El ojo del mundo. Guillermo Fernández

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El ojo del mundo - Guillermo Fernández страница 9

El ojo del mundo - Guillermo Fernández Sulayom

Скачать книгу

eso trabajas?

      —Sí.

      —Me parece un tema interesante. No todo es sangre en las calles en esta vida ni buitres.

      —Es lo que pensé, Sharon, desde que ingresé al periodismo. Mira, te veo hermosa. He pensado todo el tiempo en lo bueno que fue encontrarnos como ahora y…

      Una mujer que llevaba una bandeja me golpeó la nuca y me lanzó una mirada de reproche. Tenía una cara larga y verduzca de las que se ven en Nueva York más veces de la cuenta.

      —Trata de dormir y comer bien, Henry. Tal vez escribir sobre la fauna de Nueva York no sea tu fuerte. Siempre te he dicho que puedes desarrollarte más. ¿No has pensado en escribir una novela? ¿No nos conocimos aquí mismo mientras hablábamos de literatura y me decías que siempre habías intentado escribir una historia policiaca o algo así?

      Quería que habláramos de lo que había entre los dos, si es que todavía quedaba una pizca de hollín, pero sé que no era el día propicio. Las confabulaciones existen. Los contratiempos son demasiado evidentes. Miré de lado que la mujer de cara larga y verduzca se había sentado a comerse una pequeña dona mientras endulzaba un café. Supe que deseaba acostarme con Sharon en ese instante sin tanto protocolo y que todo estaba en contra.

      —Tienes razón –le dije–. Tengo tiempo, ahora que lo dices, de que no abro un libro. Me he abandonado un poco.

      —¿Hay alguna mujer? –me preguntó ella con un tono clínico.

      —Ninguna. Es un hecho que me ha costado sustituirte.

      Ella sonrió. Hincar el diente en el tema azaroso del sexo me pareció fuera de lugar y le dije que le quería hacer una entrevista a Kevin Carter. Necesitaba confiarle mi aspiración a alguien que no fuera del periódico. Ella lo comprendería.

      —¿Conque eso era? ¡Mentiste al fingir no estar interesado! ¿Irás a Sudáfrica? –me preguntó con un gesto de incredulidad.

      —Espero que sí. Puedo lograr algo definitivamente bueno para el New York Chronicle.

      —¿Sobre qué podría versar la entrevista? –acometió ella.

      —Es un secreto.

      Me encantó poder hablar de que tenía un secreto a Sharon. Ella lo sabía todo. Pero mi secreto no.

      —No seas tan infantil –rio limpiándose la boca con una servilleta. Esos labios finos que limpiaba me atrajeron.

      —Debo tener cautela. Si me aprueban la entrevista le haré unas preguntas a Carter que nadie ha pensado. Digamos que yo no gané este Pulitzer y que nunca ganaré uno. Pero puedo ser peligroso, también.

      —Ahora sí no te comprendo. ¿Qué quieres decir?

      —Solo hace unos días que Carter ganó el Pulitzer y ya la gente lo está culpando de no haber hecho nada por el niño desnutrido. Todo el mundo está mirando en esa dirección. Yo veo en otra y no te diré nada por el momento. Lo leerás en un artículo si logro ir a Sudáfrica.

      —No sabía que la gente está culpando a Carter por eso, Henry. Creí que era solo un fotógrafo que hacía su trabajo.

      —Para nada, Sharon, tú eres racional, fría, inteligente, pero el mundo no es así. El mundo en masa es una tribuna de inquisidores.

      —Ahora que lo dices… –Hubo un silencio. Sharon me miró con un visaje de sorpresa–. Es inevitable que la gente piense de esa manera. No había pensado en el alma de Carter. No hay nada más cómodo que juzgar, Henry. ¿Qué es lo diferente que has visto?

      —Como te dije –le expliqué como si ahora fuera el tipo más interesante de Nueva York–, no puedo revelártelo en este momento. ¿Qué pasaría si le dijeras a alguien de tu trabajo lo que voy a preguntarle al fotógrafo y ese alguien se lo lleva a la competencia?

