Casa propia. Ernesto Garratt

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Casa propia - Ernesto Garratt

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que vivimos. Don Nicolás es de padres árabes, palestinos que llegaron a Chile para hacerse una mejor vida. Siempre me dice que su origen está en Belén, donde nació Jesús, y que recuerda esa ciudad de su niñez, a la que nunca ha regresado, con frescos de luz radiante y parientes festejando y comiendo y aullando a la luz de la luna la llegada del Mesías. Don Nico es católico, no cree en Mahoma; a veces hablamos de creencias religiosas y su falta de sermoneos es lo que más me gusta. También, su solidaridad: nos fía, nos ayuda, nos aconseja y su negocio, la librería y bazar Night, donde se pueden comprar los lápices Bic, las hojas y los sobres y estampillas para que mi mamá escriba sus cartas para que nos ayuden, se ha convertido en un templo de paz y tranquilidad.

      Con mi vieja podemos pasar horas en el mesón de don Nico conversando con él o con su vendedora, la señora Adriana, una mujer diligente que envuelve paquetes con la eficiencia de un androide de la tele.

      –Qué pasa, mijito –me dice don Nico; él me ha visto en apuros, como cuando estuve tres horas y media aguantando la mierda porque el baño de LaSeñoraLaura estaba vetado para nosotros, debido a que mi vieja se atrasó dos días en pagar el arriendo. Fue un sábado, lo recuerdo bien. Don Nico cerraba más temprano y con la cara llena de ­vergüenza, mi vieja le pidió el uso del baño para mis acongojados intestinos.

      Desde esa ocasión, incómoda para él y para mí, y en donde me dejó pasar detrás del mesón en dirección a su WC personal, don Nico se mostró más piadoso con mi vieja (“No fume, señora Teresa, que no puede morirse todavía”, le suele decir en voz muy alta y modulando cada sílaba, como si fuera sorda) y conmigo (“¿Qué cuaderno necesita, mijo?”, me suele preguntar porque sabe que me termino rápido los cuadernos escribiendo y dibujando huevadas como Mihai).

      Puta, Mihai.

      Respiro hondo y me acerco al oído de don Nico.

      Mientras le susurro lo acontecido que estoy, admiro a mi alrededor esta librería en la que me siento a gusto y seguro. Los estantes repletos de cuadernos nuevos, con espirales y sin espirales, los escaparates montados con estuches de 24 lápices de colores, cajas de témperas, distintos tipos de gomas de borrar, sacapuntas metálicos, tubos de óleo, pinceles de pelo de camello, blocks de dibujo tamaño mediano, atriles de madera y el delicioso olor del papel de la cartulina; todos juntos me susurran el dulce idioma de la creación: herramientas amigables listas para ayudar en la que podría ser una mejor vida con medios de producción como la gente.

      Estoy divagando en esas ideas cuando me fijo que a un lado tengo una mujer mayor mirando con curiosidad cómo le hablo al oído a don Nico, lista para meter cuchara, pero la señora Adriana, atinada como siempre, interrumpe sus intenciones y desvía las ganas de chismosear de la vieja, hacia el camino de una venta simple y discreta.

      En tanto, don Nico asiente y me dice:

      –Espérate un poquito acá.

      Se dirige hacia el pasillo que ya conozco porque ahí, a la derecha, está el WC. Lo pierdo de vista mientras mete un poco de ruido al fondo, caen unas piezas de metal, asumo que herramientas y al cabo de unos pocos minutos, vestido en una cotona beige, aparece con una caja metálica de herramientas.

      –Vamos –me dice.

      Son apenas tres minutos caminando desde su negocio a nuestra pieza y rezo porque nadie le vaya a decir a ­LaSeñoraLaura que don Nico, el bueno de don Nico, está yendo a su casa. Don Nico es decé, democratacristiano, y eso es como decirle a LaSeñoraLaura que don Nico es el anti Cristo, porque es opositor al General.

      Don Nico cruza el portón deforme de la entrada principal y, detrás de mí, sigue mis pasos.

