El ojo del mundo. Guillermo Fernández

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El ojo del mundo - Guillermo Fernández Sulayom

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de información que, de vez en cuando, alguien destapará para fijarse en una fecha o cerciorarse del nombre de una calle. Nuestro trabajo tiene ese estigma.

      —No estoy derrumbado –dije–. Solo propuse un proyecto interesante. Carter pronto abrirá la boca y me gustaría ser de los primeros que escuchen lo que diga. Yo sé hacer preguntas. No aquellas que todos le harán. Apuesto que la fotografía empezará a interrogar a todo el mundo. No es una fotografía convencional, ¿verdad, Giotto? –dije opinando abiertamente otra cosa.

      —No salgo de mi turbación, por supuesto que no es convencional. Ninguna fotografía de todos los Pulitzer que recuerde tiene esta forma de penetrarte la vida. Es como si nos acuchillaran. Bueno, para los que aún tienen sensibilidad. Para un psicópata debe ser algo así como una lata abierta de sardina. O para esa gente sonámbula que camina hacia el trabajo y que gana tan bien que odian los contratiempos. Y esta foto es un maldito contratiempo.

      —Leo en el fondo que lo que pides es venganza, Henry –dijo Andrew–. Quieres hacer de Carter una caricatura. Los tres sabemos que la gente la tomará contra Carter porque la fotografía ya está encendiendo la mecha de una dinamita. Carter será acribillado por las preguntas correctas de un tribunal de la Inquisición. Le preguntarán por qué no hizo nada. Entiendo que ya lo están haciendo. También entiendo que el hombre solo iba de paso. Pero nadie tomará eso en cuenta, ¿me comprendes?

      —No es exactamente lo que quiero. No quiero crucificar al fotógrafo. Era su trabajo.

      —Claro –dijo Giotto chupando lentamente el resto del café turco–. Este café es para un periodista: es como estricnina. Carter solo le hizo un favor a la humanidad que vive de espaldas a los hechos. ¿Quién lo puede juzgar? ¿Es que debemos corregir la vida mientras tomamos nota de los incidentes de las calles? Si Occidente condena la foto se condena a sí mismo.

      —La foto es buena, no lo niego, pero la noticia es Carter, ¡entiendan mi punto! Quiero saber lo que un hombre como él puede decirnos acerca de lo que ha revelado para el mundo. Él toma su foto y nosotros le tomamos una foto a él.

      —¿Y qué crees tú que te responda?

      Miré hacia el techo. El candelabro inmóvil. Las fotografías en las paredes de las primeras portadas del New York Chronicle que apreciaba tanto Giotto.

      —Es algo entre él y yo, Andrew, no voy a decir en este momento lo que he planeado anoche, lo que tuve que lucubrar en horas de vigilia, lo que tengo ahora por seguro. Hay preguntas que uno sabe a quién hacérselas y nadie las puede conocer. Por ahora es un secreto, ¿me comprendes?, ni tú ni nadie las sabrá. Son mías. Cuando Carter las responda las pondré aquí, sobre el escritorio de Giotto. Él las leerá y sé que las publicará.

      —¿Qué secretos tenemos entre nosotros? –rio Andrew.

      —Sí, Henry, ¿cómo que hay secretos? –dijo Giotto, confirmando que su vaso de café estaba ya vacío.

      —Es algo muy simple –me dirigí a Giotto, sin ofrecerle la justificación directamente a Andrew–. Tengo una idea muy buena y no quiero que se distribuya fuera de este despacho. Sé que no tenemos espías, ¡por Dios!, jamás. Pero uno nunca sabe. Luego me la roban o eligen a otro a ponerla en marcha. Soy cuidadoso. Tengo cuarenta y dos años y de esos casi más de la mitad he ejercido como periodista a veces y otras como fotógrafo. Sé que no soy malo en lo que hago, pero no he topado con suerte. Hay muchos Henry escribiendo artículos en periódicos de todo el mundo y nadie sabe quiénes son. Por primera vez en mi vida puedo hacer algo diferente y sé que tú estarás contento con el resultado.

      —Es un riesgo –dijo Giotto–. Jamás nadie me ha dicho que sus preguntas a una personalidad pública son un secreto, ¿verdad, Andrew?

