El ojo del mundo. Guillermo Fernández

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El ojo del mundo - Guillermo Fernández Sulayom

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solo tres días.

      Pero nada es tan necesario como sentirse bueno. El psicópata que escondió el cuerpo de su víctima en un bosque ayuda en la investigación y forma parte del grupo de rastreadores. No lo hace para despistar o eludir a la policía. Lo hace porque también quiere ser bueno como esas buenas personas que se suman a la búsqueda y descartar en parte que él mismo haya cometido nada indebido. Así es la mente.

      Hervía en mi sangre mi nuevo proyecto periodístico y debía armarme de paciencia. Después de mi última entrevista con Giotto estuve en vilo. Iba al periódico y me sentaba en mi escritorio a redactar algunas noticias acerca de las improntas del alcalde Rudolph Giuliani, que había empezado a ganar notoriedad por sus intentos de reducir el crimen en la ciudad de Nueva York. Hasta ahora se estaba a la espera de sus efectos mesiánicos que luego acabarían por despertar algunas investigaciones en las que me vi involucrado como reportero del New York Chronicle. Me encontraba ansioso, molesto y sensible. Me topaba a Giotto en los pasillos o en el baño de hombres y le preguntaba cómo iba mi gestión para cubrir la entrevista a Carter. Sus respuestas no era muy concretas: “Por cierto, tengo ese asunto entre mis prioridades, este jueves lo expongo a los accionistas”. Nunca creí que Giotto necesitara apelar al criterio de los tres o cuatro accionistas del periódico para aprobar mi investigación en Sudáfrica, porque Giotto tomaba decisiones casi siempre autónomas. Los accionistas eran ciudadanos cabales con algún interés en la información y en que esta fuera útil a una ciudad que se había vuelto demasiado insegura y peligrosa. Nuestra tarea era presentarle al lector las pruebas de que los políticos debían hacer algo. Giuliani llegó con ese afán de erradicar el crimen, como un enardecido Batman, pero también se acrecentó el abuso policíaco con los años. Es decir, trabajo siempre íbamos a tener en cualquier dirección.

      Llegaba a mi departamento y mientras me alistaba un café desplegaba la fotografía de Carter sobre la mesa. Las preguntas que le iba a hacer las fijaba como un chinche alrededor de la fotografía para que se fueran haciendo parte de mí mismo. No quería omitir nada si llegaba a ocurrir que el New York Chronicle me enviaba a Sudáfrica. En cierta forma estaba poseído por la fotografía de Carter o por la envidia. No podía saberlo en ese momento. Estaba lejos de considerar lo que realmente me ocurría. Mi exposición del proyecto a Giotto parecía dirigirse a hacerse de una oportunidad, pero esa era la mampara, la excusa. ¿Qué era lo que realmente quería yo?

      Cuando me cansaba de ver la fotografía encendía el tele, me ponía a ver noticias que me eran indiferentes. Tenía libros que esperaba leer y que no los abría porque me sentía intranquilo. Y nunca he podido leer cuando me siento con algún desasosiego. Prefiero cerrar los ojos y escuchar las voces que salen de la televisión. Por ese entonces, no tenía ninguna novia. Me había enojado con Sharon una vez más, pero sabía que pronto estaríamos juntos de nuevo, haciéndonos la vida imposible. Ella era la encargada de una galería de arte moderno y le encantaba llevarme siempre la contraria, incluso en temas en que yo podría tener razón. Nos peleábamos y nos apartábamos por un tiempo. Quizás por el tiempo en que cada uno lograba alimentarse de otras cosas que no fueran nuestros malentendidos.

      Tampoco tenía amigos. Quizás solo Wilson, que había ido conmigo a la misma universidad y con quien me tomaba algunos whiskies en el bar de Donato. Discutíamos lo usual. El hombre estaba casado con una agente de seguros y tenía el tiempo muy medido por su trabajo como editor. Mi familia era toda de California. Mis padres habían muerto. Era hijo único y no me gustaban los recuerdos de la casa paterna, donde pasé solo la mayor parte del tiempo. Mi madre trabajaba en un hospital, como enfermera, y mi padre era aviador de una línea turística. Verlos a ambos juntos era casi un milagro. A mí me cuidaba una mujer llamada Eva, buena mujer mexicana, quien me enseñó seguramente muchas cosas de su propia idiosincrasia. Era inevitable que me transmitiera en sus cuidados los conceptos básicos de su cultura. A veces la escucho hablarme de su pueblo lejano de donde debió huir a Estados Unidos por algo que nunca quiso contarme. Me hablaba de su pueblo cerrando los ojos, restregándose las manos, como si lo tuviera al otro de la pared de nuestra casa. Un día le pregunté por qué nunca me contaba nada de su pueblo natal. Me respondía en español que había aprendido rudimentariamente de ella misma.

