El ojo del mundo. Guillermo Fernández

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El ojo del mundo - Guillermo Fernández Sulayom

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comente más de Greta Garbo me avisa. Yo siempre estaré por aquí. Tal vez pueda escribir un artículo de esos sobre los artistas de cine.

      —Es probable. También sobran los que escriben sobre Greta Garbo. De eso no me cabe duda.

      II

      Salí del edificio cuando el sol iluminaba las calles de la ciudad dándole ese tono inicial cobrizo que iba tímidamente tapizando los muros, sin entrar por completo en las grandes avenidas. Corría el viento helado de un martes que comenzaba a resonar paulatinamente y tomé un taxi hacia el domicilio del periódico. Estaba urgido por hablar con mi jefe, Giotto, que encontré mirando la noticia del Pulitzer otorgado a Kevin Carter. Andrew señalaba con un dedo algunos detalles de la fotografía. A través de los ventanales, el cielo nítido, sin una nube.

      —Llegaste a tiempo para comentar lo que logró un fotógrafo de Sudáfrica en Sudán –me dijo Andrew, que atizaba al jefe sobre la importancia de las premiaciones y sobre la realidad de que el New York Chronicle no había obtenido hasta la fecha ningún reconocimiento.

      Ya los dos tenían servidos dos vasos de café de cartón de la cafetería Rumist de la esquina. Había dos donas demasiado azucaradas en un plato.

      —Ya conozco la noticia. Creo que el Pulitzer se equivoca en ocasiones.

      —Es una gran foto –dijo Giotto–. Es decir, no puede pasar inadvertida. Toda descripción sobra: el hecho se revela como un dardo que entra por los ojos y se clava en las fibras más sensibles del ser humano. Es como si la foto la hubiera tomado Dios.

      —O el diablo –corregí–. Es una foto que no aumenta nuestra compasión sino nuestro asco. La foto me produce asco. ¿Dónde está la reflexión? ¿Cómo podemos interpretar que es tan explícito? ¿No creen que el fotógrafo se limita a copiar un hecho que se produce en cualquier parte del mundo? ¿Por qué debería ser para nosotros esta imagen una foto que nos cause alguna inquietud? Es obvia.

      —Obvia o no –dijo Andrew–, lo que me parece es que Carter llegó en el momento oportuno y que a nadie se le hubiera ocurrido sacarle la foto a un buitre que se le acerca a un niño en estado de desnutrición. Tenemos fotos de las guerras. De los que caen todos los días en una calle durante un enfrentamiento cuyo propósito el mundo entero va olvidando, pero esta foto no busca sacudir el intelecto, sino el corazón. Ese es el logro. Tal vez nunca nos podamos olvidar de ella. Maravilloso. No puedo decir más que esto. Esa foto nos condena a toda la humanidad. Si creyera en Dios diría que ya dictó sentencia. Somos culpables. No podemos redimirnos. Nadie puede hablar de esperanza mientras exista esa foto. Ja, ja, ja, para tener un poco de buena conciencia deberíamos volver al momento exacto en el que Carter tomó la foto e impedir que lo haga. Permitió que nos sintiéramos peor con nosotros mismos. ¿Qué clase de maldito genio es este?

      Hubo un momento de silencio. Giotto estaba descorazonado sobre su sillón de cuero. Prendió un cigarro y lo caló hasta el fondo. Siempre que calaba un cigarro hasta el fondo se encontraba en ese estado previo a la borrachera que seguro iba a coger a la salida del trabajo. Creo que la mañana no le impediría empezar a beber unas cuantas copas de oporto.

      —Huelo una mala señal en esa foto –dije prendiendo también un cigarrillo–. Creo que tendrá un éxito obsceno.

      —Me gustaría ese éxito –dijo Giotto, exhalando el humo de su boca–. Somos un periódico pequeño que necesita crecer. Nuestros lectores se han habituado a las noticias sobre estas mismas calles. Nueva York es un mundo, pero no es todo el mundo. ¿Cómo obtener nuestro propio Pulitzer? Ahora son más frecuentes si el fotógrafo está en otro país. Vean ustedes los últimos premios. Algunos son de estos lares. Otros no, qué va, la tendencia es hacer que lo extranjero sea más interesante. ¿Es que no tenemos buenas noticias aquí? ¿Y no habrá mejores fotos que nos hagan evocar otras emociones, Henry?

