En torno al animal racional. Leopoldo José Prieto López
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El conocimiento humano se divide en sensitivo (externo e interno) e intelectual (teórico y práctico). En el conocimiento práctico se distinguen, a su vez, como hemos visto, el técnico y el moral. Pero al conocimiento sigue el obrar. Por eso, a los actos de conocimiento citados siguen las tendencias y sus actos propios (pasiones y volición). En el dinamismo de la actividad humana se distinguen las tendencias de tipo sensible (apetito irascible y concupiscible) y la tendencia intelectual (el apetito racional o voluntad). He aquí, pues, el cuadro fundamental de los actos cuyo dinamismo constituye la naturaleza humana, el modo como están las cosas en el hombre.43
Si con Umberto Eco hemos visto antes que las cosas están de un cierto modo, o, en otras palabras, que tienen una naturaleza, también en el hombre las cosas están de un cierto modo. Eco, con su característica ironía, presenta un cuadro general de las necesidades humanas (de las que proceden los actos), que, en su opinión, se pueden reducir esencialmente a cinco. Agrupadas por orden de irrenunciabilidad decreciente, las cinco necesidades fundamentales del hombre son —dice este autor— la nutrición, el sueño, el afecto, el juego (es decir, el hace algo sin buscar la utilidad) y el preguntarse el porqué.44 Las tres primeras son comunes también a los animales, incluso la cuarta aparece a veces en ciertos animales. Pero la quinta es exclusivamente humana. Preguntarse el porqué de las cosas es buscar la verdad. El porqué fundamental es por qué las cosas existen. Los porqués ulteriores se refieren al qué y al cómo de las cosas. Cuando el filósofo se pregunta por qué existen las cosas en vez de la nada no se pregunta algo diverso de lo que se cuestiona el hombre común cuando se pregunta quién ha hecho el mundo y qué había antes. Por tanto, si en la vida humana hay cinco necesidades fundamentales, cuya satisfacción mueve al hombre a obrar y a realizar una serie de actos (el conjunto de los cuales constituye la vida humana misma), eso quiere decir que también para el hombre las cosas están de una cierta manera, o, lo que es igual, que también el hombre tiene una determinada naturaleza, a la cual corresponden las cinco tendencias fundamentales enumeradas. Desafortunadamente, un buen número de antropólogos de nuestro tiempo no admite que el hombre tenga una naturaleza propia. Las razones que presentan al respecto excederían con mucho el propósito de estas páginas. Pero se puede afirmar, en términos generales, que son poco convincentes. Bástenos con asegurar que no tienen ni la ironía, que siempre, ni la limpidez de ideas que de cuando en cuando caracterizan a Umberto Eco.
1 Cf. D. MORRIS, El mono desnudo, Debolsillo, Barcelona 2003.
2 Cf. D. MORRIS, El mono desnudo, 53.
3 Cf. D. MORRIS, El mono desnudo, 7.
4 Cf. D. MORRIS, El mono desnudo, 16.
5 El número es el que aporta el propio Morris, aunque otras fuentes establecen el número de las especies vivientes de mamíferos entre 4500 y 4600.
6 Cf. D. MORRIS, El mono desnudo, 17.
7 Cf. D. MORRIS, El mono desnudo, 17.
8 Cf. D. MORRIS, El mono desnudo, 17.
9 D. MORRIS, El mono desnudo, 35. Si se observa el texto citado, salta a la vista un defecto fundamental en el modo de argumentar de Morris: contiene muchos antropomorfismos en el modo de entender la naturaleza de la acción evolutiva, que parece personificarse para guiarse a sí misma con una inteligencia verdaderamente sorprendente. La evolución ve, elige, decide, etc. Ahora bien, si después de corregir esta personificación, la acción evolutiva sigue obrando con tal inteligencia, una de dos: o el mono es inteligentísimo antes aun de evolucionar y él mismo guía la complejísima serie de pasos que ha dar en el proceso de su propia superación, o un ser inteligente guía el proceso evolutivo de este mono con vistas a alcanzar un estado superior. La única opción razonable en realidad sería la segunda. Pero eso, que supondría reconocer la intervención de la providencia divina en el proceso evolutivo, sería tanto como una claudicación de la ciencia ante la filosofía (o, lo que es peor, la teología). Ante tal perspectiva, Morris prefiere seguir practicando la técnica argumentativa del antropomorfismo personificante de la evolución.
10 D. MORRIS, El mono desnudo, 17.
11 D. MORRIS, El mono desnudo, 36-37.
12 D. MORRIS, El mono desnudo, 41.
13 Cf. D. MORRIS, El mono desnudo, 42.
14 D. MORRIS, El mono desnudo, 24.
15 Cf. D. MORRIS, El mono desnudo, 47.
16 Cf. D. MORRIS, El mono desnudo, 48.
17 D. MORRIS, El mono desnudo, 48.
18 Cf. D. MORRIS, El mono desnudo, 49.