      —Que yo sepa es la primera vez que un periodista tiene esa preceptiva con un hecho de envergadura. Nos podría comprometer a todos. Debemos saber qué le preguntarás a Carter, si es que lo encuentras.

      —Son preguntas que nadie le hará, por supuesto. Sé ya lo que la mala prensa está esperando preguntarle, que por qué no hizo nada para salvar el bebé, que si él es un hombre insensible… sandeces y sensiblerías que muchos acogerán para linchar al pobre. Yo tengo otro cuestionario.

      —No descreo en tu capacidad –dijo Giotto–. Y creo que por esta vez te mereces una licencia. Consultaré con los accionistas sobre esa entrevista para ver cómo nos va. Yo estoy interesado.

      Salí de la oficina del jefe con Andrew y me ubiqué en mi cubículo de la sala de redacción. Algunos periodistas comentaban el Pulitzer dado a Carter y ya se estaban escuchando algunas opiniones que me parecían predecibles. En realidad, ya yo sabía lo que iba a ocurrir con la fotografía. Andrew, que trabajaba dos cubículos más adelante, se me sentó al lado, y me tocó un hombro:

      —Te deseo suerte –me dijo en tono hipocritón–. Sé que hace mucho persigues algo grande.

      —No me vengas con eso. Te has burlado de mi proyecto en la oficina del jefe.

      —Me pareció al principio un poco chalado, pero entiendo ahora que puede ser efectivo. Solo que no saber las preguntas que le harás a Carter me deja dudando. ¿Cómo sabremos que no será más de lo mismo?

      —Es algo que he pensado bien. Anoche di no sé cuántas vueltas por mi cuarto. Incluso Leonore, la viejecita que desea una entrevista porque fue la edecán de Greta Garbo, me escuchó y me dijo que no tenía buen semblante esta mañana. Ese semblante es de quien vela porque sabe que ha visto algo que los demás no ven.

      —Hablas como un delirante. Y escúchame, me interesa esa viejecita… Si no quieres entrevistarla yo puedo hacerlo. Greta siempre vivirá en la memoria de esta ciudad. Y se sabe poco de ella. ¿Quién más puede conocerle detalles de su intimidad que una edecán?

      —Dice que la invitó a sentarse a la mesa y le contó algunas cosas. Es lo que Leonore quiere comentarme. Pero estoy pensando en entrevistarla yo, viejo. Es algo que por ahora debe esperar.

      —¿Conque tiburón, eh? –dijo levantándose de la silla–. No importa, sobra dónde escarbar en Manhattan, y tal vez no te den el permiso para ir a Sudáfrica a entrevistar a ese Carter, que debe estar temblando ahora como un conejo. No quisiera estar en sus zapatos.

      —¿Y por qué no?

      —Por algo muy simple: reveló algo que nadie quería ver y que todo el mundo tiene en el silencio de ese sótano sombrío y hediondo que se llama mala conciencia. Lo van a despedazar.

      Los días pasaron luego de la noticia del otorgamiento del Pulitzer a Kevin Carter y yo esperé con impaciencia la decisión de Giotto. Sucedió también lo que yo esperaba: la opinión pública, que en grueso puede resultar muy moralista, incluso obscenamente moralista, se sintió abofeteada no por el niño desnutrido que tenía un estado que reflejaba ya la capitulación, sino por el buitre que había a sus espaldas. Recuerdo perfectamente los comentarios en los telenoticiarios y las opiniones de los transeúntes que interpelaban los periodistas acerca de la impresión que les causaba la fotografía de Carter. Yo iba recortando tales noticias cuando salían en los diarios y escribía en mi libreta esas opiniones de la gente de todo el país que podían ser consideradas voces del buen ciudadano. Uno sabe que el “buen ciudadano” es solo un membrete y que en el fondo cada quien piensa de un modo bastante sorprendente. A todo el mundo le espanta apartarse de esa norma de rectitud que promueve la sociedad. Recuerdo cuando Tom Gralish ganó el Pulitzer en 1986 por aquella foto de un indigente sentado en una caja de cartón mientras comía. Detrás de él, quedó plasmada una ciudad fría e indolora. Recuerdo

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