      —Estás paranoico.

      —Ni mi jefe lo sabe. Nadie en este mundo. Es algo que descubrí solo esa noche que llegué de tomarme unos tragos con Wilson.

      Nos fuimos a caminar luego por un parque cercano y allí buscamos una banca para sentarnos bajo un manzano silvestre. Me gustaba saber que por ahora Sharon no sabía un secreto de mí, aunque fuera un secreto profesional. Ella solo habló de su trabajo y de una próxima exposición de pintura en la que le gustaría verme, aunque la noté finalmente mortificada. No se refirió más a la fotografía. Solo repuso que me estaba tomando algunas cosas demasiado a pecho y que me había encontrado muy obsesivo. ¿Qué sabía ella de obsesiones? ¿Acaso era también psiquiatra? Bajo la sombra del manzano, le dije finalmente que la veía más hermosa que nunca y ella guardó silencio. No quería hablar de amor, que empieza tal vez con la frase, “eres hermosa”, o cualquier otra de ese tipo. Supuse que había llegado una de las últimas oportunidades y que se había ido de mí gateando silenciosamente.

      En la tarde me dirigí a proseguir mi entrevista al doctor Rudolf, el botánico que me facilitaba la información sobre la flora en peligro de la ciudad de Nueva York. El doctor Rudolf me atendió en su oficina de la universidad donde daba clases. Era ya un hombre viejo y quisquilloso que decía ser vegano. Yo por ese tiempo odiaba a los veganos. Creía que trataban de demostrarle al mundo que eran superiores, como los individuos de cualquier secta. Me esperaba puntual mientras leía una revista. Al verme asomarme por la puerta me invitó a sentarme frente a su escritorio. Era la segunda reunión que teníamos. La materia de nuestra entrevista era tan amplia que no podía resumirse en una sola.

      Me preguntó dónde habíamos quedado y le comenté que había iniciado con una exploración de la vegetación nativa para luego centrarse en los cambios que trajeron los colonizadores. Fue como abrir un grifo. Puse mi grabadora sobre su escritorio y lo dejé hablar mientras se miraba el reloj. Como el asunto me era absolutamente ajeno no podía intervenir salvo para comentar detalles sin importancia que el viejo asumía como contratiempo.

      Le había perdido empeño al artículo y ahora solo tenía fuerzas para pensar en la posibilidad de ir a Sudáfrica. Pensé, desde luego, en los accionistas del New York Chronicle, unos empresarios muy tradicionales que habían decidido fundar un periódico que expusiera los problemas de la localidad: para ellos el mundo entero. ¿Comprenderían algo más? Siempre estas notas predecibles e investigaciones que consumían el tiempo y que seguirían siendo correctas en todo sentido. Nunca un gesto provocador. Y sin provocar al destino, se la pasa bien, solamente.

      Soñé por un momento haber sido Kevin Carter y me gustó la idea. Siempre había considerado que estaba llamado a ser un fotógrafo inspirado capaz de reflejar una metáfora de nuestro tiempo, una metáfora que hablara más que mil libros. El hombre había estado solo en el lugar adecuado. Pero también había tenido que ser un gran profesional para captar el suceso. No solo se necesitaba estar en el lugar adecuado. ¿Cómo era posible que hubiera podido lograr esa foto?

      Consideré por un momento los detalles de la oficina del botánico. Vi orden y limpieza. Esqueletos de hojas y flores endémicas se mostraban en dos o tres vitrinas que había colgado de las paredes como ornamento a su autoridad. Ni con toda la sabiduría iba a obstaculizar que Nueva York siguiera oliendo a estrés y a polución. Algún día moriría la última flor, custodiada por mil botánicos. ¿No era eso cierto?

      Era un poco tarde cuando llegué al periódico. Me senté en mi cubículo y empecé a escuchar la entrevista para ir transcribiendo los datos valiosos. Sentí que me tocaban el hombro con

Скачать книгу