El ojo del mundo. Guillermo Fernández

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El ojo del mundo - Guillermo Fernández Sulayom

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tu proyecto.

      Al oír la noticia sentí una extraña tensión que seguiría creciendo con los días. Me atenazó las venas.

      —Tenía mis dudas.

      —Yo también. Fue muy rara la sesión. Les dije que tenías una buena idea para publicar una entrevista del último ganador del Pulitzer en fotografía. Ellos ya habían visto la foto. Tenían muchas interrogantes. Esperan que hagas un buen trabajo y te dejan completa libertad. Creen que les planteas un reto moderno. Tal vez quieren también otro tipo de noticias. Es lógico. Todo cambia.

      —¿Y cuándo me puedo ir?

      —Pasado mañana. Vas en vuelo directo a Johannesburgo. Tienes quince días para lograr la entrevista. Puedes concertar la cita desde ahora mismo. Busca a Carter. Entiendo que por lo de la foto ha estado asediado por periodistas que le cuestionan solo su actitud moral. Me vale un rábano la moral de Carter. Necesitamos algo más que interese al lector.

      —Yo sé lo que debo preguntarle. No se me escapará.

      —Vi una entrevista torpe de una de periodista que le acusa de haber dejado al niño abandonado.

      —La vi también.

      —Debes traernos algo diferente. Todos le apuntan con un revólver ético a Carter. No seas uno más. Queremos saber…

      —Sí, yo sé lo que queremos saber… Es toda la vida esperando una foto como esa y entrenándote para lograr algo así… Y de pronto tienes esa oportunidad de oro, que también es una… Bueno… No lo diré… No quiero adelantarme.

      —No nos pongamos enigmáticos. No eres el profeta de Carter, Henry. Solo un periodista. Trata de dormir mejor. No me gustan tus ojeras.

      IV

      Me mantuve nervioso antes de partir de Nueva York. Me reconocía a las puertas de un hecho desconocido, como bien pudo sentirse Neil Armstrong cuando estaba a punto de descender del Apolo 11. Digamos que todos tenemos el derecho de vivir esos episodios trascendentales y que solo por ellos hemos esperado toda la vida. Una vez que pasan, todo se reduce a lucubrar infinitas posibilidades en torno a lo que sucedió.

      Para otros lo que yo buscaba bien podría provocar risa o tedio. ¿Pero qué me importaban los otros? ¿Tienen los otros algo sabio y distinto qué ofrecer? No.

      Caminé a la salida del trabajo y me topé con una noche atareada en esa parte de la ciudad. Hacía bastante frío y me había percatado de llevar abrigo y guantes. Pasé a comprar un panini en un negocio llamado Serafina, y me fui a buscar una banca en un pequeño parque que se resistía entre las moles de edificios de apartamentos. Había un árbol de cerezos a punto de reventar en flores. Los negocios se preparaban para el aumento de turistas en esa época del año cuyas distracciones parecen infinitas. Comí el panini sabiendo que tenía varios días de medio comer. Lo degusté como si ya mereciera comer algo con más reposo.

      Miré a un hombre mayor salir de una tienda de antigüedades junto a un cliente que le señalaba un extraño objeto en la ventana. Supuse, solo por prejuicio, que sería algo así como un viejo reloj de péndulo o una bailarina de mirada fantasiosa esculpida en madera como base de una lámpara del siglo XIX. Había un árbol desmadejado gingko biloba que tapaba un poco la entrada. Debido a mi relación con el botánico mi cultura sobre flora había aumentado, podía reconocer algunas especies de árboles en el centro la ciudad, olmos chinos, acacias, un sinfín de árboles.

      Reconocí en ese distante viejo, oriundo de quién sabe qué país, una actividad que de pronto comencé a envidiar, sin razón alguna. Me gustaron sus movimientos lentísimos, como un gato indolente que se pasea por la vida con más distancia que presencia. Era ligeramente encorvado. Llevaba unos lentes que se ajustaba con parsimonia. Era el súmmum de la parsimonia. El cliente era un hombre bajo de estatura que vestía un abrigo negro de piel. Llevaba una barba corta pelirroja. Señalaba al anticuario con el dedo índice y se reía. Creo que le estaba pidiendo una rebaja.

