Casa propia. Ernesto Garratt

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Casa propia - Ernesto Garratt

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una sexta y eterna falange en la mano derecha: una nueva protuberancia, humeante, mitad ceniza, mitad papel.

      Entonces, después de una hora, quizás dos, atestiguando esta nueva situación, después de beberme dos cervezas, un vaso de piscola y fumar no uno, sino que dos cigarros, me fui tambaleando algo mareado al baño.

      Y ahí, justo ahí, fue la segunda vez que vi el espejo después del liceo.

      Había olvidado mi miedo gracias a la incesante y continúa estupidez de Antonio.

      Sin embargo, ahí estaba de nuevo.

      Frente a mí. En el espejo del baño de mi tía.

      Pero no vi nada.

      Tampoco vi, como esperaba, mi propio reflejo.

      No vi nada.

      Después de mojarme la cara de felicidad, después de respirar aliviado con la llave del agua corriendo, levanté la cabeza sintiendo un rico vértigo en el estómago, que luego se convirtió en un golpe seco de pavor porque, frente a mí, en el vidrio, se materializó un ojo amarillo... y luego el otro. Dos globos que formaban una mirada desoladora. Sentí pavor y luego vino un vómito brutal. Cuando logré salir del baño y llegar a la fiesta, mi prima y Antonio bailaban felices sobre el piso de parqué bien pulido, y los demás invitados se movían en una ola de alegría contagiosa.

      Yo era inmune a esa fiebre de rock latino. Las canciones en español de Soda Stereo, Virus y G.I.T., música hecha para jóvenes vivos y felices, pasaban a través de mi persona como ondas de sonido que expandían su curso sin toparse con ningún cuerpo a su paso.

      Yo no existía.

      No estaba ahí.

      Nadie me veía.

      Y al darme cuenta que una corriente helada –miedo– ­recorría mi espalda, decidí flotar en mitad del jolgorio a dos palmos del piso. Mi resolución fue premiada por la estúpida acción de un invitado, un doble perfecto de Ungenio González, mi personaje favorito de Condorito. Este gemelo perdido apagó la luz pícaramente y a medida que las baterías de plástico de G.I.T. sonaban, se escuchaba “estoy loco o ya no puedo entender, la gente está tan dura, que ya no se puede creer, voy buscando algo y no me importa qué”, este chico apagaba y encendía las lámparas en el techo como si la luz y su ausencia fueran las baquetas pegándole a una batería de polietileno.

      Entre golpe de batería con sombra y golpe con luz, entre oscuridad y destello, aproveché de jugar en mi mareo: nadie lo notaba, estoy seguro, pero a cada regreso fugaz de la luz yo aparecía en extremos opuestos del living: en la puerta de entrada; luego, al lado de las cortinas; en seguida, en la puerta de la cocina. Volaba raudo entre los cuerpos danzantes, en la fracción de segundo en medio de la oscuridad, para puro tratar de contener con esta jugarreta el pavor que sentía.

      Nunca me había movido tan rápido, no desde que descendí del cielo en el liceo para que Sergio no notara que yo flotaba en vez de estar detrás suyo, aquel día inolvidable en que por primera vez vi a Mihai.

      Iba en la aparición 12 entre los invitados, lo sé porque contarlas me daba coraje. Pero nadie me notaba, incluso apareciendo mágicamente frente a sus ojos, fugazmente, nadie parecía darse cuenta de que estaba allí como un espectro que duraba lo que vive un suspiro.

      Me preparaba a contar 13, me aprestaba a disolverme en la oscuridad para levitar hacia otro punto de la habitación, lo tenía claro, frente a la vecina de mi prima, la Amalia, crespa simpática que le reía maracamente a uno de los amigos cuadrados de Antonio, cuando una mano me detuvo en seco.

      –Para, para. No te vayas, que ya van a dar Año Nuevo.

