El ojo del mundo. Guillermo Fernández

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El ojo del mundo - Guillermo Fernández Sulayom

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en el periódico. Claro, primero dijo que era su gran compañero de toda la vida. Luego, mientras bebíamos el té y le servía unas galletas de avellanas, me comentó que le encantaría saber los pormenores de mi relación con Greta Garbo. Yo, como usted no me ha dicho nada, me permití ser un poco recelosa. Solo le dije que en efecto había sido la edecán de la actriz y que conservaba muchos recuerdos de ella, así como secretos que no debo divulgar a gente inapropiada. Usted me entiende.

      La miré un poco agitado. Le pregunté si quería tomar una taza de café y me respondió que era muy tarde para tomar café. La mujer siguió mirando la foto de Carter y se ponía unos dedos translúcidos sobre la nariz, como si pudiera oler lo que emanaba de esa remota región de Sudán.

      —¿Se siente bien? –le pregunté.

      —Todo bien, Henry, solo que esta foto… así… sobre la mesa.

      —Es provisional, debo hacer un estudio sobre ella. Después de todo ganó un Pulitzer.

      —Ah, los Pulitzer, cómo deben tener pretendientes todos los años.

      —Ni se imagina. Es un premio...

      No pude seguir adelante. No sabía qué decir. A mí me hubiera encantado ganar un Pulitzer con uno de mis artículos o fotografías. Pero uno sabe de alguna manera que hay aspiraciones personales que no pueden convertirse en hechos por una dura norma del destino. Eva me hablaba siempre de gente con estrella y gente estrellada. La tierra donde ella procedía era buena, pero todo el esfuerzo que se ponía en ella producía poco. Yo tenía talento, era excelente fotógrafo, pero no lograba convertirme en un nombre relevante para esta ciudad a la que le había dado tanto.

      La mujer supo que me había sumergido en un pensamiento fugaz. Me despertó a tiempo.

      —Cuando su compañero me comentó que quería mi historia me sentí muy halagada. Las historias de vidas neoyorquinas publicadas en el New York Chronicle son maravillosas. Adoro esa sección del periódico. Pero le dije de inmediato que la historia se la había prometido a usted y que desde luego le preguntaría.

      Asentí. Por un momento supe que Leonore existía en mi realidad de un modo consistente. Antes era solo la señora inoportuna que vivía en el mismo piso del edificio donde yo alquilaba. No esperaba que Andrew se me hubiera adelantado. Quizás Andrew sí era un buen periodista y yo solo un reportero despectivo, que no era capaz de ver más allá de sus narices.

      —Hizo bien, hizo bien –le dije viendo en dirección a la ventana. Vi las luces encendidas de la calle. Las ventanas iluminadas. Cierta neblina.

      —¿Y cuándo me entrevistará? –me preguntó juntando sus dos manos sobre la mesa. Me miró de un modo conturbador.

      —Yo creo que vamos a preparar el terreno. Primero le aconsejo que escriba lo que le interesaría contarnos de Greta Garbo. Anunciar que vamos a revelar penumbras de su vida será lo atractivo de la entrevista. Luego me pasa sus apuntes para reunirnos. Nos tomará algunas sesiones. Quizás tres.

      —Eso era lo que deseaba escuchar. Sé que tengo información de Greta que les gustará a los lectores de New York Chronicle. Ella no dejó que nadie la indagara desde que se retiró del cine. Sin embargo, a mí me contó todo. Un día en forma muy superficial. Otro día le gustó sumergirse en las cosas íntimas. Usted sabe, por más que uno quiera aislarse del mundo entero tarde o temprano deberá declararle a alguien lo que tiene entre pecho y espalda. Todo el mundo ha querido saber por qué ella se retiró de los escenarios y por qué tanta insistencia en vivir su claustro. Pues yo sé por qué.

