El ojo del mundo. Guillermo Fernández

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El ojo del mundo - Guillermo Fernández Sulayom

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el mostrador. El hombre abrió más los ojos y movió la cabeza.

      —Asqueroso –dijo.

      —Es el premio Pulitzer de este año –le dije como si la foto la hubiera tomado yo, es decir, como si yo tuviera alguna autoridad para explicar cualquier asunto de ella.

      —No sé qué decirle. Esta foto me saca de mi comodidad y odio cuando eso pasa. Me vine de un sitio problemático en Chicago para Nueva York con la esperanza de alejarme de conflictos en el barrio donde vivía. Tuve la suerte de que un amigo me diera un trabajo en esta zona que considero exclusiva. Crímenes habrá en toda la Tierra mientras haya gente. Eso usted, como periodista, lo sabe. No hay que ser un genio para reconocer que nunca habrá remedios. Ni el dios luterano de mi padre, que era un hombre de buena voluntad, tiene la fórmula. Él siempre me dijo que ordenara mi vida. No sé exactamente qué es el orden. Imagino que el orden empieza cuando no encontramos ni el cepillo de dientes y cuando uno amanece con un grupo de yonquis en un remolcador viejo y sin un dólar en los bolsillos. O inventas el orden o mueres. No hay otra salida. Pero le diré que esta foto me recuerda que tengo corazón y que no debo dejar que nadie lo devore. Eso lo debió haber sabido Kurt Cobain.

      —Es una foto que habla como cada quien lo desea. Yo tengo mi hipótesis o mi versión. Ya no sé lo que digo.

      —¿Hipótesis de qué?

      —De por qué existe. Lógico. ¿Se pregunta a veces de por qué el mundo existe? Sé que no es una pregunta muy productiva. Sin embargo, yo me la hago a veces. No digo que paso filosofando. No digo que estoy en la tina haciéndome esa pregunta. Es como si el diablo me murmurara muy quedito mientras estoy haciendo cualquier cosa: “¿Por qué estás aquí? ¿Por qué existes? ¿Por qué el mundo existe?”.

      —Ah, ya veo… –dijo el hombre frotándose la frente. Tenía marcas en las mejillas y unos tatuajes insoportables en sus grandes brazos. Calculo que podría medir un metro noventa y cinco. Llevaba un bigote estilo herradura. Cuando sonreía, muy precavido, se le veía un diente de plata. Sus ojos celestes estaban en el rango de un amargo atardecer.

      —Lo mismo me pasa con esta fotografía. ¿Por qué existe?

      —Si no le entiendo mal, igual podría preguntar por qué existe tanto millonario en Nueva York y por qué yo sigo siendo pobre. Aunque es obvio que esas preguntas tienen respuestas que me harían llorar como a un bebé.

      —No tengo tanta sabiduría acerca de esas interrogaciones. Es algo que le pasa a mucha gente. El capitalismo no perdona los errores.

      —Volviendo a su tremenda fotografía –dijo en tono sarcástico–, dígame algo: por qué cree usted que existe. No se irá de este bar sin responderme después de meterme esa daga.

      El hombre rio sin que lograra reconocer que se sintiera divertido. Tuve de pronto la sensación de que se me había ido la mano. Parecía lo que quedaba de un ángel luego de mil historias de muerte y resurrección, pues había sido un hombre guapo en su juventud. Ahora solo le quedaba una expresión, como a muchos hombres maduros que tiraron todo por la borda, de quien solo tenía ciertas artimañas para sobrevivir. Me quedaba entonces la posibilidad de mentirle en mi respuesta, pedir otro trago, hablar un poco más, pagarle e irme tranquilo hacia el departamento de Sharon, a pocas cuadras de ahí, ubicado en un edificio histórico, donde el alquiler mensual era equivalente al de un salario de un neoyorquino promedio. Abrigaba la esperanza de que llegáramos a acostarnos como antes lo hacíamos, de un modo ardiente y desprovisto de protocolos, que es lo que más me aburre de cualquier relación.

      —Esta fotografía existe porque la humanidad entera la necesita. Lo que es necesario sale a flote, aunque nos condene.

