue cuando empezó a abrirse, por así decirlo. Tardó mucho tiempo para hablarme algo más que unas frases.

      —¿Y qué le dijo?

      Leonore miró hacia el piso cubierto por un tapiz vetusto con flores cárdenas enmarcadas en cuadros con ribetes blancuzcos.

      —Fue una larga historia en varias tardes, Henry, no puedo contárselo todo aquí. En resumen, me dijo que un día simplemente no toleraba el contacto con la gente y que sentía un inmenso asco por haberse convertido en Greta Garbo. Se sentía agradecida por sus admiradores pero no lograba que la mirasen más con esos ojos llenos de expectativas de los demás. Hasta en el baño percibía que cada uno de sus movimientos merecía una foto y que por esa idea empezó a sentir mucho miedo de estar sola, hasta que se dijo que debía estar sola para aniquilar esa sensación. En realidad, se recluyó para matar el miedo de estar sola. El mundo le había dicho que no podía vivir sin ella, si su rostro, sin sus películas, pero cómo podía el mundo exigirle tanto. ¿Me comprende?

      —Un poco, Leonore, un poco. No deja de ser una mujer excéntrica. Bien pudo haber tomado vacaciones y no hacer tanto drama, ¿no le parece?

      —Creo que usted no lo entiende. Greta Garbo sintió el terror de estar en el ojo del mundo por ser una invención del cine. Si no escapaba de ese ojo, ¿qué sería de ella?

      —Retomaremos el tema, Leonore, creo que ya salió el sol. Y tengo una idea que debo poner sobre la mesa

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