      —Pos, ve niño, mi pueblo es lindo. Si te lo enseñara te encantaría. Hay una gran sierra al fondo y caminos rodeados de árboles. Pero se trabaja mucho por poco. Y no es culpa de la tierra. La tierra no tiene la culpa de lo que somos porque ella sigue siendo buena. Con lo que gano aquí se beneficia mi familia.

      —¿Se trabaja por poco? No entiendo.

      —En algunos lugares se trabaja duro y no es suficiente. Es todo lo que te puedo decir, niño.

      Mis conversaciones con Eva me dejaron un sabor que tal vez me impulsó hacia el estudio del periodismo. Nunca lo supe. Me enseñó sin saberlo que hay otra cara de la moneda, que no solo existía la tranquilidad de mi vecindario, la nevera de mi madre siempre llena de alimentos. Eva hablaba con acertijos, sin entrar mucho en detalles, sé que había otras cosas en su tierra de las que no quería hablar con nadie, tal vez solo con otras de sus amigas mexicanas.

      Meditaba sobre Eva en mi cama, luego de haberme cansado de revisar mis preguntas sobre la fotografía de Kevin Carter, cuando llamaron a mi puerta. Me fui algo lento. Eran las nueve de la noche. No tenía sueño y solo quería evitar cualquier interferencia. Al abrir la puerta, me encontré con Leonore. Vestía una vieja bata negra que le subía hasta el cuello. Llevaba una peluca rubia y se acababa de poner maquillaje. Relumbraba bajo la luz del pasillo. Tenía las manos juntas, como en señal de humildad urbana. Sentí algo de turbación. Nunca me había tocado la puerta. Las únicas veces que habíamos hablado era en los pasillos o en las escaleras.

      —No suelo molestar a nadie –me dijo. Me llegó un perfume potente que me hizo cerrar un poco los ojos.

      —¡Cierto! –le dije sin saber si había acertado con la respuesta.

      —Pero debía hacerlo luego de cavilar sobre lo que me sucedió hoy.

      La vi tan preocupada y decidí, contra mi propia voluntad, que pasara a la pequeña sala. La mujer entró investigando mi hogar, que no era ciertamente un desorden, pero que carecía de cualquier atractivo que suelen ser pruebas para las mujeres de que somos civilizados.

      Le dije que se sentara a la mesa donde tenía la fotografía de Carter. No imaginé que le pudiera interesar e hice como si no existiera. La mujer se le quedó viendo, tratando de tejer en su mente una teoría. La gente vive inventando teorías absurdas de todo tipo y jamás llegan a ser ciertas. Son puras divagaciones prejuiciosas.

      —¿Y esta foto? –dijo ella. La mujer se sentó a la mesa y examinó la fotografía aguzando la vista–. No llevo mis anteojos para leer. Sin embargo, veo que esto es un buitre y esto otro un niño de esos de África.

      Me molestó que invadiera mi privacidad. Había olvidado que tenía la fotografía sobre la mesa. Me sentí sin ánimo de explicarle nada a Leonore.

      —El último premio Pulitzer –le dijo sentándome frente a ella.

      —¿Mereció esto un Pulitzer? –dijo ella con un tono de indignación–. Para mí es una foto atroz. A lo que llega el periodismo, con su perdón, Henry.

      —Entiendo, ¿qué fue lo que sucedió hoy? –le dijo yendo al grano.

      —Algo que usted debe saber, Henry. No creo que haya problemas. Solo trato de ser leal a usted.

      —¿Ah sí? ¿Leal a mí?

      —Un compañero suyo de trabajo llamado Andrew vino a verme por lo de Greta Garbo. Me comentó que usted estaba muy ocupado en otros casos.

      —¿Ese

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