      –Deberían barrer un poquito, parece la playa acá –echa la talla don Nico sobre la abundancia endémica de polvo.

      No le explico la situación, es decir, lo inútil que resulta barrer, porque el polvo llega y llega, solo para que siga pensando mal y peor de LaSeñoraLaura y sus criaturas malvadas a las que ella llama familia.

      Ahora cruzamos la puerta que da al pasillo, estamos frente al baño sin puerta y don Nico, como un policía examinando la escena del crimen, me lanza una mirada incrédula.

      –¿Qué cresta hiciste para romper esto, cabro?

      –...

      Balbuceo y trato de contestar algo, pero antes de que siga, don Nico me da instrucciones para levantar la puerta caída en combate y ponerla junto al marco, mientras él, con fuerza y exactitud, comienza a reparar la bisagra que quedó colgando como una tripa fuera de un vientre acuchillado. Con un destornillador y luego de darme más órdenes para contrarrestar el peso y poner en posición las dos bisagras nuevas que trae consigo para el reemplazo, termina todo el proceso de reparación en menos de 12 minutos.

      Don Nico comprendió al instante la crisis de la que hablé en su negocio al pedirle que viniera. Podré volar y leer pensamientos y ver el futuro, pero cuando estoy en crisis nerviosas y atrapado por el miedo, soy un puñado de nervios, inútil e incapaz de ordenar mis ideas. Menos, de tomar un destornillador o un martillo. Me quedo en blanco. Creo que don Nico me entiende tan bien porque, me ha dicho, su hijo menor es un poco como yo. Estudia ingeniería, pero esculpe y dibuja como los dioses, he visto su trabajo, es un genio, no como yo que solo soy un amateur. Pero a diferencia de su hijo, yo hablo y hablo, mientras que su benjamín, su hijo chico, no le habla ni a él ni a nadie. Es callado. Muy callado. Algo tiene que lo hace distinto al resto. Casi nunca habla de él, del Andrés, pero conmigo y con mi vieja, don Nico se suelta, cuando no hay gente oyendo o mirando, nos dice cosas, cosas de su vida, de las vidas que ha vivido, de su amado Andrés.

      Don Nico, incluso, contiene las lágrimas, pero le he leído la mente: sufre por su hijo.

      Don Nico ahora encorvado en el pasillo de la casa de LaSeñoraLaura, testea la puerta, la abre, la cierra, y mira el interior del baño. Desde esa caja negra enciende y apaga la ampolleta sujeta al gollete que sale del techo.

      –¿Más tranquilo, mijo? –me pregunta don Nico, con el trabajo realizado en tiempo récord, mientras me da una palmada en la espalda. Ambos salimos y afuera, en el patio de tierra, nos espera mi vieja.

      –¿Pasó algo?

      –Aceité las bisagras, señora Teresa. ¿Cómo está usted?

      –¿Quiere un cafecito? Gracias por ayudarnos, don Nico, no queremos más problemas con la dueña... usted sabe.

      –No, gracias, no se preocupe. Y acuérdese, no fume. Este cabro no se puede quedar solo todavía.

      Y don Nico, riendo, me regala una mirada enternecedora.

      –Ah, acuérdese de las bisagras, mijo–, me dice al oído antes de irse.

      Y así lo hago: recojo las bisagras del suelo, frente a la puerta del baño, ocultando de este modo cualquier indicio de mi falta.

      Cualquiera, menos un tornillo que se me cae, sin darme cuenta, justo detrás del macetero cuya sombra siempre es más grande que su propio contorno: el lugar perfecto para dejar caer y encontrar el error ajeno.

      Domingo

      Hoy hay cambio de planes. No vamos a ir a Gran Avenida, como generalmente hacemos cada domingo. El almuerzo lo va a traer mi tía María Piedad y mi prima Paty. Mi vieja, desde temprano, más temprano de lo habitual para ser domingo, ha estado moviendo cajas, barriendo, sacando ropa vieja, ordenando con una profunda acuciosidad.

      Ellas,

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