      Quise ser ese viejo, sin proponérmelo, y atender su tienda que parecía un local imperceptible. Soñé por unos minutos tener su calma para mantenerme en ese espacio diminuto con sus objetos, aunque solo pasara el tiempo debatiendo un precio ridículo con un cliente más loco que una cabra. No en balde pensé en sus costumbres y las imaginé simples. Tal vez leía alguna novela de vez en cuando o veía algún partido de béisbol sin tomárselo muy a pecho. Era obvio que bebiera un té y que comiera solo galletas macrobióticas. No creo que tuviera muchos parientes. Tan solo una hija que vivía en otro estado. Vivía solo. Al fondo de la tienda. Y había ordenado sus recuerdos en cajas chinas, de modo que no lo solían asustar. Me gustó también la luz interna de la tienda, quizás proveniente de un candelabro que apenas resplandecía para otorgarle a las cosas el brillo solo necesario.

      Antes de entrar con su cliente al local, el viejo se volteó y me miró con intriga. Pensé que tenía un sexto sentido y que percibía cualquier mirada indiscreta. En ese lapso, tal vez sintió miedo, miedo de mí, de la envidia que me provocaba su mundo extraño y me sonrió por cortesía. Me levanté de la banca, caminé hasta la esquina y tomé un taxi. Había quedado de verme con Sharon un poco más tarde en su apartamento, pero me sentía dudoso.

      Me dirigí al cómodo apartamento donde vivía, cerca del Museo Nacional de Matemáticas, y supe que había llegado demasiado temprano. Me fui a buscar un bar mientras hacía tiempo y después de caminar y apartarme de mi destino por no conocer la zona, me encontré con una taberna con un rótulo en la entrada que decía “Emanación”. El bartender me saludó al verme y me ofreció un menú de licores. Le pedí solo un whisky doble en las rocas y me senté en la barra cerca de la entrada para tener vista completa hacia la calle. El hombre, muy delgado y fuerte, de unos treinta años, me preguntó que si era de la ciudad y le respondí que solo estaba por ver a una amiga. El lugar estaba vacío. Se oía una canción de Nirvana, y me sentí incómodo porque detestaba la voz de Kurt Cobain. Para mi sorpresa, el bartender tenía un set del grupo y parecía muy conmovido con las desgarradas letras del cantante.

      —No puedo perdonarlo por lo que hizo –me dijo de pronto mirándome como si me hubiera estado esperando para confesarme lo que más le dolía en ese momento.

      —¿Perdón? –le respondí, viendo mi reloj. Aún era muy temprano parar ir donde Sharon y sé que me estaba carcomiendo la ansiedad de verla, de agradarla, de despedirme y de hacer la entrevista. Todo en conjunto.

      —Kurt Cobain –dijo extendiendo una mano en el aire–. Tenía que haber luchado más. Pero no lo culpo. Quién puede culparlo. –Me encogí de hombros y bebí del whisky con impotencia. No podía decir que me sintiera triste o aludido por lo que decía el bartender–. ¿A qué se dedica? –me preguntó cambiando el semblante luctuoso por uno más inquisitivo–. La gente que llega aquí a beber no es muy amigable. Son ejecutivos la mayoría, muchos trabajan en bancos, beben rápido y se van. Otros se sientan solos y apuntan algo en su agenda. En esta parte de Nueva York no hay gente que hable mucho. Ni yo tampoco. A veces soy como una tumba. Y me gusta ser una tumba. Hoy solo estaba escuchando esta música y supe que Cobain tenía su estilo. Era capaz de tocarlo a uno como el LSD. Las letras de sus canciones son una mierda tan triste…

      —Bueno, soy periodista.

      —Ah bueno, conozco varios periodistas. Siempre vienen en grupo. Toman mucho, debaten un poco, y se van borrachos. ¿Qué clase de periodista es usted?

      —Soy un cronista o algo así. También tomo fotografías. Es que una foto lo dice todo.

      —Supongo. ¿Y trae ahora

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