Casa propia. Ernesto Garratt

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Casa propia - Ernesto Garratt

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nosotros, los de corazones desvalidos y ­cansados.

      La chica cara de bola habló poco, pero lo que decía siempre empezaba y terminaba en Dios, en lo mucho que yo me parecía a “nuestro padre” Remo, y Dios, Dios, Dios. Me hubiese gustado salir eyectado por la puerta para ahorrarme semejante momento. Pero por respeto a mi madre, que me daba la mano y me la apretaba con fuerza cada vez que se daba cuenta de mi desagrado, no hice nada. No volé ni levité ni huí. Me quedé ahí sentado, comiendo en mi bandeja la cazuela preparada por mi tía.

      Ahora son las 6:45 de la mañana. La desazón me invade. Mi vieja se empieza a mover en su lecho. Respira con dificultad, el pecho le suena mucho y no me animo a decirle que hay que levantarse. El fin de semana y especialmente ayer domingo fue mucho más difícil para ella que para mí: conocer y aceptar de inmediato a la otra hija del hombre que amó con locura. La hija de su amado Remo con la otra.

      Me levanto y mientras me pongo ropa limpia, trato de no hacer ruido. Decido no ir al baño; una forma de evitar el fuego cruzado con los dueños de casa. Me voy cochino pero tranquilo al liceo. Me baño eso sí con dos o tres puñados de algodón con colonia de lavanda que mi vieja guarda en un frasco de vidrio.

      Son las 7:14 y ahora abro la puerta de nuestra diminuta pieza.

      –Hijito, ¿ya se va al liceo? –susurra mi viejita desde su cama.

      –Sí, mami, ¿se siente bien? –le pregunto.

      –Sí, estoy cansada no más... me voy a quedar en cama un rato y luego me levanto.

      Leo sus pensamientos. Se siente fatal, muy mal, pero ella cree que aguanta bien. Dudo si quedarme con ella o ir al liceo, y me paralizo en la incertidumbre, quieto bajo el dintel de la puerta.

      Mi vieja parece leer mis pensamientos de vuelta.

      –Que vaya no más mijito. Estudie, sea alguien pues, yo le tengo el almuerzo a la vuelta –y cierra los ojos, se tapa con pereza y se pone a dormir de nuevo.

      Enfilo hacia el portón con el ceño fruncido, mirando el polvo envolvente que rodea todo en esta casa, pieza y patio que nos hace parte de su esencia, que nos convierte en polvo antes de que nos toque morir.

      Enfilo hacia la calle.

      Pero antes de salir por el portón, hacia Rodrigo de Araya, me detengo entre dos balones de gas, una maceta de calas sin flores y el hoyo de una pandereta. Allí, con los puños apretados, con el odio saliéndome de los poros, con el sagrado odio limpiando esos poros de toda mi piel de la capa de polvo que me ha adormecido, con el odio soplando desde el interior de mi cuerpo hacia fuera, expulsando el polvo que me ha aletargado, inmovilizado estos meses... antes de salir, me queda claro que no quiero tomar micro. No quiero subirme en la escalinata de una micro ni quiero estar en una micro llena de borregos. No quiero caminar ni compartir con almas en pena que aceptan ser enterrados en el polvo hasta el cuello por una vida miserable y sin misericordia.

      No quiero más.

      Nada más.

      No quiero sino odiar.

      Quiero odiar, por la chucha.

      Solo quiero odiar.

      Odiar.

      Me solazo en mi odio, lo abrazo, lo amo, lo idolatro.

      Con la punta de los dedos me toco la cara en este patio de mierda ahora en la mañana. La boca, los pómulos, los párpados. Tengo cara, mierda, tengo cara, pienso y cierro los ojos mirando al cielo pálido arriba de mi cabeza. Atisbo mi reloj de pulsera, 7:15 am dice la pantalla de cuarzo. Bajo entonces las manos hacia un lado del cuerpo, cierro mis puños y aprieto mis dientes en una expresión de rencor y me lanzo con furia hacia arriba y levito a una velocidad asombrosa, dejando detrás de mí una explosión corta y sorda que nadie ni nada es capaz de detectar a esa hora de la mañana, porque bien pudo haber sido un pedo de un enfermo de gastritis.

