En torno al animal racional. Leopoldo José Prieto López
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу En torno al animal racional - Leopoldo José Prieto López страница 12
Ruse propone algunas pruebas en favor de su teoría. En primer lugar, el evolucionismo es, como cualquier religión, una historia sobre los orígenes desconocidos. En segundo lugar, emula a la religión al imponer frecuentemente diversas prescripciones morales (tal como la eugenesia, que hoy vuelve a salir a la luz). Finalmente, su insistencia sobre el progreso biológico contiene implícita una cierta doctrina sobre el fin, una suerte de escatología. Hasta el uso del lenguaje en los campeones de la visión evolucionista del mundo imita el de la religión. Richard Dawkins, por ejemplo, nunca lo ha disimulado: «En todas las grandes religiones hay un espacio para el sobrecogimiento, para el trasporte extático ante las maravillas y la belleza de la creación. Son exactamente los mismos sentimientos de admiración, de estupor, casi de veneración litúrgica que la ciencia moderna puede proporcionar».34
El mismo autor reconoce en El relojero ciego: creación o evolución que su intención al escribir este libro no es presentar un tratado científico imparcial. Efectivamente, El relojero ciego no es un libro de ciencia, sino de una cierta filosofía de la biología. Como no trata de ciencia, el autor se siente autorizado para, de cuando en cuando, escribir apasionadamente con la intención de persuadir, y aun de inspirar, si fuera posible. O como dice el propio Dawkins, la intención de sus escritos es «inspirar escalofríos de misterio, del gran enigma de nuestra existencia».35 En cualquier caso, como se observa, el lenguaje empleado no es precisamente el de la objetividad científica. Es más bien el lenguaje de la religión, o, para decirlo con las palabras de Ruse, el lenguaje de la religión secular. Y en este proyecto de religión secular, Dawkins ha ido tan lejos que se ha llegado a decir de él que si Thomas Huxley pudo ser considerado en la defensa del darwinismo el Darwin’s bulldog, a él cabría el mérito de ser el Darwin’s rottweiler.36
4. EL HOMBRE: EL ANIMAL QUE BUSCA LA VERDAD
Hemos visto ya que la expresión de mono desnudo aplicada al hombre, además de poco elegante, no es descriptiva en realidad de cómo es el hombre ni de cuál es su naturaleza. Calificarle de desnudo, dejamos de lado ahora lo de mono, es como definir a alguien por lo que lleva puesto de vestido, o deja de llevar. Parece mucho mejor, más directa, perspicaz y, sobre todo, más relacionada con su naturaleza, la vieja fórmula aristotélica según la cual el hombre es un animal racional. El hombre, pues, es un animal racional. O, para ser precisos, es el animal racional, visto que entre los animales solo él dispone de la razón. La racionalidad, no la desnudez, es realmente la diferencia específica del hombre frente a los demás animales.
Los animales, dado su modo de ser material y su conocimiento meramente sensorial, viven satisfechos en el reducido entorno que los rodea. La única inquietud que conocen y que resuelven prontamente con la ayuda del instinto para retornar a su nativa satisfacción es la de las necesidades orgánicas propias y de la especie. El animal no obra más que «por causa del alimento y del apareamiento» (propter cibum et propter coitum), dice Tomás de Aquino con su característico realismo.37 Pero el hombre es un ser racional, y la racionalidad hace que viva siempre insatisfecho. La perenne insatisfacción del corazón humano, que tan bien ha expresado san Agustín, es la medida existencial de la profundidad ilimitada de su alma.38 Esta inquietud que le impulsa de continuo a buscar es el primer efecto de la racionalidad en el hombre. Pero ¿qué busca este ser insatisfecho e inquieto? ¿Tras de qué anda en su búsqueda? La respuesta es sorprendente: tras de todo, tras lo presente y lo ausente, bien como pasado en el recuerdo, bien como futuro en el proyecto; tras lo real y lo posible; tras lo físico y lo espiritual. Según Píndaro, el hombre tiene nostalgia de lo lejano.39 La constante e inquieta búsqueda tras el todo de la realidad (algo tan completamente fuera del alcance del animal) es un rasgo típico del espíritu humano. En virtud de este rasgo, se puede decir que «el hombre es el ser que busca la verdad».
