El ojo del mundo. Guillermo Fernández

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El ojo del mundo - Guillermo Fernández Sulayom

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mediodía recibí una llamada de Sharon. Quería verme para hablar en el café donde nos habíamos conocido. Hace tres años solía almorzar un sándwich de pavo y pepinillos y me la encontré ahí, en un restaurante cercano al periódico, leyendo una novela de un autor neoyorquino, con una tranquilidad que me pareció particular. Solo recuerdo que vestía muy formalmente, un traje negro de ejecutiva que le llegaba hasta el cuello. Tenía una mirada de espía que me gustó desde el primer momento y que luego me fue resultando insoportable, como si Sharon tuviera la cualidad de desvestirme. El día que la vi por primera vez le dije que también leía a ese autor que ella estaba leyendo y eso fue suficiente para que yo le agradara. En realidad, lo había leído en mi época de estudiante universitario, cuando devoraba libros. Ahora era casi imposible que me pudiera concentrar en uno solo. ¿Qué me había sucedido? Nunca lo entendí. Creo que los libros escogen a sus lectores y estos deben tener un tipo de paz que yo había empezado a perder cuando conocí a Sharon.

      La mujer, aunque trabajaba como encargada de una galería de arte moderno, no le tenía fe y solo la aceptaba como se acepta la existencia de la diabetes. Era sabia en muchas cuestiones, sobre todo en lo que yo debería hacer en la vida, y eso también me ponía nervioso. Decidimos, luego de varias discusiones, mantenernos alejados y vernos cuando así lo requeríamos. Pues requeríamos vernos por alguna razón. A veces hay tantas razones para ver a una persona como para alejarse de ella. Son paradojas espantosas. No voy a negar que le tuve amor a Sharon y creo que todavía la amaba con una cautela semejante a la de un gato que camina en la punta de un rascacielos. Cautela porque se adelantaba a lo que yo pensaba y temía ese don.

      Cuando llegué a la cafetería, ella ya se había pedido una dona y un café. Me sonrió al verme, como si recordara también la primera vez que habíamos hablado del autor neoyorquino y que por esa razón nos habíamos envuelto en una relación zigzagueante, ardorosa y conflictiva. Sin embargo, habíamos pasado tal vez los mejores momentos de nuestras vidas mientras caminábamos por un parque o cuando íbamos al cine a ver una película. El recuerdo de su piel y su lascivia aún me emocionaba. Trataba de no pensar en lo más íntimo que había entre los dos porque me podía invadir la lujuria como un asaltante: al ducharme con la mente en blanco o cuando redactaba un reportaje. Y no hay nada que crezca más y nos fascine más que la lujuria en la ausencia.

      Nos besamos en la boca, como si no tuviéramos tres meses de no vernos. Fui a pedir lo mismo que ella a la dependiente, una jovencita vestida con un uniforme vistoso, sombrero en forma de dona y guantes. Ya en la mesa, empezamos a hablar de cualquier cosa. Por ejemplo, le pregunté si organizaba alguna nueva exposición y se ladeó un mechón de su cabello castaño hacia un lado.

      —Sí, una exposición de un autor moderno que debo tragármelo si quiero seguir viviendo de esto. Yo creí que el arte moderno era una moda, pero veo que ya es toda una institución. Aparte de eso, debo mostrar consentimiento a mis jefes, y que ellos mismos me declaraban no hace mucho que ya estaban hartos de la mierda que se estaba pasando por arte. Ni modo. Hay que sobrevivir. Y yo soy una máquina cuando tengo que serlo. Es lo que he aprendido.

      —Yo no sé nada de arte moderno. Por ejemplo, creo que el Bosco es el único pintor moderno y que sigue estando allí para recordarnos que ya lo dijo todo.

      —Sí, bonita idea, Henry. Pero esto es una industria. Hablando de cómo te veo hoy, te comento algo: ¿de qué son esas ojeras?

      —No he dormido bien en los últimos días. Tengo un gran proyecto en manos y necesito que me lo aprueben en el periódico.

      —¿Un proyecto para que ganes el Pulitzer?

      Detestaba que Sharon conociera que me hubiera encantado ganar un Pulitzer, pero haciendo reportajes sobre la flora de Nueva York o incluso sobre Greta Garbo, nunca lo iba a obtener.

      —Nunca te he dicho que quiero un Pulitzer. Ya sabes cómo son los premios. Esta dona está demasiado dulce.

      —Así son las donas.

      —Pero es muy dulce, Sharon. Hubiera pedido un sándwich de pavo con pepinillo. Aquí los hacen especiales.

      —Siempre te vi esa ambición en los ojos, Henry. No eres periodista o fotógrafo para pasar inadvertido. ¿Y cuántos fotógrafos y periodistas habrá en el mundo? Miles, cientos de miles. ¿Y cómo murió Francesca Woodman? ¿Sabes que la conocí un día en una exhibición de mi galería? Llegó con un atajo de fotos que vi por encima y le dije que nosotros no exhibíamos fotos.

      —Sí, me habías comentado la historia. Voy a pedir más café. Un café expreso.

      Me levanté un momento para pedir un café expreso y vi a través de las ventanas. El día estaba nublado. Había un mendigo parado en una esquina viendo hacia el cielo. Pasó velozmente una patrulla. Regresé a la mesa con el expreso y quedé en silencio.

      —¿Viste la última fotografía ganadora del Pulitzer? –me preguntó Sharon al verme con la mirada algo perdida. Supe de nuevo que me había leído la mente.

      —Sí, en realidad, no sé qué decirte. Es como el arte moderno.

      —Es una gran foto –dijo ella. Al oírla tragué grueso. Bebí un poco de café y lo sentí bastante amargo. Olvidé que no le había puesto azúcar, aunque fuera de mala educación pervertir un expreso.

      —¿Te parece? –le dije con una vocecita muy fina que me salió por los labios.

      —No sé, impactante. Tú sabes que no soy una pura sensibilidad social. Soy una neoyorquina clásica, sin mucha paciencia para los sentimientos, práctica como un cuchillo de cortar carne y amante del confort. Incluso sabes que soy buena lectora.

      —Sí.

      —Pero esa fotografía me estremeció. Afecta.

      —Sí, afecta.

      —¿Vas a repetir todo lo que digo?

      —Me gustan otras fotos, qué te puedo decir. Esas de mucha tristeza para qué.

      —No me digas…

      Me miró con fijeza.

      —Es la verdad.

      —Creo que es la foto que esperabas tomar siempre, Henry. A veces se nos adelantan.

      Escuché su risa. Vi a través de las ventanas como buscando algo de protección. Sentí miedo. Sentí que a Sharon siempre le había tenido miedo.

      —Tal vez –canté mordiendo la dona. Mastiqué lentamente sin experimentar ningún sabor.

      —A mí no me puedes engañar –me dijo tomándose un poco de refresco del vaso de cartón. Oírla decir una de sus frases preferidas para desbancarme me confirmó que había sido un grave error haberla visto de nuevo. Pensé por un instante que debajo de esa ropa de ejecutiva estaba la piel clara y sedosa que había deseado y que por una extraña razón me parecía ya inalcanzable.

      —Es inalcanzable –dije sin pensar.

      —¿Qué es inalcanzable? –me preguntó mirando el reloj. Supe que por ahora no estaba interesada en nada más que hablar banalidades. La pasión era lo que menos tenía en su mente.

      —Para algunos el éxito es inalcanzable –respondí tratando de sortear la frase que había dicho sin proponérmelo.

      —Todo se reduce a si tienes las estrellas o no las tienes.

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