      —Magnífico –dije sin ganas, en verdad me interesaba poco lo que una loca vanidosa hubiera hecho con su destino y que hubiera gente estúpida que quisiera verla por las rendijas. Ese no era el tipo de periodismo que me llamaba la atención y no había estudiado para eso. Sin embargo, percibí la incursión de Andrew como una peligrosa invasión a mi vida. Quería quitarme ideas para publicarlas con su nombre. Como hacen muchos periodistas y escritores con tantos ingenuos. Me agradecí, en ese momento, no haberle revelado ni a él ni a Giotto las preguntas que esperaba hacerle a Carter en caso de que me aprobaran la investigación.

      —Sí, Henry, es magnífico. Tengo datos valiosos. Pero como usted me cae bien y vive aquí mismo como mi vecino, solo se los daré a usted. Yo sé que en algunas revistas me pagarían. Y el dinero a esta edad me es indiferente. No quiero dinero. Tengo suficiente en una caja fuerte del banco. Nadie sabe lo que vale una vieja después de todo. Y sobre esa foto que tiene sobre la mesa, déjeme decirle algo.

      Que la mujer llegara a comprometerme con una entrevista que me tenía sin cuidado me parecía tolerable, pero no quería su punto de vista sobre la foto de Carter. Esa foto, como empecé a reconocer con el paso de los días, tal vez muy pocos podían interpretarla con precisión, con justicia. Todo lo que los demás dijeran de ella eran puros clichés.

      —¿Qué pasa con la foto? –le dije poniéndome de pie. Quería decirle con esa acción que nuestra reunión sobre el tema de Greta Garbo había terminado.

      —No es una buena señal. Mire usted, no soy religiosa. Pero cualquiera que ve una foto así puede empezar a rezar, ja, ja, ja…

      La risa estentórea de Leonore no me la esperaba. Me sobresalté. Me froté las manos como si la risa se me hubiera adherido como una gelatina expulsada por la boca de un extraterrestre.

      —Lo entiendo, lo entiendo. A mí también me ha conmovido…

      —Un momento –dijo ella acercándose peligrosamente. Me tocó un brazo y me lo fue apretando con una de sus manos translúcidas. Sentí una fuerza desmedida. Luego me acercó el rostro hasta una distancia donde pude sentir el golpe de su aliento–. Déjeme decirle algo: esa foto es una bofetada a lo bueno que hay todavía en la vida, ¿me comprende?

      —El periodismo debe escudriñar donde nadie quiere ver –traté de decirle.

      —No me diga, Henry. Llegará el momento en que lo sucio y lo diabólico serán triviales. Y a mí no me gusta que eso pase. Yo me cuido mucho al salir de este edificio. Cuando voy de compras a la tienda del alemán, sé que no sabré si volveré. Esperamos que el nuevo alcalde cumpla lo que ha dicho. Ya nadie puede pasear muy alegremente por los parques de Manhattan. Y eso no es justo. No es justo que te maten por unos centavos que hay en una caja registradora.

      La mujer me soltó el brazo y se despidió con un buenas noches que me pareció una amenaza. Al día siguiente me fui para el periódico y encontré a Andrew en su cubículo corrigiendo una nota deportiva. Al verme, ni se inmutó.

      —Tienes un mal aspecto, Henry –me dijo echándose hacia atrás–. Tal vez no has podido dormir por lo de Carter.

      —No lo creo. He dormido como un bebé.

      El hombre enseñó una sonrisa que más bien era una mueca. Andrew no era mi amigo ni tampoco esa clase de compañero de trabajo con el que uno se pudiera sentir en confianza. Su necesidad de quedar bien con Giotto lo podía volver un completo conspirador. De eso me cuidaba. Y cuidarme todo el tiempo de Andrew llegaba a cansarme, como cansa la idea de que alguien te tiene siempre en la mira, a la espera de apretar el gatillo, como imagino que siente parte de la ciudad de Nueva York.

      No le quise reprochar su visita temeraria a Leonore. Sabía que la había presionado y que le había hablado mal de mí. Sin embargo, la vieja, por alguna razón, había olido algo feo en la personalidad de Andrew y no le iba a dar ninguna información de Greta Garbo. Hacerme el tonto fue lo más prudente en ese instante. Estaba más que preocupado por la decisión

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