      —Hay mejores fotos que tomaría un fotógrafo amateur. ¿Pero qué pasa aquí con Carter? ¿Lo saben ustedes?

      —Carter pasaba su temporada por el Apocalipsis –dijo Andrew–. Eso es lo que valoran los del Pulitzer y eso es lo que entenderá la gente. Desde el mismo infierno, allí sacó la foto. Sin duda. No te agradecerá nadie que les saques fotos a hechos poéticos de la vida. Eso queda para los artistas que no tienen preocupaciones. Nosotros sí tenemos preocupaciones. El Bosco las tenía muy acentuadas. ¿Acaso son linduras las que pintó? A ver, qué me dicen. Y por eso prefiero el Bosco a los prerrafaelitas. Aunque los adoro. Adoro a los prerrafaelitas.

      —Mi idea es la siguiente: si queremos empujar este barco…

      —Ahora estás hablando como un político, Henry –me interrumpió Giotto.

      —Como quieras, es lo que me parece. Si queremos empujar este barco y sacarle provecho a este Pulitzer, me encantaría poder entrevistar a Carter, hacerle unas preguntas que lo desenmascaren.

      —¿Que lo desenmascaren? –preguntó Andrew tomando un trago de café. Por lo general, el café del turco era fuerte y dejaba un amargo sabor en la boca que propiciaba la locuacidad–. ¿A qué te refieres?

      —¿No se dan cuenta que ahora la noticia ya no es la foto del niño y el buitre sino lo que hay en la mente de Kevin Carter? La foto ganadora del Pulitzer pasó a un segundo plano. Es lo que el autor piensa, desea, opina, lo que merece atención. Con una noticia así, nos podríamos beneficiar todos.

      —Entiendo lo que dices –dijo Giotto–. Lo entiendo perfectamente. Esperemos unos días para saber qué opinará el público de la foto de Carter. No quiero que nadie se nos adelante. Esa idea es estupenda, Henry. Solo pienso en el costo. Somos un periódico neoyorquino de ingresos discretos. No somos el New York Times.

      —Sí, Henry, la idea es fantasiosa –dijo Andrew, cuyos ojos grises y nariz aguileña me han dado siempre la impresión de un ave de presa.

      —Las fantasías impulsaron el primer avión de los hermanos Wright –dije acomodándome el nudo de la corbata.

      —¡Qué comparación, hombre!

      Nos quedamos en silencio. Giotto se quedó mirando unos segundos la foto de Carter y negó con la cabeza. Él no sentía envidia ni abrigaba interrogaciones como yo. Solo sabía que su periódico necesitaba algo más que las noticias de calle de Manhattan: fluctuaciones bursátiles, problemas de la mafia, homicidios que quedan en el misterio, accidentes de trabajadores, historias de vida de los pobladores que, como Leonore, aparecen de vez en cuando con algo que decir. Todo muy conveniente. Pero esa foto…

      —Pienso en el costo de enviarte a Sudáfrica a entrevistar a Carter. Ahora es una celebridad. El desgraciado debe estar muy encumbrado. Elegirá los medios más connotados para hablar de su puta foto. La mejor que he visto en mi vida. ¿Por qué nosotros no podemos lograr algo así?

      —La razón es obvia –dijo Andrew–. No estamos en el tercer mundo haciendo noticias ni recibimos reportes exclusivos. Somos un periódico muy local. Incluso muy local para estar en el corazón de Nueva York.

      —Yo eso lo entiendo, Andrew –dijo Giotto–, solo sueño, no es malo lanzarse de cabeza por esa ventana para flotar un rato.

      Ambos, Andrew y yo, vimos a través de la ventana. Los rascacielos se cubrían hasta la mitad de una bruma cerrada y quieta. Pensé en lo mal que había pasado la noche y me senté en una silla. Hasta el momento había permanecido de pie.

      —¿Te derrumbaste, viejo? –me preguntó Andrew sonriendo, malicioso–. Ya sé que siempre has soñado

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