      Mi prima Paty me sostenía a su lado. Me hablaba al oído, sin mirarme a los ojos. Me tenía adherido a su telaraña de dulces mensajes y el tono suave de su voz erradicó de mi cabeza, por minutos, el miedo feroz.

      –Todo va a estar mejor, ya verás. Ten fe.

      Mientras me tranquilizaba, el doble de Ungenio González se dejó de lesear con la luz y, en seguida, uno de los convidados sintonizó Radio Portales: comenzaba a escuchar la cuenta regresiva.

      –12, 11, 10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1. ¡Feliz Año Nuevo!

      El abrazo de mi prima me quitó el aliento por un instante.

      Confieso que cuando me vuelve el miedo, trato de recordar el reconfortante tono de mi prima diciéndome: “Todo va a estar mejor”.

      Ahora, frente al espejo del baño de LaSeñoraLaura respiro hondo y planeo firme sobre el reducido espacio del piso. Escudriño con falso valor el espejo, no la ausencia de mi reflejo –¡prefiero eso a ver a Mihai de nuevo!–, sino que miro atento el desnivel de las orillas en el vidrio, los broches que lo sostienen en cada lado y la opacidad de tres, no, corrijo, cuatro puntos oscuros, pifiaduras, antirreflejos que hay en el centro del vidrio. Nunca me había fijado en ellas: insolentes, detenidas en ese campo de batalla en que se ha convertido este espejo, en particular en el escenario de mi guerra contra los espejos en general.

      Estoy contemplando la cara desnuda del espejo cuando detrás de uno de los puntos sin reflejo comienza a emerger un brillo áureo que, primero, me hace dudar, pero después, me hace entrar en la ilógica de la razón: como si fuera un holograma, detrás del cristal está ondeando en el vacío la esfera ocular que siempre viene y vendrá acompañada de su par.

      Me trago el grito para no asustar a mi viejita, que seguramente está terminando de vestirse al otro lado, en nuestra pieza.

      Aunque mantengo cierto control inicial, mi pavor no se apacigua ni con el recuerdo reciente de mi prima y su mantra de “todo va estar bien”. Nada está bien ahora y, sin pensarlo demasiado, me lanzo volando contra la puerta sin abrir y, desde adentro del baño ejerzo una fuerza de la que jamás me creí capaz. En pleno vuelo rasante, de dentro hacia fuera, golpeo con mi hombro izquierdo la madera y me abro paso, llevándome conmigo dos de las tres bisagras que saltan en el aire, con un tintineo que me recuerda –en medio del horror que vivo– al tierno y breve cántico de una Navidad lejana y pacífica.

      Mi vuelo está subiendo hacia la muralla de adobe, en 45 grados, donde termina con un golpe seco entre la esquina del techo y la pared.

      Antes de caer como saco de papas en el suelo, logro mantenerme en el aire sin ningún punto de apoyo, en línea horizontal y a unos tres palmos del piso, flotando adolorido y mirando por el rabillo del ojo la puerta caída y el interior del baño y el maldito espejo sin nada ni nadie en su interior.

      Por suerte no hay nadie en esta casa enterrada en capas y capas de polvo, tierra que surge cada día con más fuerza y voluntad, pese a que LaSeñoraLaura barre con demencial prolijidad. Es como si este lugar fuera objeto de una maldición que decreta convertir toda esta amargura en una duna de arena a la que estamos condenados. Entre estas capas de tierra que van a ocultar mis huellas incriminatorias, yo podría correr y huir. Podría, más bien, volar y huir. Pero estoy frito. Van a saber que fui yo. No es posible evadir la culpa: somos los únicos arrendatarios.

      Entonces me abro paso por el pasillo, no sin antes pasar por la puerta caída y tomar mi toalla, y me apersono ante mi vieja para decirle que voy donde don Nico, el dueño y vendedor de la tienda Night, en Plaza Zañartu, acá a la vuelta.

      –Voy a pedirle fiadas unas cosas para el colegio el lunes.

      Voy corriendo, no quiero causar

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