Esta descripción del hombre, que tiene el aire de una fórmula socrática, muy próxima a la descripción de la filosofía como amor del saber, es densa, a pesar de su aspecto sencillo. Lleva implícitos un buen número de aspectos y verdades sobreentendidas que conviene sacar a la luz. Por eso, hay que considerarla, al menos, en tres niveles distintos, que podemos llamar los planos metafísico, gnoseológico y antropológico, cada uno de los cuales nos proporcionará nuevos sentidos implícitos en la fórmula descriptiva del hombre como «el ser que busca la verdad». El estudio de los tres planos arrojará una luz valiosa sobre la naturaleza humana. O, si se prefiere, sobre la naturaleza de «aquel ser que busca la verdad», o mejor de «aquel animal que busca la verdad», que es el hombre. Pues bien, ¿cuáles son las dimensiones o planos de análisis de esta descripción del hombre?
En primer lugar, la primera y más evidente es la dimensión antropológica, puesto que buscar la verdad es algo que el hombre, y solo el hombre, hace. Ni el ángel ni el animal buscan la verdad. El primero porque la tiene inscrita (de un modo infuso) en sí mismo o porque, como dice la teología, la encuentra concentrada en el Verbo divino y por eso no necesita buscarla;40 el segundo, porque vive inmerso en un nivel de realidad, la realidad sensible, en el que propiamente no hay verdad. La verdad se encuentra en un sentido propio solo en el intelecto, y el animal carece de esta facultad. A este, le basta con satisfacer las necesidades vitales a las que su naturaleza sensible, tan limitada en sus aspiraciones, lo requiere. Lo poco que tiene que buscar lo busca no veritativamente, sino instintivamente, de un modo certero. La búsqueda de la verdad es, pues, una actividad humana en exclusiva. Desde un punto de vista antropológico, esta búsqueda es una actividad que expresa inequívocamente algo propio de la naturaleza humana. Por eso hay que admitir que el hombre mismo tiene una manera específica de ser, o, si se prefiere, una naturaleza propia en cuya virtud se encuentra esencialmente orientado al conocimiento y al interés por las cosas, de todas las cosas. Ahora bien, tal tipo de orientación solo es posible a la naturaleza espiritual.
En segundo lugar, encontramos una dimensión gnoseológica en la fórmula propuesta. Si el hombre es el ser que busca la verdad, hay que dar previamente por admitidas dos cosas: primero, que las cosas se muestran o que se manifiestan al hombre (porque su ser las dota de una irradiación declarativa o manifestativa); y segundo, que se manifiestan a quien, como el hombre, está dotado de la capacidad apropiada para conocerlas. El hombre es un ser abierto a las cosas, a su verdad y su bien; y, a su vez, las cosas se le manifiestan. Heidegger ha expresado esta verdad, bien conocida de los clásicos, con su característico lenguaje fenomenológico, diciendo que la verdad consiste en una doble apertura: en una apertura manifestativa (un desvelamiento, una alétheia) de las cosas al hombre y en una apertura cognoscitiva del hombre a las cosas.41 Se entiende así la importancia dada por este autor a la verdad en el análisis de la existencia humana realizado en Ser y tiempo.
Ahora bien, la verdad que el hombre busca es algo de las cosas que el conocimiento humano aprehende. Más allá de su aspecto cognoscitivo, la verdad descansa en las cosas. El fundamento de la verdad es la verdad de las cosas. Se presenta así, en tercer lugar, una dimensión metafísica, que es el fundamento de las dos precedentes. Tanto el hombre que busca como la cosa cuya verdad es buscada son