      Son aún las 7:15 cuando aterrizo en el techo de los baños del liceo. Fue un vuelo perfecto de ocho segundos arriba del aire avanzando como una bala de cañón cuyo único fin es destruirlo todo y a todos. Nunca había volado así, con mi odio querido guiándome como una estela negra en la claridad.

      Arriba del techo me cruzo de piernas como lo haría un maestro hindú y levito en medio de la sombra que me brindan las ramas de los espinos gigantes que crecen a los pies de los bebederos. Floto a dos palmos del techo de latones: un montón de cuadrados metálicos unidos sin mayores terminaciones ni cariño ni trabajo. Es lo que el profesor de biología, el “negro” Meléndez, Augusto Meléndez, llamaría “la ciencia de lo impreciso”. Chile sería el epicentro de esa ciencia, según nos ha recalcado en clases. Y así lo hará de nuevo Meléndez en una hora más, cuando estemos todos los del 4to “C”. ¿4to “C”?, conchetumadre, cómo ha pasado el tiempo, en el salón en la primera clase del último año, el último año, ya listos para ser lanzados a fines de diciembre a la Prueba de Aptitud Académica, y luego al vacío de un precipicio que veo en la mayoría del futuro de mis compañeros y compañeras de clase. Sin puntajes, sin profesión, sin futuro. Todos tendrán un futuro sin futuro. Incluso, a veces aparece el mío en esos encandilamientos que me dejan en trance unos segundos y con un dolor de cabeza abombado.

      Sigo levitando en el techo y bajo la cabeza para hacerme sonar el cuello. No lo logro, pero aprovecho la frustración para mirar en el techo metálico algunas plumas de palomas, espirales de mierdas producidas por esas ratas del aire que ensucian el vuelo de personas como yo, aunque no creo que haya alguien como yo, pienso y me río de la idiotez que acabo de pensar... y, bueno, bajo, miro las plumas, la mierda, la suciedad, muchas ramas secas, muchísimas, y termino de concluir que nunca nadie piensa en los techos. El techo es simplemente una definición en porción: acotada, que considera solo un lado porque nadie piensa en el techo que contemplo ahora cuando dice la palabra techo. Hasta yo lo haría, ¿no? Solo se piensa en el cielorraso blanco que hay dentro de las casas cuando decimos techo. Quiero decir, uno solo piensa en un lado de las cosas la mayor parte del tiempo y eso es así, pensar en un lado de las cosas, porque cuesta hacerlo en dos o más caras. Nos volveríamos medio locos, o medio videntes, o medio santos, si pensáramos en todos los posibles lados y, además, siempre nos quedamos en la comodidad del cielorraso: blanco sin relieves que arruinen la superficie.

      Nos volveríamos paranoicos si pensáramos o, peor, si supiéramos que ese lado no es el único techo y que arriba hay un techo como el que miro yo ahora desde esta altura: un lugar desprovisto de perfección, inhóspito, desagradable, hasta fétido y que, como nadie se molesta en mirar, sigue así: hecho un lugar de mierda.

      Sigo divagando entre mis pensamientos cada vez más enfermizos cuando escucho voces debajo. Son estudiantes que ya están entrando a clases y vienen al baño a fumar tabaco y a veces un pito de marihuana, antes de la campana de las ocho de la mañana: el tintineo que da inicio a toda la vida escolar. Algunos de los recién llegados, además de fumar el pucho de turno, se ponen un toque de pisco para entrar en calor. Eso dicen, los oigo perfecto desde mi nido oculto, aunque la temperatura de un día de marzo como hoy, en verdad, no es de las más heladas del año. Nadie mira hacia arriba, están distraídos y sin esperanzas: nunca pero nunca los chilenos miran al cielo, jamás, así que las ­posibilidades de ser descubierto por una mirada furtiva son nulas.

      Dirijo la vista debajo del espino del lado derecho y descubro que Silvio, mi amigo Silvio Marinao, viene directo al baño a fumar y ponerse un par de sorbos de pisco en la clandestinidad de los WC. Silvio siempre anda impecable y esta vez el gesto es mayor en su caso: chaqueta nueva, pelo reluciente, zapatos nuevos también, y una camisa que destella blancura y perfecto planchado. Nueva también, qué duda cabe.

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