      —Bonita explicación. Pero no me satisface. –El bartender tomó la misma botella de whisky con la que me había servido, alcanzó una copa y la llenó. Mirando hacia la calle, se echó el trago de golpe. Exhaló lentamente–. A esta hora esta avenida se empieza a mover con más ganas. Me apena no tener la misma libertad de hace unas décadas. La libertad de un cuervo, por decir algo, o de un pelícano.

      —¿Por qué no le satisface? –le pregunté con imprudencia. Era el momento para irme. No sabía ante quién estaba.

      —Porque sé que miente.

      —¿Cómo dijo?

      —Usted miente como todo el mundo. Si usted lleva esa fotografía será por algo. Para usted es muy importante. Jamás me va a dar explicaciones. Le diré algo: no necesito que me dé sus razones. Yo también puedo interpretar solo lo que hay ahí en esa fotografía. No hagamos muy larga nuestra conversación. Mi padre le diría que usted solo quiere ser bueno.

      —No le entiendo –le dije. Tenía la fotografía en mis manos, que había ampliado lo suficiente para mirarla de vez en cuando. Tuve la intención de guardarla en el portafolios y la tomé con fuerza. El bartender lo impidió con una de sus grandes manos. Podría haber sido la mano de un basquetbolista.

      —Quiere hacerle sentir al mundo que su corazón es limpio, como las canciones de Cobain. Y ya sabemos que esas canciones solo brotan de un corazón hecho pedazos que no luchó lo suficiente. Yo no me vanaglorio de nada, pero he pasado mis tormentas. Una de ellas fue más larga que una vida. Me quitó algunos dientes. Me puso al lado de gentes que hoy estrangularía. ¿Y estoy muerto? No. Nunca he intentado matarme por las razones que he tenido para matarme. Siempre existirán muchas. Cientos. He jugado con todas ellas. A cada una le he dicho: “Mira, buena razón para matarme, espera un momento mientras voy al baño, espera aquí y ya vengo”. Y la dejo sentada en alguna barra de bar y me salgo por la puerta trasera. Así funciona. Usted solo quiere sentir que siente asco como un ángel. Pero no es un ángel. Lo siento, mi amigo. No tiene pinta de haber vivido tormentas. Lo que quiere es imitar la tristeza y no lo consigue. Dígame usted la verdad. Así quedaremos en paz por esta vez.

      —No sé de lo que habla –le dije tomando la fotografía por un extremo–. No me he creído buena persona. No tengo la mejor opinión sobre mí.

      —Lo que veo aquí –dijo el hombre con aire de prepotencia– es que hay un maldito fotógrafo que solo tiene tiempo para ver cosas asquerosas. ¿Acaso tiene una enfermedad para regalarnos esto? Yo le diría a su amigo lo siguiente: “¿Conque usted vio este buitre junto a ese pequeño negro desnudo? ¿Es su regalo a la humanidad? ¿Quiere preocuparnos con eso? ¿Quiere que nuestro desayuno sepa a mierda? ¿Sabe cuántas veces me he levantado de la mierda para que ahora me lo recuerde? ¿Sabe acaso qué es un buitre? ¿No es también una criatura importante de la creación? ¿No es un ave que Dios hizo con sus propias manos para limpiar de carroña los campos? ¿Sabe qué le diría mi padre? Que su foto apesta y que usted es un fariseo”.

      —Tiene todo el derecho de hacerle esas preguntas –le dije, sabiendo que su elocuencia no era muy perturbadora–. Incluso me gustan sus preguntas.

      —¿Le parece? –le dije viendo que su semblante cambiaba de intenso a dócil paulatinamente. Con gente así no se sabe.

      —Es más, ¿me podría repetir las preguntas? Me encantaría tomarlas en cuenta.

      —¿Se está burlando de mí? –dijo alargándose el bigote ralo y mirándome con un poco menos de docilidad y con algo más de sospecha.

      —No le miento. Yo no lo sé todo. Por eso es importante el roce con la gente. Con la gente de verdad. Los periodistas debemos ser humildes y considerar la existencia de otras opiniones.

      —Claro, vivimos en el país de la democracia –dijo dibujando su sonrisa, incrédulo. Me retuvo

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